‘A Complete Unknown’: una época, un mito con causa, un actor que parece Dylan

El señor Robert Zimmerman, alias Bob Dylan, al parecer, se cambió el nombre para homenajear a Dylan Thomas, un poeta que le fascinaba, pero vete a saber. Con Dylan no hay nada meridianamente claro, excepto su inmenso talento para componer canciones, interpretarlas como le da la gana y hacernos felices a sucesivas generaciones, aunque no tengo claro si los jóvenes actuales tienen la menor idea sobre quién es este hombre y lo que representa.

Yo lo he amado siempre. Es una compañía insustituible desde que le escuchara por primera vez en la adolescencia. Él también ha mantenido siempre algo tan atractivo como el misterio. Nada está demasiado claro en su muy compleja personalidad. Solo aluciné para mal cuando le vi postrado de rodillas y con los ojos humedecidos ante el papa Karol Wojtyla. Siempre ha generado rumores su militancia en el enigma, pero en algún documental extraordinario como el que le dedicó Scorsese titulado No Direction Home existen los suficientes testimonios ajenos de gente que estuvo muy cerca de él, incluida una larga entrevista con el huidizo Dylan, para que supiéramos unas cuantas cosas reales sobre este inextinguible mito. Muchos años antes, Pennebaker plantó su cámara frente a él durante su primera gira por Inglaterra en el documental Don’t look back, pero solo había excesivo caos y un permanente colocón. En cuanto a su testimonio escrito, Dylan lo hizo en el revelador y magnífico libro Crónicas. Lástima que no sea más largo.

James Mangold, director que no me ha provocado antes ninguna pasión, incluido su retrato del legendario y anfetamínico Johnny Cash, se acerca en A Complete Unknown al muy joven Dylan cuando este desembarca en Nueva York, visita en el hospital a su idolatrado y muy enfermo Woody Guthrie y se busca la supervivencia cantando en el Village, consiguiendo fascinar al bienintencionado, generoso y legal Pete Seeger (Edward Norton). Dylan descubre tempranamente el poder de sus canciones para magnetizar al público y hacerle sentir, se muestra secreto y siempre inquietante; compatibiliza amores, incluido el de esa sufriente Joan Baez que tanto le promocionó; se hace clamorosamente famoso y sufre con lo que deseaba, y le agobia ser el Mesías para tanta gente, porque quiere ser libre e inclasificable. Y monta el gran cristo entre el público folk cuando le dice adiós a todo lo que adoraban de él, al máximo representante de la conciencia social mediante sus canciones.

O sea, se electrifica, deja de cantar lo que le piden, y contrata la vertiginosa guitarra de Mike Bloomfield y el órgano de Al Kooper, mientras que sus mentores y el público braman en el festival de Newport contra su transformación. Él intenta escapar de muchas cosas que le aturden o confunden mediante el uso continuo de una moto y empotrado permanentemente en unas gafas negras. Y poco después de lo que narra esta película, tendrá un accidente muy grave que le servirá para apartarse durante mucho tiempo de todo. Y volverá a la música y a la escena cuando le dé la gana, creando discos geniales e imprevisibles. Y ahí sigue a los 83 años. Pasando del Nobel. Siempre fuera de casa. En la carretera, en los escenarios. Bendito sea.

Todo resulta creíble y está muy bien contado. Funcionan la ambientación, los diálogos, las situaciones, los personajes. Y una interpretación perfecta, por dentro y por fuera, de Timothée Chalamet, actor al que le tengo manía. Es como Dylan, tiene su magnética presencia y se acerca con mucho mérito a su forma de cantar. Yo me emociono en varios momentos oyendo esas canciones. Recuerdo cuando las escuché, en soledad, compartiéndolas con otras personas, reviviendo otras épocas. Se llama memoria sentimental. Pero aunque Dylan fuera un personaje de ficción o un desconocido, A Complete Unknown me parecería una buena y emotiva película.