Invitado en un submarino de combate: calzoncillos negros y muchos libros
Un trayecto en el S-74 ‘Tramontana’ con toda la tripulación a bordo permite vivir un rato la gran aventura de los sumergibles y su dimensión literaria
Mi primera experiencia directa con los submarinos, si exceptuamos una breve visita al de bolsillo de CosmoCaixa y la vez en que me metí en uno soviético viejo anclado como museo en el puerto de Hamburgo, no empezó bajo los mejores augurios. “No creas que vas a un submarino como los estadounidenses de las películas, que tienen tanto espacio, el Tramontana es más bien un sumergible clásico, tipo lata de sardinas”, me advirtió Miguel González, nuestro experto en Defensa, que ha navegado en otro de los S-70 de nuestra flota, el Mistral (“dos retretes, 100 metros cuadrados, 66 personas”, fue su insuperable resumen). “¿Te vas a meter ahí?, uh, qué claustrofobia”, apuntó por su parte Guillermo Altares; “no toques nada, no vayas a provocar la Tercera Guerra Mundial”.
Pero hacía falta mucho más para desanimarme, así que el domingo llené la maleta con lo que me pareció imprescindible para subir a un sumergible, especialmente calzoncillos negros (he leído que las tripulaciones alemanas de la Segunda Guerra Mundial vestían siempre ropa interior negra, no porque confundieran los U-Boots con el Salón Kitty, sino porque es más sufrida), dos Toblerones grandes (nunca sabes cuando vas a necesitar un chute de chocolate), y libros, muchos libros, aunque dejé a propósito, no fuéramos a tentar la suerte, Few survived, a history of submarine disasters, de Edwyn Gray (1986), Ataúdes de acero, de Herbert A. Werner (Salamina, 2021) —luego descubriría que pese a su ominoso título es una de las lecturas favoritas a bordo del Tramontana—, y Kursk, la historia jamás contada, de Robert Moore (Plataforma, 2018), el libro en que se basó la película y que se publicitaba con la animada frase, “108 metros de profundidad, 16 días de oxígeno, juntos hasta el final”.
Descarté también mi gorra con el anagrama “K-19, el hacedor de viudas” que me regalaron los de Filmax cuando salió aquella peli de Kathryn Bigelow en la que lo pasaban tan mal Harrison Ford y Liam Neeson y la marinería se les ponía verde, y como preparación pasé todo el tiempo que pude subiendo y bajando en el ascensor de casa y en los del trabajo, que suelo evitar. Llegué a Cartagena de noche y quedé para tomar algo con el otro invitado civil a la navegación del S-74 Tramontana al día siguiente, el arqueólogo Ángel Carlos Pérez Aguayo. En un ambiente menos animado que en las despedidas de los submarinistas alemanes en el Astoria de St. Nazaire, el Sechs Titien de Lorient, el legendario club Scheherazade de París o el Bar Royal de La Rochelle, que sale al inicio del icónico libro Submarino (1973) de Lothar-Günther Buchheim y la consiguiente y no menos icónica película Das Boot (1981), de Wolfgang Petersen, Carlos y yo compartimos nuestras ilusiones y aprensiones. A él le preocupaba especialmente lo de los dos lavabos (“trataré de ir antes”, se sinceró) y saber si se podría fumar. Lo mío era más metafísico, la profundidad (literal), la guerra, los destructores Aliados, el valor y la cobardía, el Asdic, los grandes ases de la Ubootwaffe ahogados (Prien, Schepke, Endrass), el espectro que viaja en el U-330 de The Passenger (“not all on board are invited…”), de F. R. Tallis, esa gran novela (Picador, 2016) que mezcla el relato de fantasmas y la lucha en submarinos; La guerra de Murphy, …
Tras una noche corta de sueños raros, muy de madrugada nos encontrábamos ya a la puerta del Arsenal. Llovía, aún estaba oscuro y la atmósfera era espesa, pesada y gris como el vientre de los tiburones de Doenitz. El propio comandante del Tramontana, el capitán de corbeta José Piñero (Vigo, 38 años), un hombre de aspecto reservado, austero y tranquilo, con una retirada, por la barba, al as y kapitän zur see Wolfgang Lüth, vino a buscarnos a la entrada. Fuimos en coche hasta la base de submarinos y el muelle donde estaba amarrado el suyo, actualmente el único en servicio de la Armada (poca “manada de lobos” podemos hacer de momento). Se respiraba un ambiente de tensión y eficacia como el del embarque en el viejo S-33 al inicio de la peli U-571. Nuestro sumergible, largo pez de acero, presentaba una estampa impresionante. Iluminado tenuemente por las luces del puerto, recortada su amenazadora silueta negrísima contra el cielo que luchaba contra las tinieblas, parecía concentrar toda la oscuridad, el misterio y la fascinación de su especie. Me vino a la cabeza la divisa del sumergible del capitán Nemo: Mobilis in Mobile, también la escena de la lucha con los calamares gigantes, que traté de sacarme de encima. Subimos por una pasarela a la resbaladiza cubierta entre el tráfago de las últimas comprobaciones antes de que la nave se hiciera a la mar y me sentí como Aronnax pisando las planchas del Nautilus.
El teniente de navío Jaime Payo, oficial de adiestramiento, nos ofreció un amable baño de datos del submarino (botado en 1984, 67,5 metros de eslora, 6,8 de manga, 2 motores diésel) y nos reveló el significado de lo que íbamos viendo: me interesaron sobre todo las escotillas de escape. Me sorprendió que el Tramontana no tuviera cañón, el arma con el que se solía atacar y rematar a los mercantes para no gastar torpedos. Se ve que ya no se lleva. Cuando hace falta potencia de fuego se suele reclamar un buque de apoyo. Le pregunté a Jaime si al menos llevaban ametralladoras en la torreta (técnicamente la vela). Tienen un par de MG-42, la ametralladora icónica del ejército alemán en la Segunda Guerra Mundial, y si fuera necesario las colocarían en la conning tower: una imagen que alegraría a Ralph Kapitzky, que al mando del U-615 protagonizó una épica batalla contra hidroaviones estadounidenses en el Caribe en 1943, y murió en ella (véase Silent Hunters, german U-boat commanders of World War II, Pen & Sword, 2004, uno de mis libros favoritos, que se abre con una insólita declaración de amor de Erich Topp a Engelbert Endrass: “Quiera el mar, con su vastedad, llenar el vacío y la abrumadora tristeza que me persiguen desde tu muerte”). En realidad, a bordo hay escaso armamento portátil, aparte de pistolas y unos pocos Cetmes; hoy día se fía todo al torpedo —en sus cuatro tubos el Tramontana lleva de dos tipos, filoguiados y acústicos (antisubmarinos: el combate entre sumergibles es habitual en la historia)—. Pasamos de la proa a la popa haciendo equilibrios al rodear la torreta, sujetos a un sucinto pasamanos. Sobre la cubierta ya estaba preparado un buceador de combate, vestido de naranja chillón. Pensé que era por si me caía yo, pero es el procedimiento estándar al desatracar.
Accedimos al interior del submarino por una entrada en la vela y descendimos por un tubo angosto y húmedo con escalerilla a un mundo de estrechez inimaginable. En esencia, la zona habitable del submarino es un atestado pasillo con pequeños espacios acotados. Por todas partes hay llaves, palancas, botones, clavijas, mecanismos y mil y un salientes dispuestos para golpearte en cualquier sitio del cuerpo (luego te encuentras morados en los lugares más inesperados: como los chichones, son las humildes condecoraciones del arma submarina). Huele sobre todo a grasa, metal y diésel, como un parking o un taller de coches. No es un olor desagradable, pero se te queda pegado. Es imposible no mancharse y al cabo de un rato ya tenía lamparones en el pantalón.
Directamente bajo la torreta esta el centro de control y mando del sumergible, su cerebro. Cuando accedimos estaba ya abarrotado (la mayoría de la tripulación, todos con cómodos uniformes de trabajo azules, había ocupado sus puestos: más adelante en la travesía se permite “desuniformarse” y aparecen modelos insólitos). Cuatro tripulantes se inclinaban sobre un mapa en una mesa. Otro, el timonel, sujetaba el volante, como de avión. Por encima de ellos, entre unos tubos, se veía una figurita de la Virgen del Carmen, patrona de la Armada. El Tramontana lleva también la de la Virgen del Pilar, copatrona del arma submarina (Isaac Peral se encomendó a una imagen que llevaba a bordo en su inmersión en 1890). Otros tripulantes controlaban el sónar y las comunicaciones. La silla del comandante estaba vacía. ¿Puedo? Adelante, no te cortes. Me encaramé a ella y, en un gesto largamente soñado, poniendo cara de Kretschmer (“el gran taciturno”), miré por las lentes del periscopio, que podías girar moviendo una rueda. Era como en las pelis. Se veía, a la luz del amanecer, una fragata amarrada como si estuviéramos en Scapa Flow. Era tentador dispararle un torpedo, pero no encontré el botón. ¡La que hubiéramos montado, Guillermo!
Seguimos el recorrido. Había que apartarse todo el rato para dejar pasar gente que iba a lo suyo. El inevitable roce (a bordo éramos 69, ese gran número para estar muy apretados) se solventaba con mucha naturalidad y educación, y poniendo cara de circunstancia. Los lavabos, una de las instalaciones del submarino que despierta más morbo, son dos minúsculos cuartitos. Estaban limpios. “Y así se mantienen”, apuntó Jaime, con un exceso de énfasis, “por el bien de todos”. A pesar de que hay cinco mujeres en la tripulación, los retretes son unisex. El pequeño camarote del capitán es el único lugar que concede privacidad. Luego están los de los oficiales y suboficiales, verdaderas lecciones de aprovechamiento del espacio. Lugares aún más espartanos para la marinería, la cocina, la “cafetería” (un armario con una cafetera de la que te puedes suministrar todo el café que quieras), y un rincón donde se permite fumar, y donde digo yo que debe haber cola si te lanzan cargas de profundidad. Al pasar ante lo que me pareció un pequeño intercomunicador no pude reprimirme de musitar: “Avisen a Kowalski”.
A proa, en la sala de torpedos hay uno de esos peligrosos trastos, sin armar, y se acumula distinto material estibado, como las mochilas de la tripulación y una red llena de rollos de papel de váter. Sobre los tubos están las colchonetas en las que duerme la marinería. Me estiré en una: la de arriba quedaba a un palmo de mi cara. Nos cruzamos a dos alféreces, obligados a pegarse tanto para pasar como si bailáramos un lento (“esto es una vocación, sí”). Hay espacios del submarino que Jaime advirtió que no debíamos fijarnos mucho pues contienen material reservado, códigos y eso. En todo caso, no localicé la máquina Enigma. En popa están los motores, en un ambiente en el que parece que se esconda Alien, y a su alrededor también muchos de los suministros como grandes cantidades de latas de cerveza y de refrescos. Junto a un mamparo se veía a alguien estirado en el suelo, en situación bastante penosa: pero no era yo, sino Óscar, el baqueteado muñeco que se usa en los simulacros de salvamento.
Volvimos al centro y ascendimos por dentro de la torreta, al salir al puente abierto encontramos al comandante y al segundo en unas sillas en lo alto. El submarino estaba ya navegando, aunque desde dentro no lo habíamos percibido. Aproveché para preguntarle a Piñero, nuestro Marko Ramius, si no había crisis de claustrofobia durante las misiones. “Nunca me he encontrado con el caso de tener que desembarcar a algún tripulante por eso, en los cursos de preparación se detecta si alguien puede tener problemas; normalmente es él el que entonces levanta la mano y dice ‘esto no es lo mío’”. Estar metidos 66 personas (la dotación habitual) en 130 metros cuadrados, rodeados de un medio hostil como es el mar, y la situación de confinamiento tienen efecto por supuesto en el estado de ánimo, pero la camaradería, señaló Piñero, ayuda a combatir lo que llaman “la mamparitis”. Además es un servicio voluntario y muy vocacional. ¿Cuál es el momento más feliz para un comandante? “Para mí, la llegada a puerto tras una misión bien hecha, y reunirte entonces con los tuyos”. ¿Y el peor? “Cuando has de comunicarle una mala noticia a un tripulante, el fallecimiento de un familiar o una enfermedad grave. Tratas de ayudar a la persona, pero a veces estás lejos de puerto y no hay forma de desembarcarle”. El Tramontana es el submarino de la flotilla que ha sufrido la situación más grave, con una vía de agua a 300 metros de profundidad, en 2008. “Lo pasaron bastante mal, pero todo el mundo hizo lo que tenía que hacer y se resolvió”. Entonces Piñero no estaba. Él no ha tenido ninguna situación de decir “¡Dios mío!”.
Con toda su maravilla, el Tramontana, como lo eran el Nautilus, y los U-Boots, es una máquina de guerra. Su función última es hundir barcos, lo que provoca que se ahoguen otros marinos. ¿Cómo se lleva eso? “Es una pregunta difícil, y en realidad creo que todos esperamos no enfrentarnos nunca a ese dilema, que la disuasión evite un enfrentamiento abierto. Hay un caso relativamente reciente que se cita a menudo, el hundimiento del Belgrano argentino por el sumergible HMS Conqueror británico en Malvinas en 1982. Varios de los submarinistas británicos hicieron declaraciones de arrepentimiento a lo largo de las décadas siguientes, pero allá por 2012 el Segundo Comandante del Conqueror, entonces ya vicealmirante, decía estar convencido de haber hecho lo correcto y no arrepentirse en absoluto. Y es indudable que esta acción tuvo un efecto decisivo en la guerra: la Armada Argentina se retiro a sus bases (excepto sus propios submarinos) y la balanza se inclinó del lado británico. Pero personalmente creo que cualquier submarinista, independientemente de que actúe con el convencimiento de hacer lo correcto para el cumplimiento de su misión, arrastraría con él el profundo pesar de haber acabado con la vida de otros marinos”.
No todos los días tienes la oportunidad de hablar de lecturas marítimas con un comandante de submarinos mientras estás en la torreta de su nave. Traté de no mencionar Mar cruel y La odisea del Ulysses. “¿Mi libro favorito? El iniciático Así fue la guerra submarina, de Harald Busch, un testimonio de uno de los submarinistas alemanes que combatieron en la Segunda Guerra Mundial, me lo recomendó un compañero de la academia naval. Gusta mucho a bordo Ataúdes de acero, siempre ves a alguno de los nuevos leyéndolo. Más denso, pero con una buena visión de conjunto es el libro del propio almirante Doenitz, el jefe de los submarinos, Diez años y veinte días. Pero para no citar sólo libros de submarinistas alemanes (aunque son la referencia clásica), es muy bueno uno que leí de adolescente y que era de mi abuelo, ¡Submarino…! De Edward L. Beach, el comandante del Trigger estadounidense, sobre las hazañas de los sumergibles de EE UU en el Pacífico”. El Tramontana, en el que se lee mucho, mantiene una pequeña biblioteca en papel —no comparable a la de Nemo— pero la tripulación lee sobre todo en Kindle; para móviles y tabletas no hay restricciones a bordo (básicamente porque no hay cobertura de red). Se ven películas de submarinos también. “Ahora en dispositivos portátiles, pero las habíamos visto en la red interna, dos al día. Aquí se considera la obra maestra Das Boot por su realismo, y también tiene éxito La caza del Octubre Rojo. Pero hemos visto de todo”. Han visto incluso la peli del Kursk, que ya debe ser experiencia cuando estás sumergido. El submarino favorito de Piñero, aparte de los U-Boot alemanes, especialmente los míticos modelos Tipo VII C, es el USS Tritón, que hizo la circunnavegación del globo.
La intimidad del submarino permitió preguntar al comandante por la leyenda de la ropa interior negra. “No, no, aquí cada uno lleva la que quiere. Es cierto que hay que calcular bien las mudas en las misiones largas, dado el parco régimen de duchas. Pero en la ropa interior, no nos metemos. También es verdad que si ves los uniformes, son azul oscuro y permiten disimular mucho”.
El Tramontana apuntaba al horizonte, donde había mar gruesa y mucha aventura (aunque a mí me desembarcarían a una embarcación de apoyo por la aleta de estribor en una delicada operación tipo la que llevaba a Jack Ryan al USS Dallas pero al revés, y salvando las distancias). En el recuerdo queda la imagen imborrable de un sueño cumplido: navegar en la torreta de un submarino de combate, aire salado en la cara, gente valiente alrededor; una mano aferrada al frío metal y la otra en la mochila, acariciando el lomo de mi viejo ejemplar de Juventud de 1968 de Así fue la guerra submarina. “Uno se encuentra de repente con el alma desnuda y el rostro al viento. Sólo entonces se nos ofrece la oportunidad, que nunca antes se nos había presentado, de ponernos verdaderamente a prueba”.
Babelia
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