Navidad con submarinos
Podría parecer que estas fechas navideñas tienen poco que ver con los submarinos. Sin embargo, Jim Church, buceando en el atolón de las Bikini, se topó con el sumergible USS Apogon, hundido en la II Guerra Mundial al ser embestido por una corbeta japonesa, y su torre cónica, en la que había florecido una colonia de coral, le pareció un árbol de Navidad. Un auténtico abeto decorado, aunque lógicamente no muy grande, llevaba a bordo la tripulación del alemán U-123, que celebró la Navidad de 1941 en pleno crucero de batalla contra los Aliados, a 50 metros de profundidad, mientras el mecánico de la sala de control tocaba el acordeón y se servía ponche a los marinos junto a los torpedos.
Los sumergibles nazis y la batalla del Atlántico quizá no parezcan tema para estas fechas, pero proporcionan ideas para viajes y regalos
La información sobre el U-123, que, mandado por el capitán Hardegen, tuvo en esas fiestas a vista de periscopio la noria de Coney Island y el resplandor de Nueva York, la he sacado de un libro formidable que leo en estos entrañables días, La batalla del Atlántico, de Andrew Williams (Crítica), lo mejor que se ha publicado sobre la epopeya y tragedia de la lucha entre convoyes y submarinos desde la novela Mar cruel, el gran clásico que rescató en 2000 Península. Lo más conmovedor del libro de Williams es que hablan los propios protagonistas de aquellos terribles episodios. Así he sabido que en el U-110 -el submarino al que el destructor británico Bulldog le arrebató la máquina codificadora Enigma- un joven operador de radio que ya había abandonado el buque averiado regresó a bordo jugándose la vida no para destruir el vital ingenio y sus códigos secretos (con lo que podía haber cambiado el curso de la guerra), sino para recuperar un librito de poemas que le había regalado su chica. Está también en el mismo libro la historia del U-570, el submarino que se rindió a un avión, y la de mi capitán favorito, Oscar Kusch, del U-154, que ponía a bordo discos prohibidos de músicos judíos, retiró el preceptivo retrato de Hitler y afirmaba que al Führer le faltaba un tornillo (lo denunciaron por alta traición y lo fusilaron en 1944).
La mejor historia de la batalla del Atlántico que conozco no se la debo, sin embargo, a Williams, sino a mi inasequible al desaliento profesor de inglés, Mike. El suegro de Mike, cuyo barco fue torpedeado por un submarino nazi, se vio flotando solo en medio del océano, cuando oyó los gritos de un superviviente de otro navío aliado hundido: nadó hasta él para descubrir que ¡era su hermano!; ninguno de los dos sabía que el otro estaba en el mismo convoy.
Los submarinos ejercen sobre mí una irresistible atracción. Regreso periódicamente a ellos al igual que Mahlke, el protagonista de aquella preciosa novela de Günter Grass, El gato y el ratón (Alfaguara), buceaba hasta el dragaminas polaco Rybitwa, semihundido en la bahía de Danzig, para refugiarse en él con su lechuza disecada, sus libros y sus sueños. Ahora vuelvo por Navidad, como un regreso ad uterum bajo el mar que me permite afrontar las fiestas.
Este año he podido visitar en Francia una antigua base de submarinos nazi, en La Pallice, junto a La Rochelle. Estaba vacía, claro, pero emanaba de ella una atmósfera opresiva compuesta de cemento, hierro herrumbroso y maldad vieja. Un agua espesa y pringosa lamía los muelles con un amenazador sonido de succión y centenares de palomas sucias se arrullaban entre la masiva estructura.
Del desolado paisaje portuario de La Pallice, acotado por una gran esclusa, zarparon los submarinos de la Unterseebootsflotille 3 Lohs para sembrar la destrucción en el océano. El recuerdo de los estilizados depredadores sigue presente e infesta las olvidadas instalaciones y el ánimo del visitante. No es un sitio muy concurrido. En un muro que apestaba a orines pude ver un par de esvásticas, una runa odal y algunos lemas neonazis poco edificantes. Deambulé sobrecogido por la base. Era un lugar hecho para sembrar desde él una violencia perversa y algo de eso había quedado prendido en los ásperos muros, que exudaban una sustancia oscura y viscosa. Tratando de pensar en algo alegre, tarareé Lilí Marlen, lo que despertó un eco que me pareció un coro de tripulaciones ahogadas.
El dintel de las enormes entradas de los apriscos de los submarinos conserva restos de la pintura de camuflaje. Los muelles interiores donde reinaron otrora el alegre bullicio de la carga de torpedos y el oscuro chapoteo de los monstruos metálicos parecen esperar aún el regreso de una última patrulla. Acaso los hundidos U-82 y U-332, dos lobos grises que tenían su cubil aquí. O quizá un todavía más viejo submarino fantasma, como el legendario UB-65, el único, que yo sepa, que fue exorcizado: en 1917, por un pastor luterano.
De hecho, los submarinos del III Reich volvieron a La Pallice: conjurados por el cine. La vieja base fue el escenario elegido para el rodaje de las escenas iniciales y finales de Das Boot (1981), la famosa película de Wolfgang Petersen. Para el filme, que transcurre en 1941, se construyó un submarino en Alemania y se trasladó desmontado a La Rochelle. Ese sumergible y la vieja base de La Pallice fueron empleados también para las escenas en que los nazis se llevan el arca perdida en la primera entrega de las aventuras de Indiana Jones...
Para esta Navidad con submarinos proyecto varias actividades: está por ver si las niñas quieren acompañarme a otra base, la de Lorient, que conserva unas instalaciones tan estupendas como La Pallice. Siempre puedo engañarlas diciéndoles que vamos a Disneyland París. Quizá visitemos también el circuito de viejos bares en que se emborrachaban las tripulaciones: el Cecilia de Brest, el Astoria de Saint-Nazaire y el Lilibelle de Gotanhofen. De momento, me he comprado para obsequiarme a mí mismo una antigua edición de las memorias de Prien, el capitán del U-47 (El camino de Scapa Flow, Editora Nacional, 1941), y, en Juguetes Palau, una estupenda maqueta para armar de su submarino. Ambos regalos están ya bajo el árbol de Navidad. Ardo en deseos de sumergirme.
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