En el submarino ‘Kursk’ real las cosas fueron peor que en la película
La tripulación del sumergible ruso hundido sobrevivió mucho menos tiempo que en el filme de Thomas Vinterberg
La única vez que he estado a bordo de un submarino ruso no se hundió, lo que puede verse como un golpe de suerte vista la abundancia de percances en esos sumergibles. Mi submarino era el B-515 (a veces referido como U-434) clase Tango según la nomenclatura de la OTAN, un clásico sumergible de ataque armado con 24 torpedos y movido por motores diésel-eléctricos, a caballo entre la vieja clase Foxtrot y los Víctor de propulsión nuclear. Parecía un enorme tiburón gris (92 metros de eslora) y, después de una vida en la flota del norte dedicado al espionaje y al juego del gato y el ratón con los submarinos estadounidenses, estaba amarrado en el puerto de Hamburgo, frente al mercado de pescado de St. Pauli, donde permanece desde 2010 como museo flotante, incapaz, gracias a Dios, de sumergirse.
La visita, que compartí con un grupo de turistas rusos ebrios que se empeñaban en tratar de pasar por las estrechas escotillas al mismo tiempo que yo (y ofreciéndome de beber), fue excitante pero también sobrecogedora, y dolorosa: es increíble la cantidad de cosas con que puedes golpearte en un submarino, sobre todo si te coge claustrofobia y tratas de ir rapidito.
Recordaba el otro día la experiencia durante el angustioso pase privado de la película Kursk, ahora ya en cartelera, que me regalaron los amigos de la distribuidora A Contracorriente Films en sus oficinas barcelonesas. Ya llegué algo alterado porque es un tercer piso y el ascensor, muy estrecho y agobiante, sube con exasperante lentitud y yo iba pensando en el submarino argentino ARA San Juan, hallado pocos días antes. Me instalaron en una salita y me pusieron al día de la película, subrayándome que hay escenas muy crudas y pidiéndome que si escribía del filme no dijera que al final mueren todos porque se ve que hay gente que en el cine, durante la proyección, alberga esperanzas de que se salven los protagonistas, como si confundieran el Kursk con el Poseidón. Me pareció extrañó porque es como confiar en que al final de El hundimiento (y valga el título) se salven Hitler o los hijos de Goebbels. Aunque es verdad que en el filme U-571 se pasaban por el forro la historia y hacían que fueran los estadounidenses y no los británicos los que conseguían una máquina Enigma.
En fin, yo no podía engañarme a mí mismo y sabía que la visión de Kursk iba a hacerme pasar un buen mal rato, así que me arrellané en un sofá (no sin sentarme encima de mi mochila, como hacen los marinos rusos con sus petates para conjurar la mala suerte: no es que les sirva de mucho) y me dispuse a sufrir solidariamente como un marinero más. De mi estado ansioso da fe que antes de dejarme solo me encendieran una lamparita de mesa y me ofrecieran agua, aunque lo suyo hubiera sido vodka.
La película está muy bien, una tremenda aventura. En estas mismas páginas Gregorio Belinchón ya ha señalado lo curioso y enervante sin embargo de que se escamotee en la función la presencia de Putin, a la sazón presidente de Rusia cuando el Kursk se hundió y que prefirió irse de vacaciones veraniegas a su dacha en el Mar Negro antes que tomar las riendas de la crisis. La trama se toma otras licencias menos políticas y habituales en estos casos para pergeñar una peli de submarinos muy clásica: cuando el sumergible empieza a explotar y saltan chispas, entra agua, todos se dan coscorrones con los mamparos, los manómetros y las válvulas y alguien grita por el intercomunicador “¡nadie responde en la sala de torpedos!” igual podrías estar a bordo del Kursk que del U-96 de Das Boot, el Octubre Rojo de Marko Ramius, o el mismísimo Seaview del capitán Crane y el marinero manitas Kowalski (que probablemente hubiera podido hacer un apaño en el sumergible ruso). Un inciso para apuntar mi frase de submarinos preferida, que no es “¡Arriba el periscopio!” o “Prepare to ventilate the boat!” sino “Giant squid stern, sir!” y que pronuncia el contramaestre del Nautilus para avisar a James Mason/ Nemo de que se acerca un calamar gigante de la leche.
Es curioso también que, como ha señalado en su crítica de la película Javier Ocaña, Kursk empiece con una fiesta como Das Boot, igualando de alguna manera a submarinistas nazis y rusos, aunque los segundos brindan en la película con sus familiares y los primeros en la suya con señoritas francesas. Uno no sabría decir si, aparte de las señoritas francesas, que son un punto, hubiera preferido estar en un submarino ruso de la Guerra Fría y sus postrimerías o alemán de la II Guerra Mundial (o ya puestos en uno argentino de ahora mismo). Todo parece horrible. La ventaja de los alemanes es que aunque también solían morir mogollón (un 70% de las tripulaciones de submarinos se quedaron allá abajo) al menos no tenían que temer las radiaciones: recuérdese a los esforzados marinos soviéticos de K-19, lívidos y vomitando. También es verdad que entre sus muchas capacidades de recreo, incluidos solárium y sauna (aparte de los reactores nucleares), el Kursk tenía piscina (no sale en la peli).
Los psicólogos habían prevenido a los buceadores de que no mirasen a la cara a los muertos, que flotaban por los compartimentos arrasados. Algunos estaban tan carbonizados (la temperatura en el centro de las explosiones ascendió a 8.000 grados) que eran en parte esqueletos.
Kursk, el filme, alarga el sufrimiento de los tripulantes porque, claro, de no hacerlo no tendríamos película. En el desastre real (véase el canónico y detalladísimo Kursk, Russia’s lost pride, de Peter Truscott, Simon & Schuster, 2002) todo parece haber sido muchísimo peor, más rápido. La realidad fue sn embargo más piadosa que el cine, por así decirlo, y, claro, mucho menos cinematográfica. El submarino nuclear Kursk K-141, clase Oscar II para la OTAN, un monstruo de 154 metros (el tamaño de dos Jumbos juntos) con una altura de una casa de cinco pisos, destinado a la lucha contra los portaviones, se hundió en el mar de Barents el 12 de agosto de 2000 al estallarle a profundidad de periscopio un obsoleto torpedo de prácticas reciclado que iban a lanzar durante unas maniobras de la flota (hay que recordar que el Kursk había estado el año antes en el Mediterráneo, así que te lo podías haber encontrado emergiendo en Formentera). Dos minutos y 15 segundos después, con el buque ya en el fondo, a 108 metros, hubo una segunda explosión al reventar más torpedos a causa de la primera.
La mayoría de los 118 tripulantes (incluido un ingeniero civil que debió de pensar que el viaje era un planorro, y, creo, he de comprobarlo, varios gatos) murieron en el acto en esas dos explosiones. Y los que quedaron, menos de 40, y pudieron refugiarse en el famoso compartimento nueve, en la popa, tampoco sobrevivieron mucho más, unas horas. Eso no quita que los rusos, angustiados por la pifia y temerosos de que occidente metiera las narices en sus secretos navales (el Kursk era su submarino más avanzado, el último grito, y portaba una veintena de los secretísimos misiles SS-N-19 Granit, una presa suculenta para la CIA) gestionaran fatal e inhumanamente la catástrofe, mintiendo como bellacos; pero seguramente nadie, ni la ayuda internacional, denegada al principio, hubiera podido hacer nada por las vidas de los submarinistas.
En la película dan mucho juego los intentos de rescate fallidos con los ajados minisubmarinos rusos –que llegaron cinco días después del hundimiento, cuando ya todos los del Kursk estaban muertos-, los golpes periódicos de los atrapados para señalar que aún están vivos, la vida que se escapa inexorablemente allá abajo mientras pasa el tiempo. Es cierto que como suele ocurrir hubo quien dio lo mejor de sí mismo en ese infierno y se produjeron actos de gran valor: los 15 hombres del compartimento de reactores se sellaron dentro para impedir una fuga de radiación, y algunos (como el oficial Dimitri Kolesnikov) trataron de poner orden en medio de aquel caos e incluso escribieron mensajes para la familia (se recuperó una nota con el cadáver de Kolesnikov). En todo caso, los que se salvaron de las explosiones solo postergaron su muerte un rato y pasaron los últimos momentos mojados y a oscuras, respirando cada vez peor y sabiendo que no se salvarían.
El último grupo parece haber estado compuesto por 23 marinos, cuya muerte llegó, como en el filme, al explotarles el mecanismo de regeneración de oxígeno. Las autopsias fijaron sus muertes en la tarde-noche del mismo 12 de agosto. Fuera como fuese, el Kursk no tardó más de 8 horas en inundarse completamente.
El momento culminante de la película, como lo fue en la vida real, es cuando los rescatadores (en realidad un grupo de buzos de gran profundidad noruegos y británicos, el 21 de agosto, y, meses más tarde rusos) y nosotros con ellos, pueden finalmente echar un vistazo al interior de la gran tumba en que se ha convertido el devastado Kursk. Los psicólogos habían prevenido a los buceadores de que no mirasen a la cara a los muertos, que flotaban por los compartimentos arrasados. Algunos estaban tan carbonizados (la temperatura en el centro de las explosiones ascendió a 8.000 grados) que eran en parte esqueletos. Al capitán Liachin, apodado Batia (papi), lo identificaron solo por la chaqueta. Finalmente, cuando en un alarde tardío de ingeniería se logró sacar la mayor parte del Kursk del agua y llevarlo a dique seco, solo quedaron por identificar tres de los 118 tripulantes.
Es difícil sacar alguna conclusión positiva del hundimiento del Kursk, aparte de que es mejor no embarcarse en un submarino ruso, ni aunque sea muy grande, si puedes evitarlo.
Babelia
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