Un depredador cruel y desafortunado
La muerte, escribió Baudelaire, es un viejo capitán. En su larga y terriblemente fructífera carrera de comandante de submarinos, el kapitän zur see Wolfgang Lüth, cruel y eficiente escualo de la Marina de Hitler, encarnó a la perfección el papel de muerte para decenas de marinos que vieron cómo el navegante nazi obraba el prodigio de transformar el agua en sangre.
Depredador despiadado y fanático que tenía por costumbre dejar a merced del mar a los náufragos de los buques que hundía con saña (y que además odiaba el jazz), Lüth fue, en cambio, un estricto moralista en lo que atañe al sexo: prohibía a sus tripulantes, a los que trataba con paternalismo, visitar los burdeles y les tiraba al agua las fotos de chicas de calendario ligeras de ropa. También era un escrupuloso hombre de familia que invitaba a sus oficiales a escribir a las novias, vigilaba estrechamente la fidelidad de los casados y obligaba a celebrar a bordo el día de la madre.
Lüth prohibía a sus tripulantes visitar los burdeles y tiraba por la borda las fotos de chicas ligeras de ropa que les confiscaba
"¡Te has cargado al jefe!", le espetó horrorizado el oficial de guardia al marinero de 18 años que acababa de cepillarse de un certerísimo tiro al comandante
Wolfgang Lüth, como se ve un tipo raro donde los haya, hurtó su cuerpo a la tumba líquida que el destino deparó a la mayoría de sus colegas, pero sólo para sufrir una de las muertes más absurdas que quepa imaginar -incluida la del capitán del U-203, Rolf Mützelburg, que se mató en 1942 de un golpe contra su propio submarino al lanzarse descuidadamente desde la torreta para darse un baño-.
Lüth, segundo en la lista de los grandes ases de submarinos alemanes -hundió 50 barcos, con un total de 230.000 toneladas- y, al mando del U-181, responsable de una de las más aventureras singladuras de la II Guerra Mundial (203 días en el mar), falleció estúpidamente en tierra una semana después de acabada la contienda, abatido accidentalmente por un centinela al que él mismo le había dado las órdenes de disparar.
"¡Gottlob, ¿qué has hecho?! ¡Te has cargado al jefe!", le espetó horrorizado el oficial de guardia al marinero de 18 años que acababa de cepillarse de un certerísimo tiro -digno de aplauso en otras circunstancias-al célebre comandante. El pobre Matthias Gottlob no había hecho aquella oscura y tormentosa noche del 13 de mayo de 1945 más que cumplir con su deber, y así lo hubo de reconocer el tribunal que lo juzgó. El propio Lüth había ordenado a los centinelas que vigilaban el cuartel general del almirante Doenitz, a la sazón convertido en el nuevo führer de Alemania tras la muerte de Hitler, disparar a quienquiera que no acertara a dar la contraseña.
Pasada la medianoche, una sombra hamletiana había aparecido ante el joven guardia. "Halt! Wer da?". Alto, quién anda ahí, gritó tres veces. Nadie contestó; así que, asustadísimo, el chico alzó su fusil y disparó un único tiro, que fue a impactar en medio de la frente de Lüth -una frente impresionante la del calvo comandante, todo hay que decirlo-.
De origen báltico (nació en Riga en 1913), casado y con cuatro hijos, Wolfgang Lüth era un pedazo de nazi, como no duda en advertir su mejor y más reciente biógrafo, Jordan Vause (The story of Wolfgang Lüth, Naval Institute Press, Annapolis, 1990), autor además de uno de los libros imprescindibles sobre los submarinos alemanes, Wolf (Airlife, 1997).
Ni excesivamente brillante ni valiente, capaz de una repentina agresividad mezquina y algo tramposillo (aumentaba el tonelaje de los barcos que hundía), Lüth no era ni siquiera fotogénico, como sí lo fueron sus camaradas Kretschmer, Schepke o Prien, el torito de Scapa Flow. De hecho, Lüth era rotundamente feo: con los incisivos tan separados que le cabía un lápiz en medio; además acostumbraba dejarse durante las patrullas una extravagante barba bíblica a lo Ahab. El éxito de su carrera se basó en la suerte (le destinaron por largo tiempo al lejano Índico, una zona menos peligrosa que el Atlántico Norte, el verdadero centro de la guerra submarina), en los apoyos que le granjeó su tan repulsiva como inquebrantable fe nacionalsocialista y en la paulatina desaparición de sus competidores por la fama, los otros ases.
Ropa interior negra
Lüth había ingresado en el arma submarina, la U-Bootwaffe, en 1937, y enseguida le cogió gusto, vaya usted a saber porqué, a esa vida tan ardua, constreñida, peligrosa y pestilente (baste con decir que la ropa interior reglamentaria de las tripulaciones era negra, y no para seducir, qué va, sino para que se notara menos la suciedad).
Lüth, que alcanzaría la fama en sus dos largos cruceros con el U-181 en la costa oriental de África, desarrolló una curiosa teoría del liderazgo a bordo de los submarinos basada en que lo primordial es mantener entretenida a la tripulación. Con ese fin, organizaba a bordo todo tipo de actividades, desde concursos de poesía hasta cursos de identificación de pájaros. Menos edificantes eran las charlas en las que el comandante ponía verdes a los judíos. Cada hundimiento era motivo de fiesta y Lüth consideró que hizo mucho por evitar el aburrimiento la ocasión en que, cerca de Madagascar, un tiburón casi se zampa al esforzado marinero Josef Dick mientras trataba de arreglar desde el agua las hélices del submarino.
Cosa extraña en un hombre de mar, Lüth nunca mostró la más mínima emoción por destruir barcos y matar marinos. "Era como si no le importara en absoluto", dijo uno de sus oficiales. Vause, su biógrafo, se detiene particularmente en un episodio significativo: la minuciosa, perversa e innecesaria destrucción del bellísimo velero de tres palos Notre Dame du Chatelet, que Lüth redujo por puro gusto a palillos con el cañón de a bordo y negándose a darle el torpedo de gracia en un gesto de salvajismo indigno, más propio de un pirómano que de un marino de guerra.
El capitán que quitó el retrato de Hitler y el sumergible fantasma
EN EL PRÓLOGO a las memorias de Heinz Schaeffer, el comandante del U-977 al que se colgó la leyenda de haber llevado a Hitler, Eva Braun y Borman a Argentina, Nicholas Monsarrat, el autor de Mar cruel, subraya la naturaleza intrínsecamente maligna, pese a su glamour, de la fuerza submarina alemana. Lüth es un representante de ello, como lo es Heinz Eick, el comandante del U-852 que ametralló en al agua a los supervivientes del vapor Peleus. Pero hay excepciones. Es el caso de Oskar Kusch, el capitán del U-154 que fue juzgado por cobardía, sedición y derrotismo y fusilado. Kusch, el Stauffenberg del mar, retiró de su submarino, con recochineo, el preceptivo retrato de Hitler. Le denunció su segundo de a bordo, Ulrich Abel, todo un Caín.
Otro capitán que se hace simpático es Helmuth Neuerburg, del U-869, que prohibió el saludo nazi y trató de evitar que su navío entrara inútilmente en batalla, aunque lo hundió con su propio torpedo en un caso de inaudita mala suerte. El U-869 es el sumergible fantasma protagonista del sensacional relato real Tras la sombra de un submarino (RBA, 2005), en el que Robert Kurson reconstruye la gran aventura de su hallazgo, exploración e identificación.
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