‘Moby Dick’ y las sirenas
Hay una única mención a las criaturas legendarias en la novela de Melville, a excepción de Starbuck, claro
A menudo vuelvo al mar y a Moby Dick. En la novela de Melville, la negra tragedia del melancólico barco, siempre encuentras emoción y un raro consuelo (aunque solo sea el de no pertenecer a la tripulación del Pequod), y en cada lectura doy con cosas nuevas. No sé qué me ha llevado estos días a embarcarme otra vez, petate y arpón al hombro: una vaga nostalgia, una semana embarrancado por la covid (afortunadamente no en la posada El Chorro de New Bedford con un caníbal tatuado al otro lado de la cama), el haber visto con mis propios ojos en un astillero de Ferrol el triste casco devastado de La perla negra, el velero naufragado frente a Chipiona; o la imagen en la televisión del rorcual pegando un salto frente a la costa del Garraf… También el haberme hecho con un maravilloso libro pop-up, lo que antes llamábamos troquelado o desplegable, sobre Moby Dick, con “ingeniería de papel” de Gérard Lo Monaco e ilustraciones en linograbado de Joelle Jolivet (Chronicle Books, San Francisco, 2019), comprado por una pasta —que la vale— en Laie. Me he pasado largas horas asomado al teatrillo, inmerso en su magia tridimensional y recordando mis noches en blanco en Nantucket acodado en la ventana en la habitación en el hotelito Jared Coffin House (es normal tener insomnio en un sitio que lleva la palabra ataúd en el nombre, aunque a Ismael le salvara la vida el de Queequeg).
El caso es que he tomado mi viejo ejemplar baqueteado de la novela (la edición de Planeta de 1976 con traducción y notas de José María Valverde) y, con el telón de las imágenes del desplegable (la ballena con su cola alzada como un campanario de mármol), me he zambullido en él reconfortándome con su épica prosa y con todos esos pasajes que forman parte de nuestro acervo: la escena en que arponeros y marineros cantan en el castillo de proa “adiós para siempre dama española” (sí, la canción que Spielberg puso en boca de Quint en Tiburón), el momento en que Pip, pobre muchachito de Alabama, pide al gran Dios blanco que le salve “de todos los hombres que no tienen entrañas para sentir miedo”, el del sacrílego bautismo de los arpones con sangre pagana, el del pálido fuego de San Telmo, y el de la lágrima de Ahab cayendo al mar; el capítulo de la blancura de la ballena, las tres jornadas de su caza o las dos veces en que Starbuck dice aquello de “ah mi capitán, mi capitán” (capítulos 132 y 135), tan similar al verso “oh capitán, mi capitán” que haría inmortal Walt Whitman 14 años después en su célebre poema dedicado a la muerte de Lincoln. ¿Se inspiró Whitman en Melville? Melville desde luego se inspiró en Shakespeare: las engañosas profecías de Fedallah son puro Macbeth, las dudas de Starbuck, hamletianas, y los monólogos de Ahab cien por cien isabelinos, como recalcó el gran Charles Olson (Llamadme Ismael, Siruela, 2020).
No recordaba que a Ahab (que por cierto es un “viejo” que solo tiene 58 años en la novela) se le parte la pata artificial hecha con marfil de cachalote en su segundo ataque contra Moby Dick y el carpintero de a bordo le hace otra, esta sí de madera, de la quilla de la lancha destrozada del capitán. Ni tampoco que al mismo Ahab se le lleva el sombrero un ave marina.
Pero lo más sorprendente de esta nueva lectura ha sido descubrir que en Moby Dick hay una mención a las sirenas. Nunca había reparado en ello. Es verdad que se estableció una relación artificial entre la novela y las legendarias criaturas al escoger como logo la cadena Starbucks (denominada así por el primer oficial de la tripulación de Ahab) una sirena, pero eso fue una casualidad. La mención directa a las mujeres acuáticas en el libro es en el capítulo 126. En él se nos cuenta cómo al navegar en la oscuridad que precede al alba junto a unos islotes rocosos en el Pacífico, al este de las Salomón, los tripulantes del Pequod se sobresaltan al escuchar un grito “plañideramente salvaje y sobrenatural”. Unos, “la parte cristiana o civilizada de la tripulación, dijeron que eran sirenas, y se estremecieron”, mientras que los arponeros paganos permanecieron impertérritos. El hombre de la isla de Man, el más viejo de los marineros (y un personaje tan enigmático), declara que los ruidos estremecedores son “las voces de marinos recién ahogados en el mar”. Por su parte, el narrador nos señala que esas islas rocosas que había pasado el barco eran refugio de gran número de focas, “y algunas focas jóvenes que habrían perdido a sus madres, o algunas madres que habrían perdido a sus cachorros, debían haberse acercado al barco, acompañándole, con gritos y gemidos de los suyos, que parecen humanos”.
Poco después, un marinero del Pequod que sube al palo a otear en busca de la ballena cae al agua y desaparece. Y la tripulación especula con que esa muerte ha sido el motivo de los locos aullidos de la noche anterior. Pero al día siguiente se encuentran con el Rachel que les informa de que están buscando a los tripulantes de una de las lanchas balleneras desaparecida tras tratar de dar caza a Moby Dick, incluido el hijo de 12 años del capitán Gardiner. Y el viejo marinero de la isla de Man establece que lo que oyeron desde el Pequod fue los espíritus de los ahogados.
En fin, ahí, queda esa pequeña contribución melvilliana, a la que hay que añadir la posibilidad de que el propio Melville tuviera una experiencia con una sirena. No es nada improbable que el escritor viera la famosa sirena de Fiyi, el célebre fake confeccionado con un mono y un pez que exhibía P. T. Barnum en su museo de freaks en Nueva York en 1841. Otra conexión, esta muy divertida, es el espectáculo teatral de 2009 sobre Moby Dick de la compañía británica Spymonkey, en el que aparece una sirena cantando y bailando de manera bastante salaz ante los arponeros del Pequod.
Para acabar con otra nota de humor, reseñar un capítulo de La baleine dans tous ses états, un personal ensayo literario y viajero sobre los cetáceos, de François Gardé (Gallimard, 2015). En ese divertido capítulo woodyallenesco, un supuesto editor argumenta en una carta a Melville (“cher M. Melville”) su rechazo a publicar Moby Dick. De entrada, le afea el título (“sabemos lo que significa dick”), y le propone otro como A la recherche de la baleine perdue; luego le reprocha el exceso de citas, el que el autor parezca no saber adónde va ni cuál es el sujeto verdadero de la novela; que el libro sea demasiado largo, que la mayor parte del tiempo “no pasa nada”, que el Pequod no hace ninguna escala (“con la cantidad de sitios pintorescos que hay en el Pacífico”), que los diálogos son inverosímiles (marinos, “gens de sac et de corde”, que hablan, le critica, como filósofos o personajes de teatro), que no salen mujeres… Recomienda el ficticio editor a Melville: “Un libro sobre la caza de la ballena puede sin duda interesar, pero escoja un ángulo, y uno solo, y cíñase a él”. Y acaba: “No se descorazone, medite mis críticas, no se deje enredar en no sé qué barullos metafísicos, saque a Ahab del mundo estéril de las teorías y arquetipos”. Podía haberle sugerido, ya puestos, que salieran más sirenas…
Babelia
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