Rodrigo Fresán convierte al padre de Herman Melville en su ballena blanca
El novelista traza en ‘Melvill’ una fascinante biografía fabulada del progenitor del autor de ‘Moby Dick’
Llamadle Rodrigo. Rodrigo Fresán toma asiento en una mesa de la terraza de la librería Central de Barcelona y es imposible no pensar en Ismael. No solo porque estamos aquí para hablar de su última novela, Melvill (Penguin Random House), una elucubración literaria llena de recovecos y guiños que toma como pretexto la figura de Allan Melvill, el padre de Herman Melville (la madre, Maria Gansevoort, añadió la “e” final, por darle empaque al apellido y para escapar de los acreedores), sino porque Fresán mismo recuerda hoy en su aspecto a un marinero del Pequod. Lleva un gorro de lana y una combinación de sudadera y abrigo largo que sugiere aquel extravagante guardapolvo, el grandissimus, confeccionado con el prepucio de una ballena y con el que se reviste el trinchador para su faena de despiece en el capítulo XCV de Moby Dick. Hay además en los ojos del novelista al hablar de su novela una mirada febril (aunque no sea la mejor palabra estos días) de sal y cáñamo, de ballenero enganchado a su presa por cuerdas y arpones, saltando con el bote entre las olas, el famoso trineo de Nantucket (“¡moja la estacha, moja la estacha!”).
Melvill es un artefacto fascinante cargado de emoción y de devoción a la literatura en el que se fantasea con la biografía del progenitor del autor estadounidense (de la que apenas existe material) para construir un gran relato sobre, entre otras muchas cosas, la relación paterno filial, la obsesión (sea por las ballenas, el hielo o los libros), el misterio de la vocación y los complejos caminos de la creación. Los que por allí resoplan son el padre de Melville y la literatura. En el corazón de la novela está un episodio verídico, el cruce a pie por Allan Melvill del helado río Hudson el 10 de diciembre de 1831. Ese hecho es el leit motiv del libro y una idea fija que impulsa vehemente a Fresán (Buenos Aires, 58 años) como al personaje de Ahab la caza de su ballena blanca.
“Ese es uno de los momentos reales de la novela”, señala del cruce del hielo el escritor, que ha comenzado hablando ―para ir entrando en materia― de los aspectos homoeróticos en Moby Dick (y en Melville, con su fijación por Hawthorne), como la relación cuasimarital de Ismael con Queequeg o la auténtica borrachera de espermaceti. Y ha recordado que la vida sexual a bordo de un ballenero debía ser compleja, como mínimo, y que Patricio Pron le contó que en las caravanas del lejano oeste había un oficio que era el de los chicos-mujeres, jóvenes que durante el largo viaje se vestían y hacían de miembros del otro sexo.
La conversación de Fresán, como su novela, es un ir pasando de una idea a otra, en un desbordante mosaico de asuntos, referencias y resonancias. “Escribir la vida real de Allan Melvill es imposible, porque solo contamos con algunos atisbos biográficos”, señala Fresán. “La existencia del padre ocupa normalmente apenas un párrafo en las biografías al uso de Herman Melville, algo más en la monumental de Hershel Parker. Melvill es una página en blanco, y así le he podido adjudicar lo que he querido”. Fresán apunta que en cierta manera ha hecho como su admirado Michael Ondaatje en El paciente inglés, que se inventó la vida de un personaje real, el conde Lászlo Almásy, llenándola de “traiciones gloriosas”. O “David Lean con Lawrence de Arabia”.
Distintas voces
La idea de escribir sobre el padre de Melville, “hermoso perdedor”, es, recuerda el novelista, del protagonista de su libro anterior, La parte recordada, que fantaseaba con escribir una nouvelle acerca del personaje. De alguna manera, Fresán le redime ahora en ese anhelo frustrado.
El libro Melvill se divide en tres partes en las que aparecen distintas voces narrativas que a veces se solapan. En la primera, figuran largas acotaciones a la vida del padre que se atribuyen al mismísimo Herman Melville. En la segunda, habla el propio Allan Melvill, enfermo y atado a la cama, que desarrolla una teoría obsesiva sobre el hielo (glaciología) y que evoca en su “delirio blanco” a un tercer personaje fantasmagórico al que conoció en su Grand Tour por Europa, un individuo de atributos vampíricos. No en balde Fresán es amante del fantástico, lector de Stephen King, de Drácula, de Lovecraft, de El tapiz del vampiro de Suzy McKee Charnas, y lleva bajo el brazo hoy una novela de Tim Powers. En la tercera parte de la novela vuelve a tomar la palabra el autor de Moby Dick para hablar de su vida, de su obra y de su padre, con una fijación necromántica por los muertos.
El texto está lleno de informaciones reales y citas del corpus melvilliano (que el fan de las obras de Melville y de Moby Dick identificará con placer, como la lista de los nombres de los barcos con que se cruza el Pequod). También referencias históricas a la familia del escritor, como las relacionadas con los dos abuelos héroes de la Guerra de Independencia de EE UU, e interesantes especulaciones como que Billy Budd se enraíza en el pesar de Melville por la muerte de dos de sus hijos, o la relación de Bartleby y Kafka, o la suerte del manuscrito perdido. Pero en general Fresán se inventa la vida de Melvill y hasta hace bromas con unas frases de unos cuadernos escolares del personaje que son fragmentos del I wish you were here de Pink Floyd. En la novela, Herman habla de libros que no se habían publicado aún en su época. “Me ha gustado usar datos cronológicamente imposibles, lo que alude a que Melville era un adelantado a su tiempo, ¿por qué no imaginarle visiones fantásticas?”.
Para Fresán, la propia forma de crear de Melville, mistificador de caníbales y ladrón de ballenas (el cachalote del Essex de Pollard), justifica hacer lo que se quiera con él, aunque no está de acuerdo con la opinión de que Moby Dick se le fue de las manos y que la mezcla de géneros y de registros obedezca a que quería hacer otra cosa. “Aunque parezca el Maelström, en Moby Dick todo está bajo control. Controlado en la desmesura. Un libro así tiene la obligación de ser desmesurado”. El mismo Fresán está —lo prueba Melvill— por los desafíos: “Prefiero que haya una voluntad de estilo, aunque fracases, que algo bien narrado sin más. Soy un gran defensor de la complejidad literaria”.
El cruce del hielo
La ordalía fría del cruce del hielo de Melvill remite al del Delawere de George Washington. “Sí, y al del Rubicón de Julio César, pero no es tan épico, es solo un recorrido de 580 metros; sin embargo, me influyó mucho esa imagen del hombre marchando sobre la costra helada, regresando junto a su familia para morir delirando mientras su pequeño hijo lo ve todo y piensa en la blancura de la nieve y el hielo que evoca su padre”. Ahí en el hielo hay otra sombra insoslayable: Frankenstein. De la profusión de notas al pie, Fresán dice que proviene de su querencia por Pálido fuego, de Nabokov.
Puede sorprender que no haya más referencias directas en Melvill a la ballena blanca. ¿Es un vacío premeditado? “Bueno, ya tiene un libro entero para ella”, bromea el novelista. “Y la ballena es el padre, claro”. Fresán añade que no quería que el cruce del río “fuera sofocado por la ballena”.
Para el novelista residente en Barcelona, Moby Dick, “la novela multisimbólica”, es una de las cuatro obras fundamentales de la literatura estadounidense con La letra escarlata, de Nathaniel Hawthorne; Retrato de una dama; de Henry James, y Huckleberry Finn, de Mark Twain. Aunque, matiza, “tanto buscar la gran novela estadounidense y resulta sin embargo que la escribió un ruso, y es Lolita”.
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