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Crítica:EL PAÍS/ Aventuras
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La lucidez apocalíptica de Melville

EL PAÍS ofrece el lunes y el martes, a 1 euro cada una, las dos entregas de 'Moby Dick', una grandiosa novela de aventuras

Manuel Rivas

Comencemos por el final. Ismael, el narrador de Moby Dick, la voz que nos habla al oído como si Herman Melville escribiese con diamante en un vinilo, ese muchacho embarcado en un viaje fatídico, encuentra su bote salvavidas en un ataúd, preciosa propiedad de su amigo, el arponero Queequeg. Arrastrando al barco y a sus hombres, el capitán Ahab se ha ido al fondo con su obsesión, con la ballena blanca, confundidos al fin en un mismo destino y acaso en un mismo ser. Pero Ismael, el narrador, la voz que ha sobrevivido al naufragio, flota en el ataúd y sobre las tablas de su nombre bíblico, aquel que nos remite al hijo de Abrahán y la esclava Agar, aquel que encontró una segunda existencia en la expatriación.

Es importante que Ismael se haya salvado. Lleva nuestro tesoro, algo más valioso que el ámbar gris de las ballenas y tan importante como el esperma de los cachalotes para las lámparas: ¡es el custodio de la historia! Pero es también muy importante esa manera en que sale a flote este Ismael-Melville. Es la prueba dactilar, el ADN de su modernidad. Perspectiva madurada en la mejor barrica de Shakespeare, la de la ironía. De tal manera que, intuyendo que nos desplazamos hacia una tragedia irremediable, advertidos antes de zarpar en la Capilla de los Balleneros por la lucidez apocalíptica del reverendo cascarrabias Mapple (a quien siempre recordaremos encarnado en Orson Welles, en la inolvidable versión cinematográfica que dirigió John Huston), sin embargo, y pese a su fama de extraordinaria "pesadilla", Moby Dick avanza en alegre singladura, llevada por una brisa irónica y, en muchas ocasiones, por humorísticos golpes de remo. Jocosos y desternillantes son los capítulos donde se narran los respectivos encuentros competitivos con el ballenero alemán Jungfraug (Virgen) y con el francés Bouton de Rose (Capullo de Rosa). ¿Y qué decir de las relaciones entre Ismael y el arponero "caníbal" Queequeg , tatuado y fosforescente como Sex Pistol? Ismael nos habla con un guiño de "apretón conyugal", al despertar de la primera noche que duermen juntos.

Avanza, sí, Moby Dick hacia un desenlace trágico, que es a la vez el desarrollo magnífico, vibrante, de la mayor de las ironías, de la que se ha dado en llamar ironía del destino. A esa ironía divina, el capitán Ahab responde con un tozudo desafío, sabiendo, quizás, que el combate está amañado. Y ésa es también, si nos empeñamos en interpretar, una de las posibles interpretaciones de Moby Dick. La de una formidable blasfemia. Uno de los grandes momentos de la literatura universal es ese en que Ahab, que parece va a enternecerse cuando le recuerdan los días suaves y azules de Nantucket y la mano del niño en la colina, aparta la mirada y larga su monólogo que leemos como un conmovedor y fiero adiós: "¿Dormir? Sí, y nos oxidaremos en medio del verdor (...)". Y esto después de agitar los mares con un perturbador interrogante: "¿Quién condenará cuando el propio juez sea arrastrado ante el tribunal?".

Hoy esta novela, aparecida en 1851, forma parte de nuestra mitología. Y al margen del tiempo convencional, como los antiguos relatos protagonizados por Jonás, Ulises o Simbad. Moby Dick es un clásico en el sentido de obra inagotable, en la que siempre descubrimos un cargamento extra, una nueva onza de oro, una botella de licor que el puritano despensero había ocultado al arponero lector. Pero en la época de su publicación, la novela de la caza de la ballena blanca fue recibida con más pena que gloria, y eso que nació en el "momento", en la década en que brota fecunda la literatura nacional en Estados Unidos por la que había clamado Emerson. La fama de Moby Dick se debe a un reconocimiento posterior al fallecimiento de Melville (1819-1891), que murió de aduanero en un relativo olvido, con una existencia final bastante semejante a la de otro de sus ahora célebres personajes, el humilde escribiente Bartleby que trastorna el mundo de Wall Street, el del capitalismo impaciente, con una disculpa simple que tendrá el alcance futurista, ya lo verán, de una revolución ética: "Preferiría no hacerlo".

También en la travesía de Moby Dick como obra hay una cierta ironía del destino. Digamos que salió a flote en el ataúd de Melville. Desde principios del siglo XX se abre paso en la niebla. William Faulkner, por ejemplo, declara que es la novela que le hubiera gustado escribir. Pero Melville, en aquella navegación febril que fue la escritura de Moby Dick, supo que se traía algo formidable entre manos. "¡Dadme una pluma de cóndor!", pide el narrador. La crítica española está hoy enzarzada entre la poesía de la experiencia y el conocimiento. Pues bien, hubo un tiempo en que la crítica norteamericana distinguía con mejor tino entre escritores "pieles rojas" y "rostros pálidos". Herman Melville fue un gran escritor "piel roja". Escribió en la frontera, en el límite. Ismael proclama que se embarca para "ahuyentar la melancolía y regular la circulación". Así escribe Melville la gran aventura marina, la que no se limita a la floritura de los actos, sino que navega de fuera adentro y de dentro afuera, donde el sudario del mar se funde con la piel humana. Y donde el bote de la vida se sostiene sobre un humor capaz de ver que la cola de la ballena es más hermosa que el brazo de un hada.

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