Rumbo norte a las islas Feroe
El eclipse solar del 20 de marzo se podrá ver en toda su magnitud, si el cielo está despejado, en las fabulosas Feroe, islas danesas situadas entre Escocia, Noruega e Islandia
—Maleta a punto. ¿Te había dicho que me encantan los frailecillos?
—Pues entonces deberías volver en primavera, desafortunadamente se han ido ya todos.
—Vaya. Espero que alguno se haya retrasado.
—Ja ja ja, puede que alguno viejo o con mal sentido de la orientación.
—Como yo.
Mi gran ilusión al viajar a las danesas islas Feroe, esas grandes desconocidas en el Atlántico Norte, en plena vieja ruta vikinga, a mitad de camino salado entre Noruega e Islandia, era ver frailecillos. Poco sabía de las islas (que este año se han puesto de moda porque será el lugar del mundo donde, si la nubosidad no lo impide, mejor se verá el eclipse total de Sol del 20 de marzo), a excepción de que estaban lejos, por encima de Escocia, y que albergaban una enorme colonia de aves marinas, especialmente de esos simpáticos pajarillos que en inglés se llaman puffins y que parecen diseñados por la mano de un dibujante de Walt Disney especialmente amable. Resultó que no era época y que no iba a ver ninguno (o casi). Me lo dejó muy claro Súsanna Sorensen, del departamento de Turismo de las Feroe.
—¿Y ballenas?
—Nunca se sabe, pero no te hagas muchas ilusiones.
—¿Auroras boreales?
—Me extrañaría.
Es igual, trataría al menos de ver a la misteriosa mujer foca de Mikladalur.
Procedente de Copenhague, tras sobrevolar mucha agua, descendí del avión en el minúsculo aeropuerto cerca de Sorvágur, en la isla de Vágar, una de las 18 que componen el archipiélago de las Feroe (Foroyar, dicen ellos, islas de las ovejas), unidas por túneles bajo el mar, puentes o ferris. Reinaba la oscuridad y soplaba un viento helado mientras los pasajeros, todos con aspecto recio y bien equipados, excepto yo, caminábamos desde la pista hacia la terminal. La gente hablaba feroés, el idioma local, un descendiente directo del viejo nórdico, así que tenías la sensación de participar en un desembarco vikingo de Ragnar Calzas Peludas o ser un extra de El hobbit. El feroés, que se parece más al noruego que al danés —ahí queda el dato— y carece de gramática, es una de las señas del fuerte sentido de identidad nacional de las islas.
Me recogió Per Hansen, guía local con el que partimos mano a mano en un pequeño automóvil. Enseguida nos adentramos en un paisaje feérico, una naturaleza virginal y abrupta, omnipresente, que pareció tragarnos. Había Luna llena. Me abandoné a una sensación irreal como si entrara en un cuento desplegable. “No es estación de frailecillos”, estaba explicando Per. “Se marchan todos en agosto”. Aquí al frailecillo, esa especie de curiosa mezcla de pingüino y loro, le llaman lundi. Ballenas, “si hay suerte… aunque aquí no están para ver, aquí las pescamos”. Era la primera mención que oía de la sangrienta tradición de caza de cetáceos de las Feroe, en la que profundizaría.
Se ve que para la aurora boreal tiene que hacer más frío, unos cinco grados centígrados. Las islas, pese a estar muy al norte, se encuentran bañadas por la corriente del Golfo y la temperatura nunca baja excesivamente. Mientras recorríamos parajes de una belleza sobrenatural, envueltos en una luz plateada, Per iba respondiendo a las preguntas dispersas que le hacía. “En la II Guerra Mundial murió mucha gente, todos los hogares prácticamente tuvieron un muerto en el mar. Iban a buscar pescado islandés para los británicos, y los submarinos, aviones y barcos de superficie nazis los hundían”. Es una aproximación como otra cualquiera a la historia de las Feroe.
Al visitante le sorprenden los numerosos monumentos, en cada pueblecito, que recuerdan a los ahogados. Dependientes de Dinamarca (pertenecieron antes a Noruega hasta las guerras napoleónicas), cuando los alemanes invadieron el país escandinavo, los británicos hicieron lo propio con las islas, una ocupación amable, amiga (aunque la presencia de 3.000 soldados británicos significó una dura competencia por las chicas), para proteger a sus habitantes. Los alemanes bombardearon las Feroe, sobre las que cayeron una veintena de bombas.
Los faros del coche iluminaban una carretera muy estrecha y serpenteante entre pastos solitarios que se extendían por abruptas colinas sin árboles (en las Feroe no hay bosques y la madera es un material muy preciado). Abajo, el mar rielaba tocado con un velo de neblina. Escarpadas montañas, aunque no muy altas, se alzaban como trolls petrificados. Per me señaló sobre las aguas las impresionantes estacas de basalto llamadas Risin (el Gigante) y Kellingin (la Bruja). No pude reprimir un escalofrío.
No hay animales peligrosos en las islas (a excepción acaso de un ave, el skúa, el págalo grande, que puede ser agresivo si se siente incordiado, y vete tú a saber qué le parece incordiante a un págalo). Ni serpientes ni mamíferos capaces de causar daño alguno, a no ser que choques con una de las rollizas ovejas, los habitantes más numerosos de las Feroe, 70.000, el doble que personas, que viven sueltas por los prados hasta que llegan las temporadas de esquila y de sacrificio. “La lana es nuestro oro”, me susurró Per: una metáfora digna de un poeta escáldico. La plata, claro, es el pescado: el 95% de la exportación de las Feroe (80.000 toneladas de salmón al año).
Túneles y puentes
Pasamos por un impresionante túnel submarino a la isla de Streymoy, la mayor de las Feroe, y por un puente a la de Eysturoy, donde pernoctamos en Gjógv. E</CF>l cielo nocturno parecía adquirir una tonalidad de seda verdosa y me dormí arrebujado en el edredón soñando en auroras boreales. Al despertarme, me asomé a un paisaje de belleza indescriptible. Un minúsculo pueblecito de casas de madera de colores se acurrucaba junto a una pequeña playa frente al mar embravecido, gris y salvaje.
Caminamos bajo una llovizna helada por un acantilado a cuyo pie unas barcas se mecían en el agua. Gordos y lustrosos estorninos punteaban el cielo como notas de un himno agreste. Viajamos hasta Skipanes, en el Skalafjordur, el fiordo más largo de las Feroe, y donde los vikingos amarraban sus naves. Se cree que aquí estuvo su primer asentamiento —la Saga de los Feroeses acredita como el pionero a Grímur Kamban, escapado de la tiranía del rey noruego Harald de Cabellos Hermosos— y pueden visitarse los restos de una casa vikinga, cosa que hago emocionadísimo mojándome bajo la llovizna y recordando la historia de los dos jefes Trondur (al que una desconcertante estatua representa caminando en horizontal sobre una roca, para significar que era mago), y Sigmond, enfrentados —con decapitaciones y esas cosas de vikingos— por si había que convertirse al cristianismo o permanecer fieles a los viejos dioses.
Tras pasar por las ruinas de otra casa vikinga en Leirvik, por otro túnel bajo el agua, de seis kilómetros, cruzamos a la isla de Bordoy y visitamos Klaksvik, la segunda ciudad de las Feroe y su capital pesquera (y su feudo nacionalista). En una playa se celebra en verano un gran festival musical que congrega hasta a 10.000 personas. Recorras los caminos que recorras, en las Feroe siempre acabas ante el mar y unas vistas que te arrugan el alma.
La mezcla de majestuosidad y melancolía es superior a lo que hayas podido experimentar en cualquier otra parte. Yo no había sentido tanta nostalgia en mi vida: era como si una mano fría pulsara mi corazón convertido en un arpa húmeda. No paraba de suspirar. Per asentía encantado porque lo percibía como entusiasmo ante todo lo que me contaba. Con una atmósfera así uno entiende que crean en los álvar, los elfos locales, y haya surgido una artista como Eivor Palsdottir, la Björk de las Feroe, unas islas, por cierto, de formidable tradición musical en la que se editan 40 discos al año.
Dos lustrosos cuervos
Comimos en una antigua casa en Soldafjordur, Uppi i Gordum, regentada por Lena y Jákub Hansen (que estaba pescando), comida tradicional: cordero secado, salmón, sopa de pescado y grasa de ballena (!) con patatas. Per y Lena rieron al ver mis dificultades con la ballena. La ballena piloto, grindahvalur, de ocho metros y dos toneladas, se pesca tradicionalmente en las Feroe. Cuando se la localiza, la noticia corre rápidamente por las islas (los barcos enarbolan un pantalón y antiguamente había un sistema de hogueras y luces en los promontorios) y es una fiesta comunal. Es lo único que puede detener una misa. Se las lleva hasta las playas, a veces hasta un centenar de animales, y allí, en los bajíos, tiene lugar la matanza. No es una escena agradable. Las aguas se tiñen de rojo y el destazamiento se efectúa sobre la arena. La carne se reparte como se ha hecho siempre desde antes de los vikingos.
Este año ya ha habido dos cacerías. Lo habitual es que se maten medio millar anualmente. “Desangrar una ballena es muy dramático, hay que hacerlo muy rápido y brota mucha sangre”, explica Per mientras vuelvo a atragantarme con otro trozo de grasa y casi vomito. Matar a la ballena no es fácil, aunque el sistema es muy rápido: se coloca el cuchillo un palmo detrás del espiráculo (el orificio respiratorio) y se hunde con fuerza cortando la espina dorsal y los grandes vasos. “Muere en el acto”. Para los feroeses, que son conscientes de que eso no les hace precisamente populares hoy día, matar y comer ballenas forma parte de su identidad cultural y nacional. Y luego dicen que los catalanes somos raros. Participa toda la comunidad.
¿Está abierta la actividad a que la presencien los turistas? “Sería imposible esconderla”. Les explico, para estrechar lazos entre países irredentos, que los catalanes tenemos la matanza del cerdo, que presenta la gran ventaja de que no hay que meterse en el agua. Al salir llueve (otra vez), así que tenemos que visitar a la carrera a los dos lustrosos cuervos que viven en el jardín y que parecen guiñarnos un ojo como remedos de Odín.
En Tjornuvik (en la isa de Streymoy), reencuentro con los vikingos. Aquí, en este pueblecito anidado al fondo de un fiordo y con un valle excavado por un viejo glaciar a su espalda, hay un cementerio de los hombres del Norte que casi lamen las olas. Se encuentra junto a la playa de cantos negros y consiste en 12 tumbas del siglo X excavadas en 1950. Es imposible escapar al encanto mágico de las lápidas cubiertas de musgo.
En Saksun, tras pasar un lago en el que unos esforzados pescan el salmón, ajenos a las rachas de aire húmedo, y en el que flota un cisne negro como la sombra de una hechicera, me asombro ante un paisaje en el que una vieja iglesia blanca con tejado de hierba atalaya otro fiordo mientras largas cascadas fluyen de las montañas vecinas. Has de pellizcarte para creer que estás ahí. Al pasar por una granja, retengo la mirada de un enorme carnero negro al que suben a la caja de una camioneta pick uprumbo al sacrificio. Arribamos de noche a Torshavn, “puerto de Thor”, la capital, nuestra base de operaciones los próximos días (en el bonito hotel Foroyar, en lo alto de la ciudad). Aquí viven 20.000 de los 48.500 habitantes de las islas, algunas de las cuales están casi deshabitadas (en Koltur vive solo una pareja).
Al día siguiente recorremos una vieja carretera hasta Kvívik, donde hay unas casas largas vikingas. Existe, me explica Per, el proyecto de construir un poblado vikingo, tipo parque temático, para atraer turismo. Cerca está Leynar, con una playa estupenda para los días de verano en que la temperatura sobrepasa los 20 grados centígrados (no hoy). En un giro de la ruta vemos unos caballos, pequeños y peludos, que se recortan sobre el mar. Las imágenes bellas y bucólicas no dejan de incrustársete en la retina.
En la vieja carretera de las montañas observamos el antiguo cuartel de la OTAN, hoy devenido en la prisión con mejores vistas del mundo. En las Feroe no hay ejército y la policía es la danesa. La criminalidad es casi inexistente. No está clara la procedencia de los feroeses. Los análisis de ADN han mostrado una aportación escocesa, pero probablemente se trataba de mujeres raptadas para colonizar las islas. Ha debido haber diferentes llegadas de población, tanto desde las islas Británicas como desde Escandinavia.
Confiaba en que iríamos a Kalsoy para cumplir al menos uno de mis objetivos: contemplar en Mikladalur, al borde del mar, la contundente estatua dedicada a la misteriosa mujer-foca de una vieja leyenda local —la típica historia de la criatura que se convierte en humana por amor—. La estatua, inaugurada el pasado agosto (en una ceremonia en la que actuó Eivor), es obra de Hans Pauli Olsen, el celebrado (y omnipresente) artista feroés, y representa a la mujer emergiendo de la piel de foca y caminando rotundamente desnuda hacia tierra. El objetivo no confeso es que sea la Sirenita de las Feroe (aunque de mayor erotismo), pero está mucho más apartada que la de Copenhague. De hecho, Per me dijo que perderíamos todo un día para ir a verla. Así que me quedé sin mujer-foca, como sin frailecillos, sin ballenas, sin auroras boreales…
En la capital visitamos el taller de un artesano que fabrica botes tradicionales feroeses a remo que se usaban incluso en alta mar, y en los que esta gente dura era capaz de ir a Islandia y a Noruega. En el puerto amarran viejos barcos de madera y en los muelles, donde se han instalado tiendas de modernas firmas de diseño de ropa, se pueden realizar interesantes compras.
En la zona de Tinganes, que divide en dos el puerto de Thorshavn, se encuentra el lugar en el que se reunió en el año 825 el primer Parlamento feroés, o ting, considerado uno de los más antiguos del mundo. Observo cómo arrían en el ocaso la bandera de las islas mientras pienso en el héroe naval local Magnus Heinason, que construyó las fortificaciones y tuvo una carrera espectacular hasta ser decapitado en Dinamarca en 1598. Este sector de la ciudad es un bonito dédalo de callecitas con establecimientos de música (como Tutl), ropa y la simpática librería local Old Book Shop.
Sin salir de la ciudad visité la vistosa Nordic House, un centro cultural multifuncional del que están orgullosísimos. Y disfruté muchísimo en el Museo Histórico, el mejor de las islas, lleno de informaciones sensacionales y tesoros naturales y arqueológicos, como los bancos de iglesia finamente tallados de la catedral medieval de Kirkjubour y parafernalia vikinga. En una de sus vitrinas pude ver ¡varios frailecillos! Disecados, eso sí, pero frailecillos al fin.
Una visita inexcusable es precisamente a Kirkjubour, que tiene el patrimonio cultural más importante de las Feroe. El conjunto arquitectónico, situado junto al mar, incluye el edificio de madera habitado más antiguo de Europa, del siglo XI, que ocupa la familia Patursson desde hace 18 generaciones; la iglesia de San Olaf, del siglo XII, y la romántica y desolada catedral gótica Magnus, elocuentemente llamada Múrurin, “las ruinas”. El parterre se sujeta con los huesos maxilares de una ballena azul.
Guía
Cómo ir
Información
Atlantic Airways (www.atlantic.fo) vuela a las islas Feroe desde Copenhague por unos 240 euros ida y vuelta. Agencias de viajes como Tierras Polares (www.tierraspolares.es), Arctic Adventure (arctic-adventure.es) y Tuareg Viatges (tuaregviatges.es) organizan viajes que coinciden con el eclipse de sol, que en las islas Feroe será total (aunque hay que tener en cuenta que se trata de un enclave con una previsión de nubosidad no demasiado favorable).
Turismo de las islas Feroe (www.visitfaroeislands.com). Con la información del eclipse y los touroperadores que organizan viajes para verlo.
Visit Torshavn http://visittorshavn.fo
Mykines, el lugar soñado
El último día, camino del aeropuerto, Per me llevó a ver el pequeño Museo de la Guerra de las Feroe (Faroe War Museum) en Midvagur (tienen, entre otras cosas, los restos de un hidroavión Catalina y la hélice de un Junkers Ju 88) y la impresionante costa oeste de la isla de Vágar, a lo largo del fiordo de Sorvags. En la distancia observé con anhelo la isla de los pájaros, Mykines, el lugar soñado de todo avistador de aves (birdwatcher). El viaje en barco dura 45 minutos desde Sorvágur (también se puede ir en helicóptero por 25 euros), pero hasta primavera y verano no hay aves. Vamos, es que ni una.
A través de un túnel en las montañas que parece excavado por trasgos llegamos a la minúscula aldea de Gásadalur, y créanme si les digo que no he visto en mi vida lugar que arroje una sensación de aislamiento, soledad y arrobamiento tan grandes. Si existe la encarnación de la poesía en paisaje, está aquí (y en otros puntos de las Feroe). Al regreso me pareció ver un paíño europeo —lo que en inglés se denomina mucho más románticamente storm petrel— volando entre las olas. No había sido la gran excursión ornitológica que imaginaba, tan solo había anotado, como notables, un probable cormorán moñudo y un, quizá, ostrero (el pájaro nacional de las Feroe).
Mirando hacia el mar revuelto y la isla de los pájaros rodeada de neblina y espuma como una Avalón ornitológica, le había preguntado con un mohín y acento triste a Per: “Where are all the puffins gone?” [¿Adónde se han ido todos los frailecillos?]. “To the sea” [Al mar], contestó. Los frailecillos solo van a las islas durante la temporada de reproducción y cría, el resto del tiempo lo pasan en el mar abierto, los tíos. Era un momento de cercanía y confidencias, y entonces Per, sin dejar de mirar al horizonte de agua, me confesó lo inimaginable. “Nos los comemos”. Creí haber entendido mal. “Son sabrosos, tienen un sabor fuerte; disponemos de varias recetas”. Me eché a reír, con la cara llena de espuma y sal, y no dejé de reír mientras tomaba el avión y me despedía de uno de esos sitios a los que sabes, sin la menor duda, que un día vas a volver.
{ "active": true, "code": "190335", "elementType": "offerExtension", "id": 50, "name": "TORSHAVN (STREYMOY)", "service": "tripadvisor" }
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.