¿Por qué a la familia real de Mónaco le interesa la prehistoria de Cantabria?
Puente Viesgo inaugura un centro de arte rupestre de varios yacimientos que impulsó el príncipe monegasco Alberto I a finales del siglo XIX
Puente Viesgo (Cantabria), una localidad de 2.900 habitantes, dista del relumbrón del Principado de Mónaco. No hay casinos fulgurantes ni yates, sino tractores. En cambio, Puente Viesgo triunfa en materia arqueológica gracias a sus cuevas paleolíticas, cuyos hallazgos y arte rupestre la han convertido en un emplazamiento clave para conocer periodos de hace decenas de miles de años. Este legado atrajo a finales del siglo XIX al príncipe Alberto I de Mónaco, mecenas de trabajos esenciales para acceder a ese conocimiento oculto entre cavernas, y un siglo después ha conectado de nuevo Cantabria con el Principado. El Centro de Arte Rupestre de Puente Viesgo, que abrió en marzo de 2023 y el pasado 19 de enero ha inaugurado nuevas instalaciones y exposición permanente, aspira a una inminente visita de Alberto II, tataranieto del benefactor, con la esperanza de que renueve el apoyo prestado por su antepasado para seguir investigando y divulgando el Paleolítico cántabro.
La conexión en ciernes, a falta de “la letra pequeña” que confían en zanjar antes de verano, satisface a Antonio Ontañón, director del Museo de Prehistoria y Arqueología de Cantabria y del conjunto de cuevas prehistóricas regionales. El experto disfruta relatando las aventuras de aquellos ancestros. Alberto I de Mónaco, príncipe entre 1889 y 1922, tenía “muchas inquietudes científicas e intelectuales y patrocinaba trabajos de investigación, oceanográficos, exploraciones y una línea sobre los orígenes de la humanidad y la paleontología humana con la cual financiaba a científicos, primero personalmente y luego con un Instituto de Paleontología Humana en París”.
Los paneles con fotos e impactos en la prensa de la época reconocen al príncipe su mecenazgo y ensalzan a figuras como los investigadores franceses Émile Cartailhac y Henri Breuil y el alemán Hugo Obermaier, asistidos por Hermilio Alcalde del Río y Lorenzo Sierra, prehistoriadores locales. “Excavaron la cueva del Castillo, la de la Pasiega, la del Valle, Hornos de la Peña… las más importantes. Alberto I publicó en 1911 las monografías de esos trabajos, aún una referencia”, añade Ontañón.
El tatarabuelo del actual príncipe “dio el gran impulso a la investigación prehistórica, fue generoso financiando trabajos y las publicaciones de lujo, en gran formato”, incide. El centro lleva como sobrenombre el de Alberto I de Mónaco. Su descendiente Alberto II “ha manifestado su voluntad” para continuar con esa colaboración. Ontañón considera que el príncipe actual quiere homenajear a su tatarabuelo porque ya ha publicado unas memorias sobre él, de ahí la confianza en renovar la alianza no prorrogada por su padre, Raniero III.
El príncipe monegasco no pudo acudir a la inauguración, pero se prevé su presencia próximamente. Allí encontrará el resultado de investigaciones sobre las cavernas de la cordillera Cantábrica. El centro reúne réplicas se pueden visitar también las propias cuevas, muchas de cuyas representaciones aún son enigmas por las dificultades que se plantean a la hora de conocer las motivaciones. Las teorías señalan a lo espiritual, al simbolismo familiar o la conmemoración de la caza, pero parte de la emoción consiste en aceptar el desafío de lo desconocido e intentar empatizar con los autores, cuyas manos permanecen en esas paredes milenios después. Ontañón se ha afanado por brindar una “inmersión sensorial” en el centro, permitiendo tocar y satisfacer ese instinto del tacto imposible en las cuevas originales. “Cuanto más sabemos sobre ellas, más restrictivos hay que ser para garantizar su conservación, intentamos aumentar la concienciación social”, arguye historiador.
El público puede contemplar a la Dama roja sonriendo desde su pedestal. La figura mide 1,59 metros, pesa 59 kilos, tiene el pelo y la tez negra y celebra la captura de un salmón en sus manos. Tiene unos 18.800 años y representa a una de las habitantes paleolíticas de Puente Viesgo. La estatua se configuró tras analizar los huesos tiznados de pigmento rojo, de ahí su apodo, hallados en la cercana cueva de El Mirón, enterrados por sus coetáneos. “Intentamos que se pueda comparar el arte rupestre y explicar los métodos de investigación”, sostiene Ontañón, deseoso de que el espectador aprenda y disfrute como los especialistas. “Se movían los objetos y las ideas”, agrega, para descifrar los hallazgos de conchas mediterráneas en las montañas cántabras o centroeuropeas: “Los movimientos humanos y animales motivados por la climatología propiciaban encuentros y viajes”.
Una representación realista traslada al museo las cualidades de una caverna con múltiples restos óseos, mandíbulas reales de ciervo y el contenido meticulosamente replicado respecto al espacio original. Ontañón señala orgulloso una pieza grande, marrón oscura, con unos finos y delicados grabados. Se trata de la falange de un uro, esos toros colosales con cuernos inmensos extinguidos hace miles de años y todo un festín cuando se conseguía cazar uno. Sobre ella, algún cántabro talló la propia figura del animal, como queriendo indicar que ese hueso pertenecía al mamífero. También abundan réplicas de arpones, puntas de proyectiles para cazar, adornos y útiles neolíticos: “Queremos responder a las dudas sobre el origen del arte desde el arte rupestre y Cantabria”.
Babelia
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