Cincuenta años del asesinato de Carrero Blanco: el eco de una explosión salvaje llega hasta el presente
Nuevas publicaciones abordan el atentado de ETA contra el presidente del Gobierno que marcó el final del franquismo
Sucedió en el barrio de Salamanca de Madrid la mañana del jueves 20 de diciembre de 1973. Había nubes en el cielo cuando el hermano jesuita Esteban Turpin oyó un gran estruendo y al mirar por la ventana vio un coche negro volando. Se quedó afónico del susto. En ese momento no lo sabía, pero acababa de ser testigo del atentado de ETA contra Luis Carrero Blanco, mano derecha del dictador Franco. Cuando se cumplen 50 años del suceso, libros como Carrero Blanco. Historia y memoria, de José Antonio Castellanos (Catarata, 2023), 20 de diciembre de 1973: El día en que ETA puso en jaque al régimen franquista, de Antonio Rivera (Taurus, 2021), Carrero. 50 años de un magnicidio maldito (Plaza &Janés, 2023), de Manuel Cerdán; investigaciones como El asesinato de Carrero Blanco. Historia, teorías conspirativas y ficción de Gaizka Fernández y Pablo García (revista Araucaria, Universidad de Sevilla, 2022), o series como Matar al presidente, de Eulogio Romero (Movistar, 2023), abordan de nuevo los hechos.
Eran las nueve, 28 minutos y 40 segundos, según marcó el reloj del coche destrozado, petrificado en el tiempo. La explosión, que dejó un cráter de diecinueve metros y una profundidad de casi tres, elevó cinco pisos el coche oficial, un Dodge 3700 GT de más de 1.700 kilos de peso, para caer después en la terraza interior de un patio de colegio. El mandatario franquista murió en el hospital Francisco Franco (luego hospital Gregorio Marañón). También fallecieron su conductor, José Luis Pérez Mogena, y su escolta, Juan Antonio Bueno Fernández, y resultaron heridos dos funcionarios, un taxista, una decoradora, la portera del inmueble de la calle de Claudio Coello, 104 y sus hijas de cuatro años y de diez meses: el tabique de su casa se cayó del impacto.
Fueron tres cargas de 25 kilos de Goma 2 cada una, colocadas estratégicamente en un túnel de siete metros cavado bajo la calzada. Un rato antes, Carrero, de 70 años, había salido de su casa, en la calle Hermanos Bécquer número 6, para cumplir con su comunión diaria en la iglesia de los Jesuitas de la calle Serrano. Al acabar volvía a su domicilio a desayunar antes de ir al palacio de Villamejor a incorporarse a su trabajo como presidente del Gobierno de Franco. No pudo ser.
Los explosivos que hicieron temblar los cimientos de la dictadura los activaron José Miguel Beñarán, Argala, y Jesús Zugarramurdi, Kiskur, disfrazados de electricistas con un mono azul de trabajo. Después, mientras gritaban “¡gas, gas!”, corrieron hacia un Seat 124, donde les esperaba Javier Larreategi, Atxulo. Junto con Iñaki Múgica, Ezquerra, y Pedro Ignacio Pérez, Wilson, formaban el comando Txikia. El nombre era un homenaje al jefe militar de la banda, Eustaquio Mendizábal, Txikia, muerto en un enfrentamiento con la policía meses atrás. Fueron los responsables de la llamada Operación Ogro, una acción que empezó como una tentativa de secuestro pero, sopesadas las complejidades logísticas tras ser nombrado Carrero presidente del Gobierno, se transformó en asesinato.
Desconexión de la realidad
La voladura del Dodge provocó un reguero de explosiones políticas en cadena. Para empezar, hizo saltar por los aires la idea de obsesivo orden y control que siempre quiso transmitir el franquismo. “El atentado airea el proceso de descomposición que estaba viviendo la dictadura y evidencia su fragilidad”, explica Castellanos, profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Castilla-La Mancha. Según el autor de Carrero Blanco. Historia y memoria, los pasos desnortados de los meses siguientes traslucen hasta qué punto la dictadura es un sistema político “perdido y totalmente desconectado de la realidad”.
La Goma 2 se llevó más cosas por delante. También dinamitó los precarios equilibrios en el seno de la banda terrorista, que en aquel momento era aún una mezcla de grupos obreristas, etnonacionalistas, marxistas-leninistas, defensores del activismo político que se oponían a una violencia generalizada y convencidos de que la lucha armada era el único camino. Tras el atentado a Carrero y el de la cafetería Rolando, el 13 de septiembre de 1974 en la calle del Correo de Madrid, que mató a 13 personas y dejó más de 80 heridos, la facción militar se impuso en la organización, justificando el uso indiscriminado de la violencia durante décadas.
El éxito de ambos ataques “asienta el carácter violento de ETA frente a su vertiente más política, defensora de ir relegando el terrorismo en favor de una lucha a través de las instituciones”, explica Antonio Rivera, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad del País Vasco. Sobre el pretendido allanamiento del camino hacia la democracia gracias a su acción terrorista contra Carrero, Rivera es contundente: “ETA no determina el cambio de una dictadura a una democracia porque no tenía objetivo, ni capacidad ni condiciones para ello. Consiguió poner fin a la posibilidad de un franquismo sin Franco, pero no condicionó la salida de la dictadura, que se llevó a cabo precisamente en contra de su estrategia rupturista”.
Magnicidios y conspiraciones
Más allá de los hechos probados, la cercanía de la embajada estadounidense, la presencia de Henry Kissinger, secretario de Estado de EE UU, en Madrid los días anteriores al magnicidio, la falta de condenados —se investigó durante tres años, algunos implicados fueron detenidos a raíz del atentado de la cafetería Rolando y luego liberados por la amnistía de 1977—, las constantes idas y venidas por Madrid de un grupo de etarras fichados por la policía han llevado a varias especulaciones. Por ejemplo, considerar a ETA como el brazo ejecutor bajo la mano negra de la CIA, el KGB o incluso alguna familia franquista enfrentada a Carrero.
Para Eulogio Romero, director de la docuserie Matar al presidente, es importante mostrar esas múltiples capas del atentado, centrándose en los hechos acreditados, pero también mostrando “elementos extraños, como que ese día no se cerró Madrid en la habitual Operación Jaula”, dijo en el Festival de Cine de Almería a finales de noviembre.
Y una de las capas más misteriosas aparece en Carrero. 50 años de un magnicidio maldito, donde Cerdán retrata a un personaje llamado Iñaki Ugalde Aguirresarobe, alias Kaskazuri, que presuntamente hace de puente entre Wilson y Argala y lo conecta con el sustrato más radical de la extrema izquierda, representado por el matrimonio formado por el dramaturgo Alfonso Sastre y Eva Forest. Kaskazuri sería quien organiza en el hotel Mindanao de Madrid un encuentro entre Argala y un misterioso hombre que supuestamente le facilita los datos del domicilio y los hábitos de Carrero.
Esa figura misteriosa surge del interrogatorio de la policía a Wilson, y está presente en la edición de 2013 del relato de la propia banda terrorista —la versión etarra del atentado—, relatada en Operación Ogro, el libro escrito por Forest bajo el pseudónimo de Julen Aguirre y publicado en 1974.
“Los magnicidios dan mucho juego para las teorías de la conspiración”, reflexiona Castellanos, pero su visión es realista: “Los responsables de seguridad e inteligencia nunca creyeron que podría pasar algo así en la capital del régimen y contra el número dos de Franco”. Apunta también que entonces no existían grandes dispositivos policiales profesionales contra el terrorismo y que la información sobre el domicilio y los hábitos del presidente del Gobierno franquista distaban de ser confidenciales. De hecho, la dirección de Carrero figuraba en el listín de teléfonos que entonces había en las cabinas telefónicas de la ciudad, al alcance de cualquiera.
Sin pistas que lleven a EE UU, a la antigua URSS o a algún grupúsculo franquista enfrentado a Carrero, la realidad es a veces más pedestre. En El asesinato de Carrero Blanco. Historia, teorías conspirativas y ficción, Fernández y García hacen referencia a una serie documental de 2006 llamada Víctimas. La historia de ETA, de Telemadrid. En ella Xabier Zumalde, jefe militar de la organización terrorista, explica que ETA consiguió cometer el atentado “como siempre, a lo bruto, como pudo”. Y grabado en cámara oculta, Wilson, el exmiembro del comando Txikia, con una copa de vino y visiblemente beodo, niega la hipotética participación de la CIA, diciendo “pero qué la CIA, si la CIA, la CIA, y tal y cual”. “Son una banda de borrachos, pero que no se enteran ni de lo de Carrero, no se enteran ni de lo del 11- S…”.
“A los opositores al régimen les pareció tan increíble que incluso atribuyeron el asesinato a la CIA. Pero probablemente la explicación del éxito del atentado es la más sencilla imaginable. ETA no había hecho atentados fuera del País Vasco y los servicios policiales eran tan brutales como poco eficientes”, escribió hace unos años en este periódico el historiador Javier Tusell.
A su vez, los historiadores recogen que en 1973 llegó a Madrid algún aviso de las fuerzas de seguridad en el País Vasco —especialmente de parte José Sáinz, conocido como Pepe el Gordo, jefe de la policía en Bilbao— informando de que había movimientos extraños en el seno de ETA y que podían estar preparando alguna acción contundente. No se dio importancia a esos avisos. Según Rivera, los férreos hábitos de Carrero —que se movía en un coche sin blindar, con solo tres escoltas armados—, el sentimiento de impunidad que da el poder y la poca consideración que se tuvo de la audacia de unos veinteañeros (los etarras asesinos) hicieron lo demás.
“El atentado se debe a la extraordinaria temeridad de un grupo muy joven que, con poca preparación y cometiendo errores, consiguen algo así”, señala Rivera. Esa temeridad coincide con la incapacidad de los variados servicios de información —puestos en marcha precisamente por Carrero Blanco un año antes— a la hora de detectar ese tipo de movimientos. “El franquismo irradiaba una apariencia de omnipresencia y poder muy superior a la realidad”, sentencia.
Esa percepción es compartida desde hace años. “La policía, dedicada a la prevención de este tipo de delitos, estaba polarizada en la persecución de personajes hostiles al régimen, de rojos, para entendernos, y sus campos de trabajo eran fundamentalmente las fábricas y la universidad. Sinceramente, se despreció la capacidad operativa de ETA”, les confesó una fuente de los servicios de seguridad a los periodistas Ismael Fuente, Joaquín Prieto y Javier García, autores de Golpe Mortal (ediciones Prisa, 1984).
Con Franco desde 1941
La espectacularidad de la muerte de Carrero Blanco oscurece su extraordinario peso político en la dictadura, borrando parcialmente el hecho de que fue el hombre de máxima confianza de Franco y factótum de las decisiones más estratégicas del régimen.
Franco y Carrero se conocían desde 1925, pero su figura política emergió en 1941, cuando un informe suyo convenció al dictador de no involucrarse directamente en la II Guerra Mundial de la mano del Triple Eje, alejando a los falangistas, con el germanófilo Ramón Serrano Suñer a la cabeza, del círculo más estrecho de poder. “Franco detecta su capacidad y talento a partir de ese informe”, explica Castellanos. A su vez, el dictador percibe su obediencia castrense, sin fisuras, y una cosmovisión ultracatólica, anticomunista, antimasónica, como la suya, y ya no lo separará de su lado.
Carrero desarrolla tres logros para la dictadura, según Castellanos: la designación de Juan Carlos de Borbón como sucesor de Franco, la transformación económica a finales de los cincuenta y principios de los sesenta, y el diseño de un sistema administrativo institucionalizado, propiciando lo que Tusell catalogó como “una dictadura burocrático-religiosa dirigida por una élite de administradores”. Fue además uno de los primeros muñidores de los pactos del régimen con EE UU y el Vaticano, normalizando la percepción de la dictadura en las sociedades democráticas occidentales.
Profundamente reaccionario, Carrero representaba el monolitismo franquista frente a cualquier tímido movimiento aperturista. Por ejemplo, en términos de educación hablaba de la necesidad de que escuelas y universidades “formen hombres y no maricas, y esos melenudos trepidantes que algunas veces se ven no tienen ni con mucho ese fin”. El 20 de julio de 1973, en su discurso como presidente del Gobierno, Carrero volvió a declarar su lealtad al dictador, afirmando que esta era “total, clara y limpia, sin sombra de ningún íntimo condicionamiento ni mácula de reserva mental alguna”.
Cuatro meses después de estas declaraciones murió víctima de una explosión salvaje a manos de ETA, y de esa muerte llegaron otras. “La bomba de Carrero también me ha matado a mí”, le dijo Salvador Puig Antich, militante anarquista del Movimiento Ibérico de Liberación, a su hermana Imma cuando se enteró del atentado, relató esta en una entrevista. Tuvo razón. Franco firmó su sentencia de muerte (y la del polaco Heinz Chez) y el 2 de marzo de 1974 fue ejecutado por el método medieval del garrote vil en un pequeño almacén mal iluminado en la cárcel Modelo de Barcelona.
Después, en 1978, en el quinto aniversario del atentado de Carrero, llegó la venganza. Un grupo parapolicial presuntamente formado por agentes del extinto Servicio Central de Documentación (Seced, los servicios secretos puestos en marcha por Carrero) encontró y mató a Miguel Beñarán, Argala, en Anglet, en el País Vasco francés. Murió víctima de una explosión activada al arrancar su Renault 5 color naranja. Para entonces, el dictador Franco ya había muerto, octogenario, en la cama.
Babelia
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