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Cuarenta aniversario del asesinato de Carrero Blanco

El guardián del orden de Franco

En su vida política y en su relación con el dictador, Carrero Blanco se inventó su personaje

Cráter en la calle madrileña de Claudio Coello tras el atentado contra Carrero Blanco.
Cráter en la calle madrileña de Claudio Coello tras el atentado contra Carrero Blanco.

El día en que lo mataron (el 20 de diciembre de 1973), el almirante Luis Carrero Blanco iba a presentar un documento en la reunión de ministros que mostraba su obsesión por los grandes demonios de la España franquista, el comunismo y la masonería, infiltrados, tras años de desarrollo y modernización, en la Iglesia y en las Universidades, en las clases trabajadoras y en los medios de información.

Nacido el 4 de marzo de 1904 en Santoña (Cantabria), Carrero apenas había intervenido en la Guerra Civil, el bautismo de fuego de los militares de su generación, y no debió su ascenso hasta la cúspide de la dictadura a los méritos acumulados en la batalla. Era un militar sin condecoraciones de guerra, algo muy extraño en esa dictadura que se inauguró el 1 de abril de 1939.

A lo largo de su vida política, y en su relación con Franco, Carrero se inventó su personaje. No pertenecía al círculo de Franco, ni en lo profesional ni en lo personal, y terminada la guerra, inició un ascenso meteórico hacia el poder. Además de adjudicarse la autoría de informes en los que únicamente había colaborado y de conseguir destituciones de aquellos que entorpecían su ascenso, destacó por sus muestras de desmesurada adulación hacia Franco, "Caudillo, Monarca, Príncipe y Señor de los Ejércitos". El orden y la unidad en torno al ejército fue la fórmula de Carrero. "Orden, unidad y aguantar” frente a los enemigos externos y "buena acción policial para prevenir cualquier subversión" interna. En un discurso ante el Estado Mayor en abril de 1968, advirtió "que nadie, ni desde fuera ni desde dentro, abrigue la más mínima esperanza de poder alterar en ningún aspecto el sistema institucional".

La advertencia no era baladí porque, justo en esos años, la aparición de numerosos conflictos sociales quebró la tan elogiada paz de Franco. Hasta su asesinato, Carrero desempeñó un papel crucial. Aunque convenció a Franco, que ya presentaba claros síntomas de envejecimiento, de que nombrara a Juan Carlos como su sucesor, al frente de una “Monarquía del Movimiento Nacional, continuadora perenne de sus principios e instituciones”, era él, y no tanto el Príncipe, quien aseguraba su continuidad. Sobre todo después del escándalo Matesa.

En su vida política y en su relación el dictador, Carrero se inventó su personaje

El asunto Matesa, las siglas de Maquinaria Textil, S.A., estalló de súbito en el verano de ese año y se convirtió en el mayor escándalo financiero de toda la dictadura. La empresa fabricaba maquinaria en Pamplona y tenía sucursales y compañías subsidiarias en América Latina. Su director, Juan Vilá Reyes, conectado con el Opus Dei, logró cuantiosos créditos oficiales de ayuda a la exportación, cerca de 11.000 millones de pesetas, justificados con pedidos que no existían o estaban inflados. Las irregularidades fueron aireadas por la prensa del Movimiento, con la ayuda desde el Gobierno de Manuel Fraga Iribarne y José Solís Ruiz, para intentar desacreditar a los ministros tecnócratas.

Los efectos políticos de ese escándalo fueron inmediatos. Carrero pidió a Franco una remodelación total del Gobierno y el 29 de octubre formó lo que ha pasado a la historia como el "Gobierno monocolor". Carrero continuaba de vicepresidente, con más poder que nunca, y casi todos los ministros en puestos clave eran miembros del Opus Dei o se identificaban con la línea tecnocrática-reaccionaria que compartía con Laureano López Rodó. Fraga Iribarne y Solís Ruiz fueron cesados. Pero no fueron solo disputas internas por el poder las que complicaron la vida a la dictadura en sus últimos años. La conflictividad alcanzó en 1970 el nivel más alto. Muchas de esas huelgas derivaban en enfrentamientos con la policía y con muchos huelguistas torturados y en la cárcel. La represión fue especialmente dura en el País Vasco, donde ETA había empezado a desafiar a las Fuerzas Armadas con asesinatos y atracos a bancos y empresas.

El almirante fue uno de los instigadores del terror institucionalizado

Algunos miembros de la jerarquía eclesiástica, muy renovada tras la desaparición de los principales exponentes del nacionalcatolicismo, empezaron a romper el matrimonio con la dictadura, presionados por muchos sacerdotes y comunidades cristianas que reclamaban una Iglesia más abierta, comprometida con la justicia social y los derechos humanos.

Acostumbrado a una Iglesia servil y entusiasta, Carrero Blanco llamó a esa disidencia "la traición de los clérigos", porque el manto protector que la dictadura había dado a la Iglesia no se merecía eso. Y para demostrar los servicios prestados, prueba de cómo Franco "quiso servir a Dios sirviendo a su Iglesia", Carrero daba cifras: "Desde 1939, el Estado ha gastado unos 300.000 millones de pesetas en construcción de templos, seminarios, centros de caridad y enseñanza, sostenimiento del culto".

Su asesinato aceleró la crisis interna del régimen. Hay quienes creen que con Carrero todo se hubiera prolongado y otros que consideran que su lealtad a Juan Carlos le hubiera impedido oponerse al proceso de transición. Pero eso pertenece al terreno de la historia contrafactual. Mientras estuvo vivo, fue uno de los principales instigadores del terror institucionalizado y de la legislación represiva del Estado. Y así forjó su carrera, con alegatos en defensa del orden y construyendo e inventando un personaje austero, listo, sin ambiciones y siempre dispuesto a trabajar por España y por su Caudillo.

Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza. La versión integra de este artículo se puede leer en el blog Historia[S], de la web de EL PAÍS.

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