La muerte del valido de Franco
La escena se desarrolla en casa de un abogado madrileño. Es una noche de julio de 1988 y al día siguiente va a tomar posesión el renovado Gobierno socialista. Al correr de las horas, la discusión sobre temas del último franquismo y de la transición ha sido muy animada. Casi al final de la velada, el diálogo se establece entre un alto personaje y un político de izquierdas en torno a los efectos que pudo tener la muerte de Carrero Blanco sobre el tránsito a la democracia. El político defiende la idea de que con o sin Carrero, las cosas hubieran tenido lugar de modo parecido. El alto personaje sonríe y corrige ese optimismo histórico: "¡Hombre! Yo soy absolutamente contrario a todo atentado. Pero sin ése, hoy no estaríamos aquí".
Carrero nunca se postuló a sí mismo para un cargo, pero se las arregló para obtener de su jefe la marginación, uno a uno, de sus competidores
Desde muy pronto, la perennidad del régimen constituye uno de los objetivos principales del marino convertido en consejero
Su tarea preferida consistía en influir sobre las decisiones de Franco mediante informes cuya concisión y aparente rigor compensaban la indolencia del dictador
El episodio recoge las dos posiciones enfrentadas en torno a la significación histórica del almirante asesinado por ETA ahora hace 30 años, el 20 de diciembre de 1973. La opinión más difundida es que la muerte de Carrero trajo consigo la muerte del franquismo. Pero no faltan quienes subrayan el papel desempeñado por Carrero en convencer a Franco de una institucionalización de la monarquía y de la necesidad de lograr que esa sucesión tuviese como titular al príncipe don Juan Carlos. Al final de ese recorrido, cuando la voladura del automóvil presidencial está a punto de producirse, estaríamos ante un Carrero cansado, dispuesto a pasar el testigo lealmente al joven monarca tras la muerte de Franco. En palabras de su principal colaborador, Laureano López Rodó, Carrero había sido un impulsor decidido de "la larga marcha hacia la Monarquía", desde su abnegada actitud de servidor del régimen y de Franco. Carecía de toda ambición. "¿Creen ustedes que esto es motivo de felicitación? ¡Recen por mí!", respondió al parecer a quienes saludaban su nombramiento de presidente.
Marginación
Lo cierto es que en sus tres decenios largos de vida junto a Franco, desde la exclusión de Serrano Súñer, que consigue a pulso en 1942, Carrero nunca se postuló a sí mismo para un cargo, pero se las arregló para obtener de su jefe la marginación uno a uno de sus competidores. Un mínimo conocimiento de la psicología de Franco nos informa de que ésa era la justa vía para el ascenso: evitar toda sospecha de ser un ambicioso. Peldaño a peldaño, Carrero pasó de subsecretario de Presidencia en 1942 a ministro en 1951, a vicepresidente en 1967 y a presidente del Gobierno en 1973. Pudo haberlo sido antes, sin duda, pero es significativo que sólo aceptara el puesto cuando la decrepitud de Franco anunciaba el fin de su vida, y a favor de una normativa que daba cinco años de duración al cargo, resultaba asegurada su presidencia efectiva más allá de la muerte del dictador. Con ella garantizaba la continuidad del régimen franquista.
No hay prueba alguna de que a la muerte de Franco, quien fuera su mano derecha tuviese pensado apartarse ante don Juan Carlos. En cambio, todo indica que durante ese quinquenio cualquier cambio hacia la democracia iba a resultar bloqueado. Llegado el caso, mediante la entrada en juego del Consejo del Reino, dispuesto ante una dimisión de Carrero a devolver la terna para presidente a don Juan Carlos con tres franquistas en lugar de uno. Si esta circunstancia casi se da al forzar el Rey la dimisión de Arias Navarro, según relata el libro de los Fernández-Miranda, resulta fácil prever el callejón sin salida con Carrero en el timón. No en vano, Franco confiaba en el Consejo del Reino para bloquear cualquier veleidad de liberalismo en su sucesor. Y en el marco inevitable de una represión creciente, pues la oposición no estaría dispuesta a tolerar un franquismo sin Franco, el Rey hubiera tenido que quemarse políticamente como mascarón de una política neofranquista, intentar un imposible golpe o abdicar. La democracia tal vez resultaba a la larga inevitable, pero... "no estaríamos aquí".
Desde muy pronto, la perennidad del régimen constituye uno de los objetivos principales del marino convertido en consejero. En septiembre de 1945, conforme reseña J. Tusell, en su excelente libro, destaca ya como única preocupación "que éste [Franco] no es eterno y que Dios puede disponer un día de su vida, y esto aconseja el pensar y marchar hacia la instauración de la Monarquía tradicional". Franco era mortal, pero el franquismo debía superar ese obstáculo. Un régimen monárquico en que no cupieran la masonería ni la democracia sería el medio más seguro para garantizar tal supervivencia. Don Juan servía entonces de baza a jugar, si aceptaba el régimen y contribuía a su estabilidad, como luego don Juan Carlos. La monarquía era el medio y no el fin, y otro tanto ocurre con el respeto a la línea de sucesión dinástica. Cualquier otra opción sucesoria traía consigo una mayor carga de inseguridad.
Torre de Babel
La obra de Carrero suma buen número de páginas, entre artículos, informes y el frondoso libro Las modernas torres de Babel, de 1956. Sus ideas, en cambio, son muy sumarias y proporcionan una guía muy clara de su acción política. Es un reaccionario del siglo XIX, seguidor de un maniqueísmo lejanamente inspirado en Donoso Cortés, por lo cual se siente próximo a los fascismos, hasta el punto de escribir que fue Rusia quien atacó a Alemania en 1941. No comparte, sin embargo, su vertiente de movilización y de futurismo. La modernidad se limita a proporcionar los recursos técnicos para la gestión, lo cual explica el enlace con el Opus Dei, y para una eficaz represión permanente. Lo propio de Carrero es la contrarrevolución, el anticomunismo a ultranza, la satanización de la masonería, de acuerdo con una visión conspirativa de la historia en que las fuerzas infernales tratan de imponerse hasta la aparición de una cruzada salvadora como la encabezada por Franco: "El diablo inspiró al hombre las torres de Babel del liberalismo y del socialismo, con sus secuelas marxismo y comunismo", y la masonería a modo de instrumento para su penetración. "Éste es precisamente el problema español", insiste. "España quiere implantar el bien, y las fuerzas del mal, desatadas por el mundo, tratan de impedírselo".
Como en otros políticos de raigambre integrista, la brutalidad de las doctrinas profesadas deja un resquicio para un cierto pragmatismo, en la medida que la finalidad esencial de toda decisión consiste en la pervivencia del régimen. En su reciente libro En las garras del águila, Ángel Viñas nos proporciona una buena muestra al citar un escrito de 1961, dirigido al ministro Castiella. Hay a juicio de Carrero tres internacionales "que cada una por su cuenta y con sus fines propios, pretenden dominar al mundo y ejercer un totalitarismo universal": la comunista, la socialista y la masónica. Los medios de comunicación y la democracia son sus cauces. El franquismo, expresión de la verdad eterna, es el enemigo designado de semejante hidra de tres cabezas, y hay que proporcionarle todo medio posible de defensa. Así que vamos sin pensarlo más a fortalecer la alianza con los EE UU. Del apocalipsis a la subordinación.
Opus Dei
En la gestión interior y en la elaboración de leyes y medidas políticas, atiende a ese mismo propósito la colaboración del Opus Dei, personificada en Laureano López Rodó. A diferencia de Franco, Carrero no desdeñaba desatar por sí mismo puntualmente la represión, fuera el caso de la representación teatral de El círculo de tiza caucasiano, de Brecht, o de la persecución de un profesor de Universidad por un artículo en Triunfo. No obstante, su tarea preferida consistía en influir sobre las decisiones de Franco mediante informes cuya concisión y aparente rigor compensaban la indolencia de un dictador cuya parsimonia era proverbial. "¡Qué lento es en parir!", comentaba una y otra vez Carrero a ese colaborador indispensable que resultó ser López Rodó. Lento, pero seguro. Con el paso de los años, la influencia de Carrero fue decisiva en momentos cruciales. El más relevante, la crisis ministerial de 1969, donde la mancha que sobre el Opus Dei supuso el caso Matesa se saldó con la salida del Gobierno de sus adversarios y con el fin de toda expectativa de reforma. "La ley de prensa le ha estallado entre las manos", dirá López Rodó, eco de Carrero, para explicar el cese de Fraga, como si éste hubiera sido un liberal desaforado.
A partir de 1969, a la espera de subir al último escalón del poder, Carrero Blanco regresó a sus orígenes, poniendo en primer plano la lucha contra la subversión, esto es, contra toda movilización democrática, obrera o nacionalista, con especial dedicación a la Universidad. El blanco es una juventud "cada vez más perdida para el régimen y más perdida para España, que es todavía peor". Son palabras del coronel San Martín, organizador a sus órdenes de los servicios de información (SECED) y fiel más tarde a la inspiración política del almirante al intervenir en el golpe del 23-F. La purga emprendida en la Universidad por el Gobierno presidido por Carrero en 1973 fue el signo más evidente de ese enroque final, en cumplimiento de unas ideas cuya tosquedad nunca se alteró. Vale la pena citar su último informe, escrito horas antes del atentado: "Se trata de formar hombres, no maricas", advierte. Y para ello hace falta "máxima propaganda de nuestra ideología y prohibición absoluta de toda propaganda de las ideologías contrarias". Mal podía un hombre así dejar el paso libre a una monarquía democrática.
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