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EL FARO DEL FIN DEL MUNDO
Columna
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El comandante de submarino más criminal de la Segunda Guerra Mundial: ¿alemán, japonés o soviético?

Un intenso libro que recorre las biografías de cuatro sanguinarios capitanes de sumergibles de la contienda invita a juzgar quién fue el peor

Una imagen de 'La guerra de Murphy' con el actor Horst Janson como el capitán alemán Lauchs.
Una imagen de 'La guerra de Murphy' con el actor Horst Janson como el capitán alemán Lauchs.
Jacinto Antón

Es difícil decir por qué a algunos nos interesan tanto los submarinos, puede que porque son capaces de hundirse y volver a salir a flote. Pensaba que había conjurado mi pasión por ellos después de la sobredosis que fue embarcarme en el S-74 Tramontana de nuestra Armada y vivir la experiencia real, con su humedad, grasa y claustrofobia (pero también camaradería y aventura). Sin embargo, de nuevo están aquí, los sumergibles, en un libro y una serie. El de la serie es el enorme, gris y amenazador que emerge en Marino de guerra (Krigsseileren, 2022), de Netflix, sobre la muy ardua vida de un marinero mercante noruego que navega durante la Segunda Guerra Mundial cuando su país es invadido por los nazis y la flota se pasa en masa a los Aliados para seguir luchando. En un episodio, su barco, en convoy hacia Mursmank, es torpedeado (se muestran los efectos como no lo había visto nunca) y mientras tres supervivientes flotan en una balsa el submarino se les acerca como, visto desde el agua, una pared desalmada de acero y artillería. Y cuando piensas que los van a rematar (uno de los náufragos está muy malherido) les envían al médico de a bordo que mueve la cabeza y les da las dosis de morfina suficientes para que acaben piadosamente con el dolor del compañero. Luego los alemanes se marchan como han aparecido y los dejan ahí, a la merced del mar y el sufrimiento, pero relativamente vivos.

Curiosamente, el libro que les decía es precisamente sobre la actitud contraria en la guerra submarina. Su cara más despiadada y atroz. En fin, probablemente no sea una prioridad establecer ahora quién fue el comandante de submarino más cruel y criminal de la Segunda Guerra Mundial (vamos, seguro que no). Pero me ha hecho cuestionármelo ese libro, apasionante, que pillé en la sección de historia militar de Foyle’s, ese Edén, y que acabo de leer: Sea Wolves, savage submarine commanders of WW2 (Lobos marinos, comandantes de submarino salvajes de la Segunda Guerra Mundial), de Tony Mattews (Pen & Sword, 2023). El libro, muy por encima en sus estremecedoras descripciones y en sus profundas reflexiones morales de lo corriente en el género, analiza las carreras de cuatro capitanes de sumergibles de la segunda contienda que destacan por haber cometido al mando de sus navíos, convertidos en malvados y siniestros tiburones de acero, actos deleznables considerados crímenes de guerra.

Los seleccionados en este tenebroso concurso de maldad o asesino exceso de celo militar son dos marinos japoneses, uno alemán y otro soviético. ¿El peor? Para mí el comandante del submarino nipón I-8, Tatsunosuke Ariizumi (sí, ya sé que tiene nombre de simpático personaje de manga), un tipo en verdad abominable, pero juzguen ustedes mismos.

El capitán aleman Eck, primero a la izquierda y los otros miembros de su tripulación acusados de crímenes de guerra.
El capitán aleman Eck, primero a la izquierda y los otros miembros de su tripulación acusados de crímenes de guerra.

Si tuviéramos que elegir al peor mando de sumergible de ficción hay poca duda de que el más malo es el Kapitän Lauchs que encarna Horst Janson en la película de 1971 La guerra de Murphy (basada en una novela de Max Catto, autor de otras obras de éxito convertidas en filmes como Trapecio o El diablo a las cuatro). En misión en la costa de Venezuela al frente de su submarino pintado con un extravagante patrón geométrico abstracto (el navío, que se hace pasar en el filme por un U-Boot alemán del Tipo IX, es en realidad el sumergible venezolano ARV Carité ex USS Tilefish), Lauchs hunde el carguero británico Mount Kyle en la desembocadura del Orinoco y ametralla sin contemplaciones a los náufragos. Sólo se salvan el piloto del hidroavión del barco (al que luego rematan los tripulantes del submarino en su cama en un hospital) y el marinero Murphy (Peter O’Toole) que se empecinará en destruir la embarcación nazi por todos los medios a su alcance. Lauchs está obviamente inspirado (excepto por la Cruz de Caballero que le conceden y que sus hombres confeccionan con una lata) en el comandante alemán Heinz Eck, precisamente uno de los cuatro criminales a concurso que aparecen en Sea Wolves.

El capitán de la película aduce como justificación del frío (y húmedo) asesinato de los marinos británicos la imperiosa necesidad de que la presencia de su submarino en la zona no sea descubierta. Esa fue la misma razón que dio Eck de su propio ametrallamiento criminal en el agua de los supervivientes del carguero griego SS Peleus, tras hundir en 1944 el barco con dos torpedos de su sumergible U-852 (también del tipo IX). El caso de Eck, bien conocido y el más extremo y emblemático del comportamiento deleznable de algunos capitanes alemanes, lo relata Matthews con extraordinario detalle. Presta atención a todas las complejidades éticas y legales de un episodio que llevó al comandante y dos de sus oficiales a morir fusilados tras ser juzgados y declarados culpables de crímenes de guerra al acabar la contienda.

El submarino alemán U-534, hundido en 1945, rescatado del fondo del mar en 1993 y expuesto en Birkenhead, Gran Bretaña.
El submarino alemán U-534, hundido en 1945, rescatado del fondo del mar en 1993 y expuesto en Birkenhead, Gran Bretaña.

Matthews explica como el Kapitänleutnant Eck, un novato en el arma submarina (el U-852 era su primer mando), fue aleccionado por sus superiores y se le recalcó que en ningún caso podía poner en riesgo su navío por razones humanitarias (desde el caso Laconia, en 1942, cuando dos submarinos fueron atacados pese a llevar las cubiertas llenas de náufragos de ese barco, se había prohibido recoger supervivientes), sino que muy al contrario, debía procurar ser invisible y hacer desaparecer todo rastro de los barcos que fuera hundiendo. El significado de estas instrucciones lo dejó muy claro el almirante Donitz: para ganar la guerra había que ser muy duros.

Y Eck lo fue. Cuando hundió al mercante griego SS Peleus cerca de la costa oeste africana ordenó disparar a bocajarro desde la torreta con dos ametralladoras MG 15 (el cañón no podía inclinarse tanto) contra los restos del naufragio y los botes salvavidas a fin de que no quedara evidencia que pudiera señalar la presencia de un submarino alemán en la zona. De los 35 tripulantes del mercante, muchos de los cuales estaban en el agua y los botes, sólo se salvaron tres. Cuando fue juzgado al acabar la guerra (Eck embarrancó el U-852 y fue tomado prisionero), el capitán basó su defensa en que no había ordenado expresamente disparar a los náufragos sino hundir los botes. Dado que se emplearon las ametralladoras con fruición, durante cinco horas, e incluso se arrojaron granadas de mano para rematar la faena, es obvio que sabía —y lo reconoció— que la acción significaba matar a los supervivientes. De hecho, un oficial se lo hizo ver y se arriesgó a decirle que eso era un asesinato. El caso, que ofrece algún paralelismo malsano con el Lord Jim de Conrad (qué feas son las cosas feas en el mar), tiene flecos tan desagradables como el que uno de los que disparó las ametralladoras fue el médico de a bordo del submarino, el doctor Walter Weisspfenning (y fue fusilado con Eck por ello).

Ficha del comandante de submarino japonés Hajime Nakagawa como prisionero en la cárcels de Sugamo tras la guerra.
Ficha del comandante de submarino japonés Hajime Nakagawa como prisionero en la cárcels de Sugamo tras la guerra.

Otro de los bad captains del libro es Hajime Nakagawa, obviamente japonés, que torpedeó en 1943 al mando del I-177, contraviniendo todas las reglas de la guerra civilizada (si es que tal término es posible), el buque hospital australiano Centaur, matando a 268 de las 332 personas que iban a bordo, todos no combatientes incluidos médicos, enfermeras y conductores de ambulancias (destino ya poco envidiable). Matthews explica pormenorizadamente las dramáticas historias de varias de las víctimas, incluida la única mujer superviviente, una monja enfermera, la hermana Ellen Savage, que fue a parar al agua y hubo que subirla a la fuerza a un bote salvavidas pues ella no quería (y eso que había tiburones), avergonzada por haber perdido los pantalones. Mientras el barco se hundía, los que habían conseguido abandonarlo y flotaban en una terrible mezcla de restos, petróleo, espuma roja y cadáveres, escuchaban espantados los gritos desgarradores de los hombres y mujeres atrapados en el casco.

Los japoneses, recuerda Matthews, tenían incluso menos reparos que los nazis en cuanto a los náufragos. Una orden del vicealmirante Hisashi Mito, comandante del Primer Escuadrón de Submarinos, establecía que, tras hundir los barcos enemigos, había que “llevar a cabo la completa destrucción de las tripulaciones”, para impedir que continuaran luchando en otro navío. Nakagawa no tuvo ningún reparo en hundir el Centaur (le acertó de pleno con uno de los dos torpedos que le lanzó y se fue a pique en tres minutos) pese a que iba pintado de blanco, iluminado y señalizado con grandes cruces rojas, aunque luego, juzgado tras la guerra, afirmó que él no había sido, pese a todas las evidencias en su contra. Nakagawa no ametralló esta vez a los supervivientes (seguramente esperando que actuaran como cebo para barcos de rescate: una táctica muy productiva), pero sí lo hizo en otros de sus cruceros. Al mando del I-37 en una sóla semana, del 22 al 29 de febrero de 1944, hundió tres mercantes y en cada ocasión ordenó masacrar a los náufragos. A los del carguero Sutlej les largó tal cantidad de fuego de ametralladora que un milagroso superviviente lo comparó a una tormenta de granizo. A veces subía a alguno a bordo del submarino para recabar información y luego lo arrojaba despiadadamente por la borda. Un equivalente del capitán Garfio en la marina imperial japonesa. Tras la guerra fue juzgado por crímenes de guerra pero consiguió salir del trance con una sentencia de 8 años de trabajos forzados. Liberado en 1954 tuvo una existencia plácida (incluso algunos japoneses le consideraban héroe de guerra) y murió en la cama en 1986 a los 84 años, una vida larga para un submarinista japonés (y no digamos para un tripulante de un barco torpedeado por un submarinista japonés).

Dibujo de un submarino japonés con hidroavión de la Segunda Guerra Mundial.
Dibujo de un submarino japonés con hidroavión de la Segunda Guerra Mundial.

Si encontrarse con Nakagawa en el mar era un horrible trance, lo de su compatriota Tatsunosuke Ariizumi resultaba, aunque suene increíble, aún peor. Lo que cuenta Sea Wolves del personaje, uno de esos militares japoneses inhumanos tipo Shiro Ishii, el jefe de la unidad 731 de guerra biológica que practicaba con prisioneros, es digno de una película de terror ganadora del Festival de Sitges. Aún me estremezco de alguno de los episodios que explica Matthews en su libro, que parecen fruto de la imaginación gore de Jack Ketchum un día que el escritor estuviera particularmente inspirado. Ariizumi fue realmente un monstruo, un psicópata que dejó en el mar una senda de sangre e infamia. Su comportamiento tras hundir el SS Tjisalak y el SS Jean Nicolet, dos de sus casos más famosos, es espeluznante. Hizo subir a los supervivientes a la cubierta del submarino (el I-8), los ató, los colocó a popa detrás de la torreta y los hizo pasar uno a uno a proa donde los esperaba su entusiasta tripulación armada de palos, cuchillos, bayonetas, martillos y hasta espadas de samurai, y formada en dos filas. Los náufragos tenían que atravesar ese pasillo homicida (el gauntlet, el famoso castigo militar, y también de los iroqueses) mientras recibían golpes y heridas por todas partes. Al final les esperaba un marinero enorme con dos bayonetas que los destripaba y arrojaba al océano. La sádica escena está atestiguada por algunos que consiguieron escapar, lanzándose desesperadamente al agua. No es raro que a Ariizumi se le apodara “el carnicero”.

El comandante japonés fue puesto hacia el final de la guerra al mando de la unidad de gigantescos submarinos de la serie I-400 (tres veces más largos que los normales, armados con cañones capaces de hundir un destructor y provistos de aviones que despegaban de cubierta con una catapulta). Con ellos, Ariizumi quería atacar el canal de Panamá y causar toda la devastación posible. Pero la derrota japonesa lo impidió. Al carnicero se le pierde la pista tras la rendición en el mar del I-401 al submarino USS Segundo. Se ha especulado con que se suicidase a bordo y lo sepultaran sus hombres en el agua. Pero testimonios perturbadores lo sitúan desembarcando secretamente en algún punto de la costa.

Imagen de archivo del buque 'Wilhelm Gustloff'
Imagen de archivo del buque 'Wilhelm Gustloff'

El último submarinista del libro es Alexander Marinesko, comandante del sumergible soviético S-13. No ametrallaba a los náufragos como los otros tres, pero es el capitán que más víctimas inocentes causó en toda la guerra. Hundió el 30 de enero de 1945 con sus torpedos, provocando la mayor catástrofe marítima de todos los tiempos, el trasatlántico alemán Wilhelm Gustloff, que evacuaba a cerca de diez mil personas, la mayoría refugiados de guerra, entre ellos cinco mil niños. Murieron, en escenas que empequeñecen la tragedia del Titanic, cerca de nueve mil pasajeros y tripulantes. Matthews describe el horror sangriento en que se convirtió, por ejemplo, la piscina vacía, habilitada para que se alojaran 373 mujeres, la mayoría enfermeras, de las que sólo se salvaron 3. También la pesadilla cuando empezó a subir el agua desde las cubiertas inferiores del barco desfondado y arrastraba flotando cientos de cadáveres de niños como muñecos rotos. Y cómo al empinarse el buque para la pirueta final, la gente caía al mar “como arroz cayendo de un saco”. De lo poco que le importó a Marinesko la salvajada que había hecho da fe que le lanzó dos torpedos a uno de los barcos que se acercaron al rescate. Y poco después hundió el transporte Steuben, que llevaba soldados heridos y refugiados civiles, matando a otras 4.500 personas. En total más gente de la que mató ningún otro submarinista en la guerra, cerca de 14.000 personas en dos ataques.

Fotograma de 'La guerra de Murphy' con la torreta del submarino alemán.
Fotograma de 'La guerra de Murphy' con la torreta del submarino alemán.

“El ametrallamiento de náufragos no puede sino inspirarnos repugnancia a los marinos, es una atrocidad”, me comenta un comandante de submarino que prefiere permanecer en el anonimato (lo que es lógico vista la compañía). “Proteger el barco no es justificable en esos términos”, continúa con una voz al teléfono que parece que brote de la mismísima sala de torpedos. “Cuando atacas un objetivo asumes riesgos y no puedes contravenir las normas luego para paliarlos”. En otros asuntos encuentra que hay que estudiar los casos, como en lo de atacar navíos militares que acuden a auxiliar a uno torpedeado, pero que también pueden hundir tu submarino. “Hay debate, se planteó por ejemplo cuando llegaron dos barcos de guerra al rescate durante el hundimiento del Belgrano en la Guerra de las Malvinas”. En cuanto a la recogida de supervivientes, “es algo parecido a sí hoy encuentras una patera, la verdad es que no tenemos capacidad en el sumergible y lo mejor sería avisar a una unidad de apoyo. Ya viste tú mismo que la cubierta de un submarino no es un lugar seguro”.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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