Ciervos volantes, hormigas león, arañas y demás parientes: el goce de ser un ‘voyeur’ del reino animal
La vida se despliega por doquier ante tu vista en vacaciones y el tiempo libre despierta la curiosidad y la capacidad de observación, esas gratificantes hijas del aburrimiento
La otra tarde vi un ciervo volante, el bellísimo (para otros horrendo) coleóptero cuyos machos exhiben grandes mandíbulas que parecen astas de ciervo y que usan para luchar entre ellos. Observar un lucanus cervus —su nombre científico— volando (lo hacen en posición vertical) es todo un espectáculo. Mide hasta 7,5 centímetros. Parece un pequeño demonio zumbante y es imposible no pegar un respingo cuando su negra figura acharolada surge de repente por encima de tu hombro. Es el típico animal que asocio desde siempre a las vacaciones de verano (nunca lo ves cuando vas a trabajar), como las lagartijas, los escarabajos peloteros, los pulpos, los cormoranes o las oropéndolas. O los papamoscas, perchados en el manillar de las bicicletas, o las cigarras con su crepitar de incendio sonoro entre los pinos y su aspecto lovecraftiano. O los mosquitos y las medusas, con vidas tan interesantes y no solo un incordio.
Y las notonectas (“nadadoras de espaldas”), las pequeñas chinches de agua o brujas que prosperan en las aguas dulces eutrofizadas, las que parecen sopa verde, vamos. Justo hace una semana me metí en el viejo depósito abierto que usamos como piscina para limpiarlo, una gran oportunidad de observar bichos, algunos muy raros y alarmantes, y me vi devuelto a los años de infancia, los tiempos de Tierra de gigantes, Mytex el poderoso, el juego de mesa La caza fotográfica, de Félix Rodríguez de la Fuente, y los polvos Tang, que no eran sexo chino sino para hacer una bebida afrutada; los felices tiempos (no para ellas) en que capturábamos notonectas a puñados mientras los adultos vaciaban la piscina para volver a llenarla con agua limpia. Depredadores veloces de la pequeña vida acuática, tienen fama de picar, pero a mí nunca me ha hecho daño ninguna, y me parecen unos seres muy atractivos e interesantes si te fijas: nadan con dos patas traseras como remos que las impulsan de manera que semejan pequeños juguetes mecánicos. Hay gente que no lo sabe, pero las notonectas vuelan, de manera que cuando las sacas del agua regresan y parece que nunca te libres de ellas.
Es ver las notonectas, los ciervos volantes machos (que hacíamos luchar entre ellos), o las mantis religiosas, y volver a los despreocupados y raybradburianos días estivales de la infancia, tan llenos de animales, de descubrirlos a tu alrededor y de aprender a conocerlos. Si la infancia es el paraíso perdido, los veranos de la infancia son su temporada alta. Las mantis, decía. El otro día suspendimos un partido de tenis —total, hacía mucho calor e iba perdiendo— para observar en un rincón de la pista la cópula gastronómica en la que la hembra mantis se merendó a su pareja, más pequeño: empezando por la cabeza que es lo que menos solemos utilizar los machos en esos momentos.
Y es que uno de los grandes placeres de las vacaciones de verano, es poder contemplar a tus anchas, como cuando eras niño, con todo el tiempo que te falta en otras épocas, la fauna que nos rodea. Ver bichos, vamos. En el jardín y en la playa siempre llevo conmigo, junto al libro y los iPods, unos prismáticos o un pequeño telescopio. En la playa es más complicado, porque en Formentera nadie cree que estés oteando los conspicuos chorlitejos de Migjorn.
Es fácil y gratificante transformarte en las vacaciones estivales en un Gerald Durrell, convertir tu destino vacacional en un Corfú y a los bichos en tus parientes. Todos podemos ser Thoreau y David Attenborough en la canícula. La vida se despliega por doquier ante tu vista y el tiempo libre despierta la curiosidad y la capacidad de observación, esas gratificantes hijas del aburrimiento. Puedes pasar horas estudiando las presas atrapadas en la tela de la araña de los jardines (Araneus diadematus) y a la propia criatura, con una cruz en el abdomen, entregada a sus cosas de araña y a tocarse el epigino (imagino). O cómo las hormigas y otros pequeños insectos resbalan en el agujero de arena circular excavado por la larva de la hormiga león y son atrapados y despedazados por sus mandíbulas curvadas, lo único que emerge al fondo de su trampa resbaladiza.
Cada verano tiene su animal totémico, un año fueron las ardillas, que criaron en una horquilla de un árbol desmochado por el viento; otro los alcaravanes de mirada penetrante, observados en los campos camino del Pelayo en Formentera. Y otro más los alcaudones, con su tan siniestra como interesante costumbre de empalar a sus pequeñas víctimas. Y en el mar, hubo el verano del roncador o pez murciélago (Dactylopterus volitans), con sus aletas como alas: pasamos largas horas buscándolo, ebrios de aguas turquesas y síndrome de Cousteau.
La tragedia de unos es fuente de solaz para el naturalista estival: ya hemos hablado de los damnificados de las hormigas león y las arañas de jardín; y la única vez que he visto a una víbora deglutiendo una presa (un ratón de campo) fue mientras me invadía el sopor en una hamaca tratando de leer En busca del tiempo perdido (la postergada lectura de los clásicos, ese complemento perfecto a la contemplación de la naturaleza). Era un áspid melánico, negro. Nunca se ven tantas serpientes como en verano, claro.
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