El cormorán mediterráneo pesca en un mar de plástico: 9 de cada 10 tienen restos en su estómago
Un estudio de la Universidad de Girona alerta del impacto de la contaminación en la especie buceadora y la mortalidad asociada a la pesca accidental
Hay un juego infantil que persiste en pueblos de la rocosa costa mediterránea: ser el primero en avistar de dónde saldrá el cormorán (corb marí, en catalán) una vez que el ave se sumerge en el mar. Como un mísil submarino con plumas, el animal es capaz de adentrarse 50 metros en las profundidades en busca de un pez para emerger más de un minuto después, ya con la presa en el pico. El problema es que cuando la ingiere es más que probable que lo haga con una guarnición de microplásticos: 9 de cada 10 ejemplares de esta especie de la costa catalana tienen restos de este material en sus estómagos, según un estudio reciente elaborado por un equipo de la Universidad de Girona (UdG).
Aunque también sabe volar, el cormorán moñudo mediterráneo (Phalacrocorax aristotelis desmarestii) prefiere bucear. El ave liga su vida a las profundidades marinas y a las rocas, donde anida y descansa tras sus furtivas inmersiones. “Hemos llegado a encontrar hilos de pesca y hasta una moneda de dos céntimos en sus estómagos”, explica Carles Tobella, biólogo del proyecto de investigación Desmares III, del grupo de Biología Animal, que ha elaborado el estudio.
Los análisis de restos plásticos se realizaron a través de dos formas: haciendo necropsia de ejemplares hallados muertos y analizando los egagrópilas (restos no digeridos) del animal. El ave, acostumbrada a ingerir espinas, regurgita bolas por las noches para expulsar los restos a través de un ácido que genera. Con un cuello largo, tiene un plumaje negro que lo convierte en invisible entre oscuras cuevas salpicadas de agua salada. Los últimos rayos del sol sobre su plumaje negro destapan tonalidades verdes en su cuerpo. Para secar sus plumas, extiende las alas y se queda orientado al sol e impasible al oleaje.
“A primera hora de la mañana íbamos a buscar los restos entre las rocas de zonas de la Costa Brava y el Maresme”, añade Guillem Arrufat, uno de los autores del estudio, que señala que el tipo de plástico más frecuente hallado han sido las fibras, cuyo origen están investigando, aunque ya hay teorías. “Se han detectado más restos en la costa del Maresme (la de Barcelona). Eso puede deberse a que es una zona donde la agricultura y los torrentes que cruzan los campos y pueblos para desembocar al mar son frecuentes”, cita. El principal color de los plásticos es el negro, seguido del rojo y el azul. El color de las muestras, creen los autores del estudio, da pistas valiosas. “Los restos agrícolas y textiles pueden ser el origen”, enfatiza Tobella.
Entre otras curiosidades que recoge el estudio está que las hembras acumulan más plásticos en su interior. Aunque eso puede deberse a una simple casualidad, el biólogo cree que será interesante analizarlo en las siguientes fases del estudio, que se centrará en estudiar sus movimientos a través de los 72 dispositivos GPS instalados en sus cuerpos. Estudios de geolocalización de los últimos años han aportado información muy valiosa sobre sus migraciones. Uno del 2019 promovido por la Generalitat puso luz a cómo cada verano ejemplares cruzan en seis horas el canal que separa Menorca con el Cap de Creus (Cataluña) para reproducirse y evitar la consanguineidad de la especie. Los ejemplares más jóvenes pueden llegar viajar de las Baleares a la Península y volver el mismo día, según el biólogo del parque natural del Cap de Creus Gerard Carrión.
La especie estuvo en grave peligro en los setenta, con poco más de cuatro parejas en esta zona de la Península, víctima de los artes de pesca artesanales con redes, que enganchan al animal en demasiadas ocasiones con final fatal. En la actualidad se calcula que existen en torno a 50 parejas en Cataluña. El aumento se debe, dice Tobella, en gran parte a la disminución de artes de pesca lesivas contra la especie asociada a progresiva reducción de la flota pesquera. El biólogo también pone en valor la colaboración que están teniendo con los pescadores para aplicar nuevas técnicas que eviten el enredo, como instalar luces a las redes que los alejan de las trampas. Aparte de la pesca, el biólogo Miguel McMinn, que colabora con el Gobierno Balear, apunta a otra práctica que también afecta al animal: la escalada en acantilados (psicobloc), ahora en auge.
En Baleares, donde existe su mayor población, el número de ejemplares bajó en los noventa pero durante los últimos años se ha mantenido estable. Existen en torno a 1.000 parejas. En verano, el animal se ha acostumbrado a convivir con el turismo masivo. Es fácil avistar ejemplares que se posan en rocas y calas de pueblos costeros entre nadadores, yates y motos de agua: alegoría perfecta de la resistencia de especies emblemáticas a la transformación de la costa al turismo masivo. Aunque el ruido, enfatiza Tobella, sí les inquieta, es un ave con un carácter muy sereno y paciente ante la presencia humana. Aunque siempre hay alguno que se acerca más de la cuenta y acaba por recibir una regañina de los locales, históricamente acostumbrados a la presencia de un animal que algunos pescadores recreativos de costa siguen identificando como un claro indicio de que en la zona hay pescado.
En invierno, cuando las costas rocosas de las islas se vacían de las embarcaciones que ennegrecen de combustible sus aguas, es posible avistar desde superficie la técnica del cormorán mientras pesca bajo el mar. La claridad de las aguas delata sus gráciles movimientos cuando se dirige a bancos de peces, que en su huida del ave se agrupan para desplazarse de forma sincronizada, como estorninos en el aire. El ave va tras ellos en una suerte de danza furtiva de mar.
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