Una cita con la hija de Félix y tantos recuerdos del amigo de los animales
Encuentro en el festival de literatura y naturaleza de Tamurejo con Odile Rodríguez de la Fuente, custodia de la memoria de su padre
Soy uno de los dos únicos catalanes que decidieron pasar en Tamurejo (Badajoz), en plena ola de calor y sin coca ni petardos, a casi 700 kilómetros de Barcelona en línea recta (y no hay línea recta), la verbena de Sant Joan. La revetlla es una de mis fechas favoritas del año; siempre me recuerda a Dagoll Dagom, Sisa y Montse Guallar, por un lado, y por otro La rama dorada de Frazer, por lo del solsticio y los sacrificios humanos de los druidas en las hogueras. Viajé a Tamurejo, pues, entristecido por no poder vivir la fiesta, con la vaga aprensión de marchar a una tierra lejana y el estado de ánimo de Nicolas Cage rumbo a Summerisle en The Wicker Man (El hombre de mimbre), que acababa como acababa. Se dirán entonces que por qué diablos iba allí. Pues mira, iba, con mi viejo carnet de Adena en el bolsillo, para conocer a la hija pequeña de Félix Rodríguez de la Fuente, Odile, y recordar a su padre. También quería ver unos cuantos rabilargos (Cyanopika kooki), el bonito córvido azulado.
El motivo oficial del viaje era participar en la cuarta edición de Siberiana, el festival de Literatura y Naturaleza que dirige Gabi Martínez, el escritor que ha dado carta de naturaleza (y valga la redundancia) en nuestro país a la nature writing o liternatura. Gabi es barcelonés (el otro catalán en Tamurejo, efectivamente), pero, como ha contado de manera maravillosa en su libro Un cambio de verdad (Seix Barral, 2020), tiene raíces familiares en la comarca extremeña de La Siberia (uno de cuyos 11 pueblos es Tamurejo), una tierra de bosques, dehesas, olivares, pastos, berrea, grandes rebaños de ovejas merinas, trashumancia, y hoy 155.000 hectáreas de reserva de la biosfera, que ya es espacio.
Viajé en AVE hasta Ciudad Real tras un trasbordo a la carrera por retraso en Atocha y en la estación me esperaba un conductor para llevarme a Tamurejo junto al poeta experimental zaragozano Gustavo Jiménez, otro de los participantes en el festival, como se ve muy ecléctico. Yo figuraba como “una institución en el periodismo de viajes y naturaleza”, que ya es disparar por elevación. Durante la hora y media de trayecto nos sumergimos el conductor, el poeta y esta institución sin verbena en un mundo inabarcable y solitario, de una belleza salvaje y ancestral bajo un cielo ancho punteado por águilas perdiceras y milanos reales. Durante el recorrido llamé a Barcelona a Jorge de Pallejá, que fue tan amigo de Félix, para decirle dónde estaba. “Vaya, pues lo siento no voy a venir”, me respondió sorprendentemente animoso dado que no sólo no estaba invitado sino que tiene 99 años y se ha roto el fémur. Jorge vivió grandes aventuras con Rodríguez de la Fuente, incluida la de la anaconda que casi le arranca la cara al naturalista. “¿Sabes?, el día que se estrelló en Alaska filmando para TVE, y que era precisamente el de su 52 cumpleaños, el 14 de marzo de 1980, me tenía que llamar para un viaje que íbamos a hacer a Tierra del Fuego. Era un tipo estupendo”.
Llegamos a Fuenlabrada de los Montes -el lugar con más apicultores por metro cuadrado de España-, donde nos alojábamos y de ahí marchamos en un minibús a Tamurejo con otros participantes y con Gabi, al que la estancia en la región de su madre, donde su abuelo fue pastor, le provoca un estado melancólico y casi ascético. Pasamos por Garbayuela, la sede del Pedrusco Fútbol Club, tenido por el peor equipo de España, y el desvío a Siruela. “Por ahí salimos cuando la Caravana negra”, me señaló por la ventanilla y los dos suspiramos recordando a Agustí Villaronga, que participó en 2018 en la bonita experiencia de pastorear con artistas un rebaño de merinas negras.
Arribamos al pueblo del festival a las siete de la tarde con el tiempo justo de salir corriendo hacia la plaza mayor pues era la ya la hora del comienzo de las actividades. Hacía un calor indescriptible, más de 40º, lo que daba un toque surrealista a la denominación de La Siberia y a la peregrina idea de decorar los balcones de Tamurejo con colchas y mantas de lana. En la primera fila de sillas frente a la tarima instalada en la plaza vi a la hija de Félix que ya había llegado, desde Guadalajara. La reconocí enseguida. Es una mujer muy atractiva y tiene algo de su padre. Se lo dije (lo segundo) y me sorprendió con un afable “anda, tú también te pareces con ese pelo tan felixiano”. Me emocioné, pues durante mi infancia, en los años sesenta, y así se lo expliqué a Odile, había adquirido cierta fama (en la familia y amistades) por imitar a Rodríguez de la Fuente. Me sentaba ante una mesita con plumas, pelos y egagrópilas y señalando mapas y dibujos a mi espalda con un puntero, reproducía programas enteros de Fauna: “Queridos amigos, hoy vamos a hablar del alimoche, compañero del poderoso buitre y fulcro palpitante del páramo agreste de nuestras más conspicuas tierras”. Bordaba también la presentación del lirón careto. Las visitas en casa nunca se quedaban mucho, aunque mamá les diera coñac.
Felix, me atropellé ante su hija, lo fue todo para mí. Seguía con devoción sus programas mientras el tam-tam de la cortinilla —que prefiguró la célebre sintonía posterior de Antón García Abril para El hombre y la tierra— sincronizaba en clave de aventura los latidos de mi corazón, y coleccionaba fielmente su Enciclopedia Salvat de la fauna desde el primer fascículo, el 28 de enero de 1970, con 12 años, cada viernes (a 25 pesetas el número). Conservo los tomos, que llevaba devotamente a encuadernar a una imprenta en la calle Córcega, cerca de Venespa, y aún hoy abro el volumen 1, África, con el esgrafiado de un león en la portada, y me vuelve aquel esplendor de fieras envuelto en olor de papel satinado. Antes de visitarlos en persona muchos años después, estuve con Félix en el Serengueti, en el lago Manyara, en el Ngorongoro, donde luego pasé el mismo miedo que él una noche en una tienda, rodeado de rugidos. Me ha sorprendido leer en la biografía de Benigno Varillas (La Esfera, 2010), que el naturalista era capaz de sentir con tanta intensidad el miedo (la “noche del león” o la de los rayos en el cerro Autana venezolano), y de explicarlo. No nos equivocamos con él, era uno de los nuestros, o más bien nosotros unos de los suyos. Metí la mano en el bolsillo y saqué dos viejos carnets para mostrárselos orgulloso a Odile: el de Adena (número 762) y el del Club de los Linces (26 de octubre de 1971, socio 13.129) en el que figuran estampadas juntas, a mano, la firma de Félix y la mía; al lado, el “código de honor de los linces”, un decálogo al que he intentado mantenerme fiel, ser digno como el soldado Ryan a la memoria del capitán Miller.
Con todas estas emociones y las suscitadas por la lectura en las largas horas de viaje del hermosísimo libro que ha consagrado Odile a su padre Félix, un hombre en la tierra (Geoplaneta, 2020), en el que recoge textos significativos de él y sus reflexiones más profundas presentados por ella, subí al estrado a conversar con la hija del naturalista. Odile, bióloga y durante años al frente de la fundación Félix Rodríguez de la Fuente, es todo un carácter, como imagino que debía ser su padre, que era capaz de lidiar no sólo con los depredadores de la naturaleza sino con los de la política (que consideraba “un mal necesario”) y los de los medios de comunicación, y de mantener pese a todo incólumes su entusiasmo y su pasión. Nos recalcó Odile la necesidad de recuperar a su padre no desde la nostalgia y el amor a nuestra propia infancia (aunque el propio Félix fue una persona muy enraizada en la suya, de libre rapaz burgalés persiguiendo al roquero rojo, y que sostenía que “el niño hace al hombre”), sino desde la constatación de que fue un adelantado a su tiempo —incluso en el ecologismo y el feminismo, sostiene su hija— y sus ideas fundamentales para el hoy mismo.
Mientras la veía hablar con energía y autoridad y observaba cómo ignoraba con estoicismo de naturalista el hilillo de sudor que le resbalaba por el escote, pensaba en la niña de siete años que recibió la noticia de la muerte de su padre. Esa niña está en Odile como el niño en Félix. Era la tercera hija de él y Marcelle Parmentier y la única durante cuyo nacimiento el naturalista no estaba de expedición en África. “Esperaba un león y me nació una gacela”, bromeó entonces (y sólo lo entenderán mal los que no sepan lo que amaba y admiraba a las gacelas). En todo caso, Odile tiene más de leona que de gacela. Lo primero que hizo su padre fue cogerla en brazos y olerla como los animales a sus cachorros.
El fenómeno Félix es de mucho más calado, vino a decirnos Odile, que cree que hay que verlo como una especie de chamán, un sabio que buscó reconectarnos con la tierra y los animales. Recordó la capacidad de emocionar de su padre e historias tan conmovedoras como la de Chamal, el halcón sacre que le regaló el emir Abdalá bin Abdulaziz; la de Tití, la zorra que adoptó de niño y mataron a pedradas los vecinos por devastar su gallinero; o la del pastor que sustraía comida en un nido de águilas perdiceras protegido con una cacerola como casco. Facetas poco conocidas de Félix: fue médico estomatólogo, atleta con récord en los 400 metros lisos, guía de safari fotográfico, amigo de Konrad Lorentz y de un pigmeo del Ituri (Lazabo que le regaló la pulsera de pelo de elefante que no se quitaba nunca). Fue Félix un hombre del que se enamoró ciegamente una loba, pero no como Shakira sino una loba de verdad, “la esbelta y dulce Sibila”, que le traía faisanes. Vivió Félix una vida extraordinaria “y murió en el sitio de sus grandes sueños, el gran Norte de James Curwood y Jack London”. Cómo era, le pregunté a Odile para romper el silencio triste, vivir en una casa como la del amigo de los animales. “Me parecía raro que los otros niños no vivieran entre lobos y halcones como nosotras”, respondió. Y yo suspire por no haber conocido antes a esa niña. Hubiéramos sido como Tom Sawyer y Becky. Yo más como Becky.
Y así pasó la tarde, hablando de Félix como si estuviéramos solos en un bar, dos amigos de toda la vida. Acabamos y nos sentamos entre el público, yo seguía como trastornado, conmovido por todo, Tamurejo, Poza de la Sal, la conversación, los recuerdos, Fauna, la luminosa faz del lobo, el calor, Odile. Nos relevó en el escenario el cantante y poeta Duende Josele. “Somos aves de paso”, cantó, “nubes altas en el camino”. Su voz —acompañada por la guitarra de Alfonso Seco— resonaba en la plaza elevándose al cielo entre las golondrinas, el misterio de la vida y las cosas inexplicables, la belleza desbocada donde nadie la espera. “Y si un día me matas, mátame con ternura, que el amor es un baile que no baila un cobarde. Porque una vez amé, sé que no estoy solo, porque una vez amé sé que no moriré del todo”.
Al día siguiente, de madrugada, esperaba el taxi de vuelta, solo, junto a la iglesia del siglo XVI de Nuestra Señora de la Ascensión en Fuenlabrada de los Montes. Todo lo del día anterior parecía un sueño. Y entonces llegaron los vencejos. Los vencejos que gustaban tanto a Félix. Negros y veloces sobre el cielo recién despierto. Chirriantes, ebrios de luz, de vida y de libertad, levantando su vocerío incalculable. “Y les aseguro, amigos, que aquellas masas de vencejos que subían y subían, chillando como en una boda, me robaban el alma. Prodigiosos animales son los vencejos”. Prodigiosa es la vida, y los recuerdos.
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