De safari con los audaces príncipes Ghika-Comanesti
Un libro recoge las exploraciones y cacerías de los aventureros aristócratas rumanos en el siglo XIX en Somalia y Etiopía
He pasado unos días muy intensos de safari en la antigua y peligrosísima Somalilandia (no confundir con la moderna república en disputa), viviendo aventuras con dos aristócratas rumanos miembros del imperio austrohúngaro que parecen salidos de la pluma de Julio Verne o la de Patrick Leigh Fermor: los príncipes Ghika-Comanesti (no confundir con Nadia Comaneci). Nicolas (1875-1921) y su padre Dimitri (1839-1923), que de vivir algo más podrían haber invitado a alguna fiesta en Bucarest al revoltoso Paddy, hace tiempo que crían malvas; de hecho, ni siquiera llegaron a ver la Segunda Guerra Mundial, lo que ciertamente les libró de bastantes sinsabores. Pero me he unido a su audaz viaje gracias a un libro que escribió el hijo y en el que relata pormenorizadamente, y embargado de una joie de vivre que contrasta con que luego acabara suicidándose, la expedición que realizaron de octubre de 1895 a marzo de 1896 a territorios salvajes de las actuales Somalia y Etiopía.
En el trayecto (tras salir de Trieste y llegar a la zona vía Port Said y el Golfo de Adén) dispararon a todo lo que se movía, de acuerdo con una tradición venatoria africana ahora muy poco popular, pero que nos dio a personajes como Frederick Selous, Denys Finch Hatton o Allan Quatermain. Vaya además en descargo de los Ghika que entre los animales que mataron en un mundo muy distinto del actual figuraban varias alimañas que se cebaban en los habitantes de las regiones que recorrieron.
Ahí están, en el libro, los arteros cocodrilos del Río de los Leopardos (Webi Chébeli en somalí), “que habían llenado de mancos el territorio”, o la gorda leona de pésima reputación cazada en la frontera de Abisinia por Nicolas y que se alimentaba indiferentemente “de ganado e indígenas”. También aparece en el libro el leopardo devorador de hombres del desfiladero de Jirato, al que Nicolas no logra eliminar.
Muchos europeos que precedieron a los dos rumanos se habían dejado la piel, como el ex bersaglieri Pietro Sacconi (“Chi vive vede, ma chi viaggia vede oltre”) o ; no es el caso del intrépido Lord Delamere, que pasó por ahí cazando fieras. Un momento emocionante del libro es cuando encuentran los Ghika, siempre con salacot, las dos colinas que los locales denominan Nasa-Hablod, los senos de la virgen que recuerdan las montañas conocidas como los pechos de Saba que hay que pasar, como es sabido, para llegar a las minas del rey Salomón...
Un safari de cinco meses en el país de los somalíes (Basilea y Ginebra, 1898), el libro que nos ocupa, es una obra legendaria entre los cazadores que se ha publicado ahora en castellano, justo 125 años después de que los Ghika cobraran cuatro elefantes en un sólo día (lo recalca la obra), y en una edición tan restringida y tan de lujo que yo no debería tenerla. Y, en realidad, ya no la tengo.
Publicado en una tirada limitada de 200 ejemplares numerados para los socios del club bibliográfico Caza y libros & La Trébere, más un número 0 para el Rey y un número 00 para el Rey emérito (que seguramente lo disfrutará más que su hijo, sobre todo los episodios con los elefantes), el libro, en cuya tabula gratulatoria figuran además de los monarcas, tres marqueses, dos condes, un duque y un vizconde (y un Jacinto que evidentemente no soy yo), ha pasado de manera fugaz por mis manos. Lo ha hecho gracias a mi amigo el cazador arrepentido Jorge de Pallejà, el veterano (el pasado domingo cumplió la friolera de 98 años) autor de títulos como Simba, en las grandes reservas de caza (1960), Los búfalos del Okavango, cacería en Botsuana (1967) y, ya de vuelta del rifle, No matar, la opción de un cazador (1994), amén de varias novelas y otras obras literarias.
Pallejà me pasó su ejemplar (el número 70), convencido de que me daría para escribir algo. Fue durante una comida el pasado noviembre en la que hablamos de su última novela, Carola, un asunto pendiente (2021), que acaba de editarse también en Colombia, y de la próxima (!), en la que anda un poco atascado, mientras él se zampaba con una joie de vivre digna del joven Ghika una docena de ostras. “Te lo presto, pero me lo tienes que devolver”, estableció, “para cuando venga a verme el que me lo regaló, Iñigo de Camps”. Y añadió medio en broma: “Si me muero mientras tanto, te lo quedas”. Aparqué el libro en la pila de los pendientes pensando que para un safari del XIX en Somalilandia no había prisa y que ya encontraría la manera de birlárselo a Pallejá, pues bueno soy yo para devolver un libro, y menos uno tan bonito y que comparto con el Rey, el emérito, tres marqueses, etcétera.
Pero no había tenido en cuenta lo tozudo que es Jorge, capaz de seguir tres días el rastro de un kudú por lo más agreste del Chad y de forcejear con las hienas, como para que no le devuelvas un libro. Al sexto mensaje y el recordatorio de lo que hacía con los traidores el Mau Mau (con el que convivió Pallejá en su etapa en Kenia), no tuve más remedio que ir a su casa a devolvérselo.
Jorge es la única persona que conozco que vive en Barcelona, en Pedralbes, como si estuviera en las colinas de Ngong. Y además tiene una ardilla en el jardín. Tomamos café en el salón de su casa Memorias de África style compartiendo un platillo de barquillos y a una distancia equidistante entre una defensa monumental de elefante y tres impresionantes trofeos de búfalo, uno con un agujero de bala en la testuz. Ese es el búfalo que aparece retratado en, precisamente, Los búfalos del Okavango, y que tantos problemas le dio al autor y a su escopetero Kyabé.
Ya que estaba, y que debía desprenderme del libro, recabé su opinión sobre él a Pallejà, que cada vez se parece más a Thesiger aunque es mucho más simpático (Thesiger nunca te invitaba a barquillos). Pensé que igual así se despistaría y podría volver a llevarme el ejemplar. “Me ha encantado por la naturalidad con que viajan padre e hijo y se despiden cada mañana para ir a cazar, uno por la derecha y el otro por la izquierda de su caravana”. Le comenté que me había asombrado la cantidad de gente y equipo que llevaban los Ghika en su safari, ríete tú de Mogambo (eso sí, ni una mujer, ni Ava Gardner, ni la baronesa Blixen ni Ayesha): sesenta personas, incluidos porteadores, cocineros, shikaris, portaescopetas, dragomanes, palafreneros, una escolta armada con fusiles Sneider y un musculoso jefe de personal con fez rojo y sable de plata al cinto, además de multitud de camellos, caballos, mulas, cabras, corderos y “tres asnos melancólicos para servir de cebo a los leones”. De hecho, en una ocasión unos etíopes los confunden con una avanzadilla del ejército británico.
“Pese a todo, pasar entonces dos blancos solos cinco meses deambulando por ese territorio lleno de animales salvajes, enfermedades y tribus de guerreros hostiles que se untaban la cabellera con mantequilla rancia y quizá te castraban era muy peligroso”, reflexionó Jorge. “Y eso, pese a la aparente tranquilidad y el tono algo naif, se trasluce en el relato. Es lo que más me gusta, el riesgo siempre tiene gracia: la vida es más divertida con riesgo”. Lo dice alguien que se ha metido en muchos lances aventureros, incluido perderse en el Chad (“Monsieur, on va morir”, le reconoció resignado el pisteur, el guía) y afrontar la carga de un león y un elefante. Y que además piensa montar a caballo mañana, como cada fin de semana.
Pallejá, pues, ha disfrutado del paseo con los Ghika, pero eso no significa que añore la caza, en absoluto. “Lo malo de la caza es matar, matar me parece una barbaridad. Todo lo demás de la caza es fantástico, el viaje, el rastreo, la comunión con la naturaleza, el perro. A veces sueño con aquel leopardo que maté y me siento fatal, le devolvería la vida si pudiera”.
Así que dejé sobre la mesa a los príncipes Ghika con su gran cacería, incluidos onagros, rinocerontes, leones (libah, en somalí) y una jirafa reticulada, y me arrellané en el sofá, pertrechado de café y barquillos, para escuchar a Pallejá. “¿Te he contado cuando le aguantaba las anacondas a Félix Rodríguez de la Fuente? Pues me llamó un día Félix y me dijo ‘¿qué haces el jueves?, vente a Venezuela, tráete ropa ligera, lo demás lo pongo yo…”. Quién necesita a los Ghika cuando tiene a Jorge de Pallejá.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.