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LA CRÓNICA
Columna
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Cómo llegar a las Minas del Rey Salomón

Alcanzar el legendario lugar puede parecer un reto demasiado ambicioso para 2021, pero no si tienes el mapa

Jacinto Antón
Una escena de la versión cinematográfica de 1950 de 'Las Minas del Rey Salomón'.
Una escena de la versión cinematográfica de 1950 de 'Las Minas del Rey Salomón'.

Mi propósito para este año es salir pitando en cuanto nos dejen en busca de las Minas del Rey Salomón, el legendario lugar en el África más ignota inmortalizado por la célebre novela de H. Rider Haggard, hito de la literatura de aventuras. Parecerá un objetivo solo al alcance de los más audaces, Allan Quatermain -el cazador protagonista- o el que mejor le ha dado vida en la gran pantalla, Stewart Granger (de la versión con Richard Chamberlain mejor olvidarlo todo excepto a Sharon Stone). Pero yo tengo un puntazo a mi favor: el mapa.

Efectivamente, por circunstancias que ahora explicaré poseo el mapa que conduce a las míticas minas de las que el sabio Salomón extrajo grandes riquezas. Salomón, tercer rey de Israel y de Judá y que hizo aquello de tanta sabiduría de amenazar con partir al niño, no me cae muy bien. Prefiero a su padre, David, gran instrumentista, al que le gustaba bailar, empezó desde abajo y se le fue la olla con Betsabé. Pero no se puede negar que Salomón sabía cómo vivir y hacer templos y su opulencia se hizo proverbial, por no hablar de la reina de Saba, que acudió al reclamo de su sabiduría y regresó embarazada, y que también era opulenta, como dio fe a su manera Gina Lollobrigida en Solomon & Sheba. El rey, cuentan las Escrituras, importó numerosos bienes como oro, plata, marfil, maderas de calidad, sustancias aromáticas y monos (la verdad, como producto de lujo parece mejor un Rólex que un mono), y explotó minas en sitios lejanos como Ofir y Tarsis, que nadie sabe a ciencia cierta dónde estaban.

Las Minas del Rey Salomón, las que salen en la novela de Ridder Haggard y que son las de más pedigrí, no solo por el libro y las películas, sino porque la riqueza que atesoran incluye oro, diamantes y el marfil de millares de colmillos de elefante -de los que se hizo sin duda el fastuoso trono de Salomón que se describe en la Biblia (1 Reyes, 10:18-21)-, están en África, continente que el escritor, que había intimado con los zulúes, conocía bien. Las minas propiamente dichas hace tiempo que no funcionan, pero en ellas se encuentran almacenados todos esos bienes en un misterioso recinto dentro de una enorme cueva llena de maravillas y muchos sustos. El acceso a esa cámara del tesoro de Salomón, con elaboradas puertas de madera pintada, está protegido de una manera que ríete tú de las trampas del templo del grial de Indiana Jones y la última cruzada. Para llegar hasta allí (y convertirse en la persona más rica del mundo) hay que enfrentar innumerables peligros y pasarlas realmente canutas.

Y tener un mapa.

Y yo lo tengo. De 1590, está dibujado con sangre sobre un trozo de tela de lino desgarrada y muestra sólo unas pocas indicaciones topográficas (entre ellas el río Kalukawe, el desierto de las 40 leguas y las montañas animosamente denominadas “los pechos de Saba”), pero que son suficientes, si le añades valor, para encontrar las minas. El mapa, y la sangre, pertenecen a Dom José da Silvestra, un explorador portugués que llegó hasta el lugar aunque luego a la vuelta sufrió un serio percance, vamos que murió. El mapa, conservado por su fiel esclavo fue entregado a la familia del aventurero que lo conservó durante generaciones hasta que un descendiente con ganas de ver mundo y hacerse rico, José Silvestre, lo utilizó. Desgraciadamente su expedición también fracasó y el hombre regresó hecho un guiñapo para morir prácticamente en brazos de Allan Quatermain, que así se enteró de todo el asunto.

El elenco local kukuana en la versión fílmica de 1950 de 'Las Minas del Rey Salomón'.
El elenco local kukuana en la versión fílmica de 1950 de 'Las Minas del Rey Salomón'.
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En la novela, Quatermain sostiene que él tiene el mapa, y de hecho llega a las minas (espero que siendo la novela de 1885 y existiendo al menos cinco adaptaciones cinematográficas, incluida una miniserie con Patrick Swayze, no esté haciendo espóiler). Pero quizá fuera una copia. El mapa que poseo yo y que repaso todos los días, para ir ambientándome de cara a que pase la pandemia, tiene todos los visos de ser el auténtico si exceptuamos una notita al pie que reza “facsímil” y en la que no hay por qué fijarse. Sé al menos de la existencia de otro mapa que es el que compró en un tenderete en Jerusalén Tahir Shah, el autor de In search of King Solomon Mines (John Murray, 2002), uno de los libros de viajes más divertidos y entretenidos que he leído. Shah, coleccionista de una miscelánea de objetos dudosos que incluye una mandíbula de perezoso amazónico, una espada de verdugo sudanés y un bumerán comprado en Marruecos que supuestamente perteneció a Jim Morrison, lo adquirió, el mapa, en un tenderete en Jerusalén y pagó por él 600 sheckels, unos 115 euros. Puede parecer poco para el mapa de unas minas con cuantiosas riquezas, pero una pasta cuando te enteras de que al volver a pasar el escritor por la tienda (Ali Baba Tourist Emporium), el sagaz dueño ya exhibía otro.

Shah no compite con nosotros, con Quatermain y conmigo, pues considera que las minas del rey Salomón no están donde marca el mapa y hay que buscarlas (y a eso dedica su libro) en Etiopía, y así de paso puedes encontrar la perdida Arca de la Alianza y tienes el lote completo. Según Shah, Rider Haggard se dejó fascinar por el descubrimiento de las ruinas del Gran Zimbabue en 1870 y la quimera victoriana de que ese era el reino de Ofir de la Biblia, y por eso situó sus minas de Salomón en una región inexplorada al sur de África. Con gran ecuanimidad, el filme de Hollywood de 1950 con Stewart Granger y Deborah Kerr, transcurre en Kenia. Recientemente se ha tratado de ubicar las minas en territorio de los edomitas (no confundir con los sodomitas).

Mi mapa lo encontré en Lisboa, lo que le da una pátina de autenticidad, y a diferencia del de Shah no me costó ni un duro, pues lo sustraje. No me da apuro confesarlo porque fue hace años y habrá prescrito y si algo perdonará Dios en su infinita misericordia es robar un mapa del tesoro. También Jim Hawkins mangó el suyo del baúl de Billy Bones. El caso es que me encontraba en la capital portuguesa de viaje con unos amigos que solo pensaban en patearse el Barrio Alto bebiéndoselo todo cuando me metí en la librería Da Costa y me puse a revolver libros viejos. Entre las páginas de una antigua (y carísima) edición de Las Minas del Rey Salomón encontré el mapa. Prometiéndome que en cuanto hallara el tesoro volvería para comprar el libro (el detalle me honra) y mientras mis camaradas Evelio P. y Josemari R., que habían confundido la librería con una licorería, distraían al dependiente, me metí el mapa en el bolsillo.

Comprometido momento para Quatermain (Richard Chamberlain) en la adaptación de 1985 de la novela.
Comprometido momento para Quatermain (Richard Chamberlain) en la adaptación de 1985 de la novela.

Por la noche lo desplegué temblando de emoción. Ahí estaba todo. Los pechos de Gina, uh, Saba, el kraal real, la carretera de Salomón, Leu, el pozo, los ídolos, y la boca de la cueva del tesoro. Y la larga anotación al pie, también en portugués: “…estou mourrendo de fome, com meus proprios oihos vé os diamantes guardados nas cámaras do thesouro de Salomao, mas nada poderia levar, e apenas a minha vida…”. Y traduzco el final: “Ahí quedan las riquezas para quien siga el mapa”.

El mapa de las Minas del Rey Salomón, dibujado por el explorador portugués Dom Jose da Silvestra (uso restringido).
El mapa de las Minas del Rey Salomón, dibujado por el explorador portugués Dom Jose da Silvestra (uso restringido).

En fin que no hay más que esperar a que acabe el confinamiento municipal, pertrecharse, montar una expedición (con suficientes rifles), atravesar el terrible desierto, lidiar con un elefante furioso, ascender el pecho izquierdo de Saba hasta encontrar el paso bajo la cima con forma de pezón (Silvestra dixit), adentrarse en Kukuanalandia, enfrentarse a los fieros lanceros kukuanas -primos feroces de los Matabele- del rey Twala, el Tuerto, el Negro, el Terrible; a la malvada hechicera Gagool, llegar a los montes de las Tres Brujas y al Gran Agujero, pasar ante los Silenciosos -las tres grandes estatuas de extraños dioses del Antiguo Testamento-, descender a la gran cueva, entrar al Vestíbulo de la Muerte y saludar a los caudillos petrificados; y por último: acceder a la cámara del tesoro de Salomón. Vamos, está hecho.

Como acompañantes llevaré a los mismos Evelio y Josemari, como Quatermain llevó a Sir Henry Curtis y al capitán John Good (en la novela, a diferencia de en las películas, no van mujeres, que en el safari la lían: véase Mogambo). Hará falta llevar también un camuflado aspirante al trono kukuana como Umbopa/ Ignosi, ya veremos de dónde lo saco. Quizá Jordi Serrallonga, que conoce el terreno y es alto. El plan está listo, el camino trazado. Y solo me queda añadir que iremos a través de todo lo que nos echen hasta el final, dulce o amargo, y que si hemos de recibir algunos golpes en la cabeza no será sin que hayamos pegado algunos tiros antes, pues estamos acostumbrados a arrostrar peligros y no nos volveremos atrás, de ningún modo. Y ahora, just for luck, you know, voto por ir al bar (cuando abran), extender el mapa sobre la barra, y brindar, anticipadamente, por todo ello.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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