Elegancia y confort entre leones
S aber vestir como requiere la ocasión en un safari es algo al alcance de muy pocos, sobre todo sin hacer el ridículo. Examinemos algunos casos paradigmáticos. Yo mismo, sin ir más lejos, y aunque parezca increíble, he realizado varios safaris, la mayoría por motivos de trabajo, con lo que no vengo a sugerir que sea un cazador profesional, un white hunter, vamos –no tengo madera, y ya que estamos, ni siquiera tengo rifle–, sino que me he colado de periodista en la sabana. He visitado parajes asombrosos llenos de peligros –y de vida salvaje que los hacía redundantemente peligrosos– en Tanzania, Kenia y Botsuana y siempre, qué cosa, me he equivocado con la indumentaria. No por falta de imaginación, qué va, pues me sobra, sino por no ser capaz de escoger las prendas adecuadas y dar con el look que garantice elegancia, supervivencia y ese primo joven de esta que es el confort. Cuando, siguiendo mis impulsos naturales, apostaba por la estampa romántica –incluido un sombrero con cinta de piel de leopardo (imitación) comprado en Arusha por una pasta– todo el mundo alrededor escogía la funcionalidad, dejándome en evidencia; y si me inclinaba por la sobriedad, la gente se ataviaba como para un remake de Las minas del rey Salomón. He sufrido mucho de safari y no solo porque me aterran los leones –a los que, por cierto, les importa una higa cómo vistas–, especialmente si se instalan en el capó del coche, el vehículo carece de techo y el chófer kikuyo no acierta con el arranque. Cuando has elegido un estilo (y te has equivocado), generalmente a una hora intempestiva de la madrugada, tras una noche espantosa porque se te ha colado en el campamento un elefante ebrio de marula, ya es para todo el día y solo queda aguantar las risitas y comentarios insidiosos tipo “jo, mira ese que ha confundido a Hemingway con el Coronel Tapioca”. O al contrario: “Jose Mari, que no te salga el tipo de la camisa de Zara en la foto que va a parecer que estamos en el Safari Park de Sigean, con lo que nos ha costado esto”.
Cazar el estilismo perfecto
El caso es que conozco a un puñado de personas capaces de vestir en sus aventuras africanas como les da la gana y todo el mundo silba de admiración. Eduardo, diplomático, Jorge, empresario y escritor, y Luis, abogado, no han dudado toda la vida en pasearse por África como si estuvieran rodando Mogambo, incluido el uso de esa prenda inefable que es la sahariana. Claro que los tres han sido cazadores y los dos primeros tienen las hechuras de Stewart Granger mientras que el tercero, aunque es bajo, lo que tiene es una autoestima que ríete tú de Clark Gable mientras se lo rifaban Ava Gardner y Grace Kelly. El tío es que quedaba bien hasta con un sombrero como el mío, al que añadió un espantamoscas hecho con una cola de ñu y con el que se abría paso por las calles de Mombasa como Allan Quatermain entre los guerreros kukuanas. El secreto, como siempre, es la confianza. Con todo, mi admiración mayor es para un colega alemán con el que coincidí en Masai Mara. Al acabar el safari, manifestando un espíritu práctico que me dejó traumatizado de por vida, cogió toda la bonita ropa que había vestido ofreciendo una envidiable imagen de profesional de Hunters & Guides y, tras meterla en una bolsa de plástico, la lanzó a la basura guiñándome un ojo: “Me costó muy barata y así no hay que lavarla”.
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