Muere a los 87 años el compositor Antón García Abril, autor de músicas para cine y televisión como ‘El hombre y la Tierra’
El músico creó obras para orquesta, cantatas o piezas para grupos de cámara, pero la fama le llegó gracias al audiovisual con 200 bandas sonoras. Logró el Premio Nacional de Música
El siglo XX fue el que contempló la muerte y la resurrección de demasiadas cosas y Antón García Abril, anduvo ahí para atestiguarlo y reconstruirlo. La música no fue ajena al signo de los tiempos: es más, los anticipó, los profetizó con sonidos que se acercaron al abismo, cayeron y volvieron a resurgir. La generación española del 51 es un ejemplo de todo eso. Y García Abril, uno de sus más destacados representantes.
El compositor, que contribuyó a transformar la música en España, murió este miércoles en Madrid a los 87 años por coronavirus después de llevar varios días hospitalizado. Nacido en 1933 en Teruel, inició sus estudios en Valencia y a los 20 años se fue a la capital para continuar su formación en el Real Conservatorio. Allí se forma con Julio Gómez y pronto conoce a Jesús Guridi, aunque también aprende de oráculos como Óscar Esplá y Moreno Torroba. Esto en cuanto a sus maestros, pero igual de determinantes fueron en su caso los compañeros de generación, los conocidos como los de la del 51, con Carmelo Bernaola, Cristóbal Halffter o Luis de Pablo, entre otros.
Estrena sus primeras obras en el Ateneo, junto a colegas a quienes se incluye en el movimiento Nueva Música. Ambos movimientos, la Generación del 51 como tal y Nueva Música suponen la reconstrucción en España de aquella línea de creación musical continua que quedó rota por la Guerra Civil y con gran parte de sus talentos en el exilio.
Los más audaces entre los jóvenes decidieron mirar hacia fuera y aliarse con los que dentro de Europa también intentaban reconstruir un lenguaje musical para la posguerra después del apocalipsis. Todos ellos fueron a parar a la ciudad alemana de Darmstadt, el lugar donde confluyeron las expresiones más rupturistas, vanguardistas, posibles e imposibles de la época. Fue donde los veinteañeros españoles trabaron relación con el resto de sus iguales más o menos contemporáneos europeos: Stockhausen, Luciano Berio, Luigi Nono, Xenakis, Varèse…, que subyugados por liderazgos como los del iconoclasta a tiempo completo Pierre Boulez o el influjo medio sagrado de Olivier Messiaen y Stravinski andaban dispuestos a continuar la revolución iniciada por la Escuela de Viena con Arnold Shoenberg como su más destacado profeta. Incluso ir más allá…
Defensa de la melodía
García Abril vivió aquello. Lo aprovechó y lo experimentó, pero no tardó en liberarse de aquel influjo que marcaba como una secta a fieles y traidores. “El santuario se convirtió en una especie de dictadura”, decía. Así que no extraña que años después, su discurso de entrada en la Academia de Bellas Artes de San Fernando lo titulara Defensa de la melodía. Se encontraba entre aquellos que renegaron en cierta forma del paroxismo y la demolición que enfervorizó a los jóvenes de Darmstadt y regresaron a las bases para, desde ahí, reconstruir un camino que conectara con el público.
Y una de las claves para él estaba en la reivindicación de la música popular. García Abril mezcló rupturas, expresiones y géneros entre la vanguardia y la tradición. Ese fue su camino desde los años sesenta y setenta. Las salas de concierto le servían para experimentar con obras arriesgadas y los medios de comunicación (la televisión), con propuestas cercanas. Pocos son los españoles que no reconocen al instante la sintonía de El hombre y la Tierra, el programa al que puso música junto a la voz de Félix Rodríguez de la Fuente o en series como Fortunata y Jacinta, de Mario Camus, Anillos de oro, Curro Jiménez, Brigada Central. O ya, en el cine, donde fue un innovador de la banda sonora con Los santos inocentes y La colmena, también con Camus, El crimen de Cuenca, Gary Cooper que estás en los cielos, con Pilar Miró o españoladas como ¡Vente a Alemania, Pepe!, Sor Citröen…
Esos géneros le dieron fama, pero se centró también en lo sinfónico, la música de piano, cámara y la ópera, con Divinas palabras, estrenada en el Teatro Real en 1997 con Plácido Domingo. Fue un género al que, dijo, “llegué tarde”, como les pasó a otros compañeros de generación. No así a sus piezas para guitarra o a obras inspiradas en Aragón, su tierra, como el Concierto para las tierras altas o los Cantos de Ordesa o sus más recientes seis partitas escritas para la violinista Hilary Hahn.
Ejerció la docencia más de 30 años en el conservatorio madrileño donde se formó y en la Escuela de Altos Estudios Musicales de Santiago de Compostela. Fue reconocido con varias distinciones, entre ellas, honoris causa de la Complutense en Madrid o la Universidad de la Habana, la medalla de Bellas Artes (1998), el premio Tomás Luis de Victoria, la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio, el Premio Nacional de Música (1993). Sus composiciones sonaron en las voces de Victoria de los Ángeles, Plácido Domingo, Montserrat Caballé, Teresa Berganza, Ainhoa Arteta, José Bros, María Bayo, Isabel Villanueva, Jesús Rodolfo, Leonel Morales, Pablo Ferrández, Nancy Fabiola Herrera, María José Montiel y sus obras han sido interpretadas en todo el mundo por Hilary Hahn, Truls Mork, Akiko Suwanaii, Nils Mönkemeyer, Zandra McMaster, Rosa Torres-Pardo.
Vivió intensamente, dejó amigos para los que siempre tenía una palabra amable, una conversación distendida y la disposición abierta a escuchar buena música en compañía.
Babelia
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