Los poderes del chamán Félix Rodríguez de la Fuente
Cuando empezaba la sintonía de ‘El hombre y la Tierra’ me pegaba a la pantalla. Me he preguntado qué causaba esa fascinación, si mi ingenuidad infantil o la voz del divulgador, y creo que era la segunda
No fui uno de los niños que lloraron la muerte de Félix y rompieron sus huchas para financiar monumentos, pues no tenía ni un año cuando murió. Sin embargo, mi primer recuerdo le pertenece. Debo de tener unos dos años, porque estoy sentado en un cajón que vaciaban para mí. Mi madre me avisa de que empieza El hombre y la Tierra y yo respondo que luego voy. Me avisa un par de veces más y la ignoro igualmente, hasta que escucho la sintonía de los créditos finales. Salto del cajón, pero solo llego al carrusel de letras. Me he perdido El hombre y la tierra, y siento una rabia y un desamparo inconsolables. Lloro cataratas, pataleo y maldigo ante la pifia, mientras mi madre murmura: “Este niño es tonto”.
No volví a perderme un episodio. Cuando empezaba la sintonía de Antón García Abril, me pegaba a la pantalla. Me he preguntado qué causaba esa fascinación, si mi ingenuidad infantil o la voz de Félix, y creo que era la segunda. Hoy, el adulto descreído y un poco cabroncete que soy aún se emociona cuando ve vídeos de sus documentales, y no como mordiscos de magdalenas de Proust, sino porque reconozco a un genio de la palabra hablada.
En algún libro tengo escrito que veíamos una figura paterna arquetípica en él, que nos sentíamos seguros cuando acariciaba el cogote de aquel lobo con sus manos agrestes.
Su hija Odile, que acaba de publicar Félix: un hombre en la tierra, lo define con acierto como un chamán. Pertenecía a una estirpe que se remonta a las cavernas. Odile vindica ese aspecto mágico de su personalidad recuperando su palabra original en el libro, que es una especie de Biblia para felixistas, sin interpretaciones ni filtros. Hojeándolo, he entendido mejor las lágrimas de aquel niño que no soportaba perderse un episodio.
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