El dorado fulgor de las oropéndolas
Aves amarillas y recuerdos de adolescencia para un melancólico final de vacaciones
El final de agosto y de las vacaciones, y el declive inexorable del verano, van aparejados en mi caso con un paradójico fulgor dorado: el de las oropéndolas que visitan por estas fechas cada año mi jardín en Viladrau. Lo que empezó en 2017 —tengo minuciosamente apuntada la fecha en mi libreta de avistamientos de aves— siendo un acontecimiento excepcional, la observación de ese pájaro amarillo (especialmente los machos adultos), tan refulgente y a la vez tan esquivo, se ha convertido en una marca estacional y vital. Cuando las oropéndolas llegan, casi el mismo día año tras año, con su estallido espectacular al volar recortadas sobre el cielo azul y el follaje verde, comienzas a escuchar caer la arena también dorada del reloj del estío, una época que al inicio parecía extenderse felizmente como una playa sin fin.
Las oropéndolas (ocho este año entre machos, hembras y juveniles), por supuesto, no vienen a casa como símbolos aéreos, heraldos crepusculares con alas de melancolía, sino muy mundanamente atraídas por los higos de mi higuera, a la sazón en sazón. Se dan un festín con ellos y se quedan en mi jardín y los alrededores completamente seducidas por el dulzor de los frutos hasta que se hartan, en un par de semanas, y se van como han venido (a África, las nuestras invernan en la República del Congo: lo que habrán visto por el camino). Con los años, mi entusiasmo y mi fascinación no ha disminuido, pero he ido profundizando en el conocimiento de los hermosos pájaros, proceso que he rematado este verano con un seguimiento más científico de la visita y la lectura de una monografía de referencia, The Golden Oriole, de Paul Mason y Jake Allsop (T & AD Poyser, 2009), adquirida por una pasta (¡81 euros!) en mi proveedor habitual, la tienda barcelonesa de naturaleza Oryx, en la que me he dejado tanto dinero que ya podrían bautizar un ala (y nunca mejor dicho) con mi nombre.
He aprendido muchas cosas nuevas de las oropéndolas europeas u orioles, que es como los llamamos en catalán, nombre derivado del latín “aureolus”, dorado (de ahí el nombre científico oriolus oriolus), como en el caso del inglés (oriole) y más o menos el francés (loriot) y el alemán (pirol), pero no el italiano (rigogolo) y menos aún el serbio (cichimicha). Al menos en dos idiomas su nombre hace referencia a su pasión por los (mis) higos: el portugués (papa-figos) y el griego (sykophagos, de sykon, higo). Como se ve, el libro me habrá costado un riñón, pero mi conversación ha ganado muchos enteros. En la obra, que explica que las oropéndolas, además de alimentarse de frutos e insectos y muchas orugas, beben néctar, Mason y Allsop establecen con indisimulado entusiasmo que “como muchos observadores de oropéndolas sin duda estarán de acuerdo, ese pájaro es el paseriforme arborícola más frustrante, inteligente, bello, con carácter, acrobático, valiente, diverso y exitoso que existe”. Son muy valientes y se conocen casos en que han incluso matado con su pico aves de presa que depredaban sus nidos.
Está considerada entre las aves más difíciles de ver —Mason y Allsop describen una dolorosa condición conocida como “cuello de oropéndola”, resultado de estar mucho rato buscándola—, pues pasa la mayor parte de su tiempo oculta en las copas de los árboles, camuflada entre el efecto moteado de las hojas al moverse. Doy fe de lo increíblemente que se disimulan. Las pierdes enseguida de vista cuando se posan, y la mayor parte de las veces lo que ves es sólo un destello de oro cuando pasan a toda velocidad (llegan a los 80 kilómetros por hora) ante tu vista. Parecen pequeños caza reactores con una capacidad prodigiosa a lo Maverick para cambiar de dirección y escapar a tu mirada. A menudo cruzan tras un árbol y cuando esperas que salgan por el otro lado, ya no están. Las he observado despegar de las ramas no alzando el vuelo sino dejándose caer entre el follaje. “Es un pájaro que precisa de mucha paciencia para verlo”, señalan Mason y Allsop, “pero cuando le concedes tu tiempo, te recompensa con mucha emoción y una mente satisfecha”.
En paralelo a las oropéndolas, mi final de vacaciones lo marcan los últimos días en la piscina del club de veraneantes del pueblo, donde los días finales de agosto y primeros de septiembre sólo quedamos un puñado de irreductibles, adictos a esa especial atmósfera transparente de las postrimerías estivales en la que el cielo y el agua rivalizan en un azul tan limpio que duele. Yo hago largos con la fruición de un nadador de David Hockney, envuelto en la nostalgia de saber que esto se acaba y pertrechado con mi máscara de buceo panorámica Easybread y un MP3 resistente al agua cargado con música de Pink Floyd. Hay que tener redaños y falta de sentido del ridículo para meterse así en la piscina, pero el efecto es lisérgico. Como en la máscara entra poco aire si nadas deprisa, te vas ahogando, y al escuchar Wish you were here con el efecto de los reflejos en el fondo te parece ver oropéndolas ante los ojos. El socorrista permanece muy atento.
El caso es que este año hay un grupo de preadolescentes que se han instalado a hacer sus cosas de preadolescentes en la piscina a la misma hora que los nuotatori adultos habituales. Al principio me parecían molestos, pero con perspectiva del fin del verano me han acabado inspirando tanta nostalgia como los pájaros amarillos. Al cabo, a la sensación de fin de ciclo se añade la constatación de que mientras el tiempo para unos comienza, el tuyo empieza a estar más pasado que los higos. El grupo lo componen varios jovencitos descerebrados y unas jovencitas ya con formas. Juegan a cosas de niños (perseguirse, tirar a los otros y sus toallas y pertenencias a la piscina, chillar mucho), pero ellos y ellas empiezan a percibir que las relaciones están cambiando tan inexorablemente como sus propios cuerpos, y como los días del final del verano: estoy tentado de escribir del verano de la inocencia, pero quedaría muy cursi. Es fascinante observar de qué manera la vida sigue y se renueva. No hace tantos años, bueno sí, una eternidad, éramos nosotros, los hoy solitarios nadadores adultos, los que protagonizábamos esos juegos y observábamos con raro anhelo y aprensión nuestros cuerpos metamorfosearse bajo las pieles morenas en el ambarino resplandor de otros finales de verano, al borde de la alberca de la pubertad.
He encontrado en An american chilhood (Harper Perennial, 1988), memorias de infancia y adolescencia de la poetisa Annie Dillard, tan sensible precisamente a la naturaleza y las aves (es la autora de la maravillosa Una temporada en Tinder Creek, Errata Naturae, 2017), preciosas y emotivas descripciones de esa época de la vida, que leo en la tumbona observando con el rabillo del ojo. “Ah, los chicos, qué poco los entendía, qué poco incluso vislumbraba quiénes eran”. Dillard escribe del asombro de ver a sus compañeros de juegos transformarse: “Los chicos habían cambiado. Esas pequeñas ranitas se habían estirado y transformado en príncipes y dioses. De repente estaban allí, diversos en sus variados esplendores, cada uno poderoso, y misterioso, inmenso (…) Nunca te cansarías de recorrer con tus ojos asombrados el misterio de su construcción, de su volumen, de su piel”. Fin de vacaciones con un libro hermoso, aves mágicas, y el recuerdo nostálgico de la juventud; ¿quién da más?
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