“No puedes separar la belleza de la naturaleza de su crueldad y su violencia”
La escritora Annie Dillard vuelca su pasión por el espíritu de lo salvaje en ‘Una temporada en Tinker Creek’
Una temporada en Tinker Creek (Errata Naturae, 2017) empieza con la autora, Annie Dillard, despertándose tatuada con las huellas de las patitas ensangrentadas de su viejo gato que había estado merodeando y cazando por el campo y luego aterrizó en su cama y se acurrucó sobre ella. Escribe que era como si le hubieran dibujado pequeñas rosas. “¿Qué sangre era esa, qué rosas? Podría haberse tratado de la rosa de la unión y la sangre del asesinato o de la rosa de la belleza desnuda y la sangre de algún inefable sacrificio o nacimiento”. Libro de estremecedor lirismo, con un eco de Emily Dickinson, pleno de imágenes bellísimas y perturbadoras (la vez que la autora encontró una serpiente enroscada dentro de una casita para pájaros), de exploraciones en la naturaleza y en el alma, teñido de un sentimiento religioso casi panteísta, Una temporada en Tinker Creek le hizo ganar en 1975 a Dillard (Pittsburgh, 1945), una de las grandes escritoras estadounidenses contemporáneas, el Pulitzer a una obra de no-ficción.
El libro, escrito bajo advocación de Thoreau (al que dedicó su tesis) y devoto de la existencia al aire libre y la pasión por el espíritu de lo salvaje, es una especie de diario, cuajado de historias e imágenes, de la vida de la autora en Roanoke, junto al arroyo Tinker, en un valle entre las montañas Blue Ridge de Virginia, a través de las estaciones. Mezcla de reflexiones, observaciones y anécdotas, en Una temporada en Tinker Creek aparecen, descrito todo con un hondo sentido de la maravilla, garzas de mirada verde y taciturna, chinches acuáticas, ranas con las mandíbulas llenas de libélulas, ardillas, zarigüeyas, y una yegua blanca, flechas indias, “bichos y brotes”, como diría Thoreau, pero también pensamientos como que nuestra vida es “una tenue traza sobre la superficie del misterio”, consejos sobre la forma de hacer un muñeco de nieve, ese arte indispensable, o recomendaciones de viejo almanaque: el guiso de rata almizclera o que para evitar pesadillas hay que comer zanahorias silvestres.
Drillard habla al otro lado del teléfono desde su casa en EE UU y de entrada se enfada: “¡Quién es, qué quiere!”. Que el que perturba su bucólica tranquilidad tenga nombre de flor la hace reír, y la apacigua aún más decirle que frente a los ojos su interlocutor, tan lejos, tiene la foto de su arroyo Tinker para no mirar la mesa desnuda durante la conversación. “Solía ir por allá, puedes descubrir mucho de la vida asomándote a la naturaleza”. La voz de Dillard es tan bella y asombrosa como su prosa, llena de matices y tonos diversos: las filigranas y volutas de la textura del mundo, diría ella. “Pero no necesitas ir a lugares salvajes profundos, Tinker Creek no es un sitio remoto. No es un paraje recóndito y agreste, y sin embargo, guarda mi verdad”.
Su prosa es muy poética... “¡yo soy poeta!”, interrumpe la escritora, “pero para algunas cosas, para explorar, para filosofar, has de acercarte con la prosa porque a la gente en general no le gusta la poesía, ¿sabes?. Lo que yo hago es usar en prosa las mismas técnicas que la poesía, y la gente no se da cuenta”. En Una temporada en Tinker Creek resuena Huckelberry Finn. “Más Thoreau y el estanque Walden, aunque, es cierto que algo hay de celebración de la existencia y de la alegre intensidad de la novela de Mark Twain. Pero también hay mucho de filosofía en el libro, y de ciencia. Y hay esperanza, hay esperanza”.
Al mencionarle otros ecos como los del Ray Bradbury de El vino del estío o Matar a un ruiseñor, de Harper Lee, se hace un largo silencio. “Bradbury... lo leí hace tantos años, el problema es que odiaba a las mujeres. Matar a un ruiseñor... aún hay ahí muchas iluminaciones”. ¿Es Drillard una persona feliz? “Lo era, aún lo soy. La curiosidad ayuda. La tengo desde niña. La mía fue una infancia muy americana en eso, interesada en descubrir todo lo que la vida ofrece. Descubrimos la vida como otros descubren a Rimbaud. La gente suele perder la curiosidad y el interés por las cosas al crecer, ¿por qué?”. La escritora considera un deber hacer que el lector recupere esa curiosidad por la vida, “y la ame”. “Cuando perdemos la inocencia”, advierte, “nos desprendemos de nuestros sentidos”. Ella sigue siendo, proclama “una exploradora y una acechadora”.
Su amor por la naturaleza no significa que no vea el lado oscuro de esta. “No puedes separar la belleza de la naturaleza de su crueldad y su violencia”, subraya. Su aparente idealismo posee un reverso duro y analítico, pero siempre con un lado lírico o incluso místico. Para ella “los pájaros cantan para marcar su territorio, pero no solo”. Cita la tradición jasídica según la cual una de las tareas del hombre es ayudar a Dios santificando las cosas creadas. Y en su caso descifrando la intrincada textura de las cosas del mundo.
Una temporada en Tinker Creek está lleno de una extraña luz. “Esa luz la creas con palabras, es muy parecido a pintarla al óleo”, explica. “Has de dar capas y aplanar, y trabajar y trabajar. En la pintura y en la literatura”. Y tienes que tener “el bagaje de la poesía”. Entre sus poetas favoritos, nombra a Wallace Steven, a Yeats, a Siegfried Sassoon, “y a los simbolistas franceses que aprendí a amar de joven, Rimbaud, Verlaine”. Reconoce el mismo amor por los filósofos. “Platón, Aristóteles, son también poesía y el intento de reconciliar pensamiento, ciencia y espíritu”. De la dicotomía campo/ ciudad, considera que “la gente es más feliz en el campo, no sabría decir por qué, pero por supuesto, ninguna generalización es cierta”. No obstante, recuerda que “la maldición de la ciudad es la conciencia de uno mismo” y que la urbe es territorio de la novela no de la poesía.
¿De dónde saca todas esas maravillosas anécdotas que aparecen en su libro? Lo de que Jerjes detuvo su ejército para admirar la belleza de un sicomoro. O lo del hombre que se consagró a introducir en América los pájaros que Shakespeare menciona en sus obras. O que la llegada del mal tiempo se nota en el sabor a membrillo del aire. O que la gente en Europa creía que los gansos y cisnes invernaban en la luna. Annie Drillard ríe con una risa cristalina. “Es el mundo, que es así. También es necesario que te escuche un alma gemela, aunque espero que encuentres otra más cerca”.
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