Crónicas de la infidelidad de Ray Bradbury
Las inesperadas aventuras extramaritales del autor de ‘Farenheit 451’ inspiraron algunos de sus cuentos
Es frecuente considerar a Ray Bradbury (1920-2012), del que este año se cumple su centenario, un moralista, un hombre íntegro acunado en los mejores valores conservadores de la América profunda, y también un soñador de mirada lírica e inocente, más de zarzaparrilla que de whisky y al que si le encontrabas algo bajo el colchón eran sus viejos cómics o los poemas de Robert Frost y no ejemplares de Playboy. Como gran fan del autor de las Crónicas marcianas y especialmente de esos prodigios de sensibilidad y de comunión con la propia infancia que son sus novelas El vino del estío y La feria de las tinieblas, imaginarán mi sorpresa al descubrir que Bradbury, el Bradbury de octubre, Chopin y limonada en el porche que escribió “amamos las puestas de sol porque se acaban” o “todo se cura con un rato de lágrimas y helado de chocolate", tuvo varias aventuras extramaritales. Nadie es de piedra, cierto, pero realmente eso sí parece marciano en Ray. Resultará que Farenheit 451 no es solo la temperatura de combustión del papel…
Es verdad que Bradbury tenía un lado oscuro, de algún sitio tenían que brotar esas fantasías tenebrosas y hasta macabras que pueblan sus historias junto a la extrema sensibilidad, la poesía, la nostalgia, la melancolía, la soledad y los cohetes. Pero parecía que las sombras y oquedades del escritor tenían que ver con los miedos de la infancia y la certidumbre de que la muerte es una acompañante inseparable de la vida. Pues no, Ray Bradbury podía como cualquier hijo de vecino escribir de canales marcianos y engañar a su mujer (bueno, es un decir: cualquier hijo de vecino no escribe de canales marcianos).
Casado en 1947 con Marguerite McClure, Maggie, a la que conoció -cómo no- en una librería, Bradbury, cuyo padrino de boda, por cierto, fue Ray Harryhausen, le fue infiel por primera vez con una mujer veinte años más joven que acudió a una lectura de sus libros en Los Ángeles en 1968. Lo cuenta Sam Weller en su biografía de referencia The Bradbury Chronicles (Harper, 2006) en unos pasajes que te dejan más estupefacto que en los que explica que, según documentos desclasificados, el FBI investigó a Ray por sospechoso de pertenecer al partido comunista, considerando que las Crónicas marcianas tenían un trasfondo antigubernamental. Bradbury era amigo del marido y trató de no dejarse arrastrar por el deseo (“mi cuerpo dice sí, pero mi mente dice no”, le escribió a ella) pero finalmente, cuando llegó a los 451 º F, imagino, no pudo resistirse. En 1974 lo dejaron correr por decisión de la amante, que tenía remordimientos.
Bradbury casi encadenó esta aventura con la siguiente, un segundo affaire lleno de pasión que duró cuatro años, esta vez con una aspirante a escritora (Weller tampoco da el nombre en este caso) de treinta y pocos que lo llamó para felicitarle el cumpleaños. La relación estuvo llena de romanticismo à la Bradbury: juntos los amantes visitaron en el barrio de Silverlake de Los Ángeles la famosa escalera en la que Laurel y Hardy filmaron en 1936 la escena del piano de The music box, y se hicieron fotos, Ray como el gordo, jugueteando con la corbata, y ella como el flaco, rascándose la cabeza. A medida que la relación progresaba -con otras películas, supongo- Bradbury se fue volviendo más descuidado y Maggie le pilló por un recibo de compra de flores con la tarjeta. Ray admitió que estaba teniendo una aventura y su esposa lo echó de casa. Luego lo perdonó (“eres un hijo de puta, pero te quiero”, le dijo). Él se autojustificaba con la idea de que Maggie le había pedido una vez el divorcio y sentía que lo podía abandonar en cualquier momento. Así que siguió con su aventura, que no finalizó hasta que la amante lo despachó por teléfono aduciendo que se había convertido al catolicismo y no podía seguir por motivos de conciencia, lo que dejó a Bradbury tan echo polvo como perplejo, y sin argumentos.
Esta segunda aventura inspiró al escritor un bonito cuento más que explícito, La historia de amor de Laurel y Hardy (incluido en la colección El vector Toynbee, Minotauro, 1991), en el que los dos amantes protagonistas hacen lo mismo que hicieron él y la suya. El relato, tan sorprendente si no conoces el affaire (hay otros cuentos en la antología en los que puedes hallar el eco: Promesas, promesas; Una noche en tu vida, El romance), permite contemplar cómo veía Bradbury su aventura y la sublimaba con la alquimia de sus palabras. Una preciosa y arrebatadora historia de amor con frases eternas que parecían dichas por primera vez: “¿Alguna vez te habían besado de veras antes de que te besara yo?”, “nunca”. El fabuloso Marte de Venus. “Sólo paraban de reírse para empezar a besarse y sólo paraban de besarse para empezar a reírse de lo extraño y milagroso que era encontrarse sin ropas que ponerse en medio de una cama vasta como la vida y hermosa como la mañana”.
Los amantes recorren los lugares favoritos de Hollywood de él (Bradbury era un mitómano del cine): donde se hizo una foto con Marlene Dietrich, vio a Fred Astaire o a Jean Harlow o le firmó un autógrafo W. C. Fields. Pero finalmente la magia se acaba. En el cuento, ella le pide que den un paso más y él no es capaz de hacerlo, y rompen. Él vuelve a los escalones de Laurel y Hardy cada 4 de octubre, pero ella no está. “Y así acabó, o casi, la historia de amor de Laurel y Hardy”. Hay una coda que suena muy real. Los dos amantes se vuelven a encontrar muchos años después en París con sus respectivas familias. Se cruzan sin decirse nada, pero ambos se giran luego, bajo la última luz del sol de octubre, y pueden leerse cada uno en los labios del otro una frase postrera: “Hasta la vista Ollie”, “hasta la vista, Stan”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.