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Dime musa, ¿por aquí andaba Helena?: una visita a Troya con la ‘Ilíada’ bajo el brazo

Recorrer el yacimiento arqueológico de la antigua ciudad, en Turquía, es una experiencia arrebatadora, aunque la leyenda y las ruinas no acaben de casar

Ruinas de Troya, en la costa de Turquía.
Ruinas de Troya, en la costa de Turquía.Ozbalci (Getty)
Jacinto Antón

Al abrir la vieja edición de la Ilíada, el baqueteado volumen iniciático de la biblioteca paterna con el que comenzó hace más de medio siglo el viaje que conduce hasta aquí, parece hacerse el silencio en Troya. La edición es de 1955 (traducción, prólogo y notas por Montserrat Casamada). Sin duda hubiera sido mejor traerse la más moderna, de 2010 de Gredos, con traducción de Emilio Crespo Güemes y prólogo del gran Carlos García Gual, pero este, cuyas páginas amarillentas flamean con el viento que sube a las ruinas de la muralla desde la llanura, es el libro en el que un niño descubrió al completo (tras atisbarlos en los clásicos adaptados de Araluce) a los héroes de Homero y la historia de la terrible guerra en la que lucharon.

Busco con dedos temblorosos el canto XXII (no se trata de leer íntegros los 15.700 versos de la epopeya, que llevaría más de un día y aquí cierran de noche) y el relato del duelo entre Aquiles, de pies ligeros, y Héctor, de tremolante penacho en el reluciente casco. Es fácil imaginar al padre y la madre del segundo, los reyes Príamo y Hécuba, y a la mayoría de los troyanos, siguiendo con el corazón en un puño el combate desde el mismo lugar en que estamos. Aquiles mata a Héctor, que se ha debatido entre el valor y la cobardía, frente a las Puertas Esceas de Troya, el gran escenario de la ciudad, clavándole en el cuello su legendaria lanza, la única pieza de su panoplia original que conserva tras perder el resto a manos de los aqueos su amigo Patroclo junto con la vida. Precisamente Héctor lleva la armadura de Aquiles, de la que ha despojado a Patroclo tras matarlo. Y Aquiles conoce el punto débil de esa armadura, que era la suya. La punta de bronce de la lanza de fresno fue a salirle por la nuca a Héctor, que cayó en el polvo. Tras despojar al cuerpo de sus armas ensangrentadas (o más bien recuperarlas), Aquiles, “semejante a Ares”, leo en voz alta entre las piedras historiadas, “le horadó los tendones de los pies entre el talón y el tobillo, pasó correas por los agujeros y amarró el cadáver a la trasera del carro, subió a él y fustigó los corceles, que partieron velozmente”.

Orlando Bloom (Paris) y Diane Kruger (Helena) en una secuencia de 'Troya'.
Orlando Bloom (Paris) y Diane Kruger (Helena) en una secuencia de 'Troya'.

Y sigo, subiendo el tono: “Y así fue arrastrado el Priámida Héctor entre gran polvareda, y se manchaban los negros cabellos del héroe muerto, y hundióse en el polvo aquella cabeza antes tan hermosa que Zeus había entregado a los enemigos para que fuera ultrajada en su misma patria. Y su madre, viéndole así, se arrancaba los cabellos, y desprendiéndose de su hermoso velo para desgarrarlo, gemía y sollozaba tristemente. El padre se lamentaba llorando, y todos los moradores de la ciudad gritaban y lloraban como si ya Ilión fuese devorada por el fuego”. Mientras leo se ha formado un grupo alrededor. No son espectros troyanos conjurados por la sangre de Héctor que gotea de las páginas. Están los turistas sevillanos que comparaban las ruinas con las de Mérida. El francés que dibuja con acuarelas. La familia turca que se reía al verme alimentar a las ardillas que corretean por los muros. Y el joven británico que recorre el yacimiento con un podcast de la Ilíada, aunque no ha pasado aún del canto V y cree que la obra acaba con la caída de Troya (en realidad relata sólo un par de semanas del décimo año de la guerra y finaliza con el rescate del cuerpo de Héctor y sus funerales, pero no vamos a hacerle spoiler). Todos escuchan con emocionada atención: José Luis hasta se quita la gorra y a Gregorio se le humedecen los ojos. La fuerza de las palabras de Homero en la mágica atmósfera de la ciudad que inmortalizó: Troya, Ilión. La de las anchas calles y los sólidos muros. La ciudad de la que el propio Zeus, padre de los dioses, el que agrupa las nubes, dice: “Pues de todas las ciudades que hay bajo el sol y el cielo estrellado habitadas por hombres que viven en la Tierra, nunca ha habido una más próxima a mi corazón que la sagrada Ilión”.

Dibujo de Aquiles arrastrando el cuerpo de Héctor en su carro, de la exposición sobre Troya en el British Museum.
Dibujo de Aquiles arrastrando el cuerpo de Héctor en su carro, de la exposición sobre Troya en el British Museum.

Leer páginas de la Ilíada en las murallas de Troya, ¿hay mejor anhelo para satisfacer? Donde Homero describió a Helena identificando los héroes aqueos para Príamo; a Astianacte en brazos de su madre, Andrómaca, llorando ante el aspecto terrible de su padre, Héctor, con yelmo; a la misma Andrómaca desolada ante el espectáculo de su marido arrastrado en el carro de Aquiles. Teichoskopia, otear desde la muralla, lo llaman. A las ruinas de la ciudad, que vaya por delante son una maravilla y no decepcionan en absoluto (aunque son complejas de interpretar), se llega en coche desde Estambul ―donde es muy recomendable visitar su renovado y espléndido Museo Arqueológico (cerca del palacio de Topkapi), que tiene una iluminadora sala dedicada a Troya― en unas cuatro horas. La carretera es excelente (al final hay que tomar algunos caminos locales). Se viaja como en un sueño y los paisajes que se recorren están llenos de metáforas del destino que nos aguarda. Los cargueros en el mar de Mármara que bordeamos, negros y cóncavos, sugieren la gran flota invasora de los aqueos que entró en el Helesponto desde el Egeo y tras doblar el promontorio del Sigeo se presentó en la bahía de Troya en plan a por ellos. En el canto II de la Ilíada (versos 485 a 785) se ofrece el famoso Catálogo de las Naves, un listado del contingente atacante, formado por un heteróclito conjunto de reyes y jefezuelos griegos bajo el mando (discutido) de Agamenón, “pastor de hombres”, el Iliá Ehrenburg de los aqueos (“no dejéis que uno solo se libre de morir a nuestras manos, ni el niño que la madre lleva aún en el vientre, que todos los habitantes de Troya perezcan y que nadie les llore”), hermano del agraviado Menelao, esposo de la raptada Helena, al que Homero tiene el buen gusto de no denominarlo “de renombrados cuernos”. Se enumeran 1.186 naves bajo el mando de 44 caudillos.

La llanura y el mar desde las ruinas de Troya.
La llanura y el mar desde las ruinas de Troya.

En su estupendo y revelador La guerra que mató a Aquiles (Acantilado, 2015), una apasionante relectura del papel y el carácter del héroe más famoso del poema, Caroline Alexander (que ha escrito sobre la Endurance y la Bounty) calcula que, a 50 hombres por barco, la fuerza atacante ascendía a unos 60.000 hombres, entre ellos los 2.500 mirmidones del propio Aquiles, que eran, señala muy sugestivamente (hace muchas comparaciones con la guerra moderna), como las fuerzas especiales de los griegos, “su Delta Force”. Nuestro querido y erudito García Gual pide ser cautos al evaluar las fuerzas en lucha. Cuestiona los números homéricos y apunta que difícilmente se hubiera podido sostener un ejército así en campaña 10 años en la Edad del Bronce, y de paso duda de que Príamo y su extensa familia de 50 hijos e hijas (era felizmente polígamo), con yernos, nueras y sirvientes, cupieran en la Troya de verdad, aunque esta parece haber sido mucho más grande de lo que se pensaba.

Aquiles es central, recuerda Alexander, en la Ilíada, que se abre con su célebre cólera, su enfado algo rabieta con Agamenón por un quítame allá esa esclava, y se acaba con su vuelta al combate por la ira a causa de la muerte de Patroclo (su camarada y su philos hetairo, su querido), su duelo furioso con Héctor y el retorno del maltratado cadáver para su funeral tras la conmovedora súplica del rey Príamo a los pies del vencedor. Es Aquiles protagonista de escenas terribles ―abundantes en el poema en el que se detalla la muerte de unos 250 guerreros, tres veces más troyanos que aqueos―: Polidoro aguantándose con las manos los intestinos que se le salen por la herida infligida por la lanza del héroe; Tros, hijo de Alástor, suplicando piedad a los pies del terrible guerrero antes de que este le atraviese con la espada el hígado y se lo arranque; Deucalión inmóvil viendo ante sí la muerte y al que “Aquiles le cortó con la espada la cabeza, que cayó sin salirse del casco, brotó la médula de las vértebras y el troyano quedó tendido en el suelo”. Pero es también Aquiles, nos dice la autora, un personaje extraño en la obra, que lucha en una guerra que no tiene sentido para él y siendo muy consciente de que su mejor opción, por otro lado imposible, no es la gloria sino regresar vivo a casa. El retrato curiosamente concuerda mucho con el del Aquiles cabizbajo y hastiado de sangre de Brad Pitt en la justamente vilipendiada (¡la muerte de Agamenón, que borra de un plumazo la Orestíada!), pero con muchas cosas buenas, Troya, de Wolfgang Petersen.

Una ardilla en las murallas de Troya.
Una ardilla en las murallas de Troya.

En el trayecto hacia Troya, también grandes campos de cereales, sobrevolados en estos días de verano por aves de presa, y que recuerdan las recurrentes metáforas de los guerreros segados por la negra ker, la muerte violenta, y los héroes y dioses lanzados al combate como águilas, gavilanes y halcones (véase The birds in the Iliad, de Karin Johansson, de la universidad de Gotenburgo). No se ven ya desde hace tiempo ―me dicen los locales― grullas, desgraciadamente, un símil habitual de Homero al describir a los aqueos dirigiéndose al campo de batalla.

Tras entrar en la península de Galípoli y pasar los Dardanelos para entrar en Asia por el rutilante puente de 4.608 metros de largo y 334 de alto bautizado Canakkale 1915 (consagrado a la victoria turca en la Primera Guerra Mundial), inaugurado el año pasado, dejamos atrás la ciudad de Canakkale (en cuyo puerto está la réplica del Caballo de Troya construida para la película de Petersen) y bajamos hasta Tevfikiye, donde se encuentra el nuevo Museo de Troya y desde donde se accede a la zona arqueológica. Es muy emocionante ver los indicadores en la carretera con el nombre “Troya” y la distancia. La parada en el museo es obligada. Es un centro de diseño moderno (inaugurado en 2018) que ofrece en un discurso museográfico cuidadísimo una introducción esencial a la visita.

Imagen del interior del nuevo Museo de Troya.
Imagen del interior del nuevo Museo de Troya.Jacinto Antón

Lo principal para visitar Troya es ser muy consciente de las diferencias entre el relato homérico y la arqueología. La Ilíada es ficción literaria y no se puede hacer casar directamente lo que cuenta con la realidad histórica. Indudablemente Troya existió (ahí están sus ruinas), tiene niveles de destrucción que apuntan a una guerra (para la forma de luchar véase La guerra de Troya, de Barry Strauss, Edhasa, 2022) y a un asedio en épocas similares a aquellas en las que transcurre la acción del poema. Pero no hay pruebas incontrovertibles de que se produjera una contienda como la que cuenta Homero y no digamos de la existencia real de alguno de sus personajes. Vamos, que no esperes encontrar el escudo de Ayax o el nuevo de Aquiles en el que echó el resto Hefesto, o la biga de Diomedes. Hay que recordar además que el aedo compuso su obra hacia el 750 a. de C. en base a sucesos que se remontarían al 1250 a. de C.

Dicho esto, se puede disfrutar un montón. Estamos en Troya al cabo, el lugar que inspiró la leyenda y en el que se han emocionado generaciones de visitantes, desde Alejandro Magno (que dormía con la Ilíada bajo la almohada, se identificaba con Aquiles y ofreció sacrificios en su supuesta tumba en el 334 antes de Jesucristo), varios emperadores romanos (Roma se veía heredera de Troya vía Eneas) y Mehmet el Conquistador, que vino al poco de tomar Constantinopla y dijo que así había vengado a los troyanos, hasta los millones de turistas actuales. Un reto para el museo y el yacimiento es tratar de compaginar esa emoción con el discurso científico. Y la verdad es que salen airosos. Sin retorcer la verdad, se deja el suficiente margen para no decepcionar la imaginación. De entrada, el lugar, núcleo de un Parque Nacional Histórico de 136 kilómetros cuadrados (que incluye memoriales de la campaña de Galípoli de la Primera Guerra Mundial), es una delicia, y está lleno de magia. Justo antes de llegar, una gran serpiente verde, que diríase salida de estrujar a Laocoonte, atravesó ante nuestro coche. Los pequeños remolinos de aire caliente parecen esconder la presencia neblinosa de los dioses. Y las amapolas que se ven por todas partes entre las ruinas (y de las que meto un par entre las páginas de mi Ilíada) sugieren la sangre derramada de los guerreros.

Réplica de madera de caballo de Troya en la antigua ciudad de Troya
Réplica de madera de caballo de Troya en la antigua ciudad de Troya Elena Odareeva (getty images)

Está el caballo también, una gran réplica de 1975 (menos realista que la de la película), en la que te puedes meter, obra del artesano turco Izzet Senemoglu. Desdichadamente, en el momento de nuestra visita se encuentra en reparación, esperando un nuevo Epeo (la idea fue de Odiseo, pero la realización suya), con sus maderas en el suelo como los restos de un sacrificio a Poseidón (lo que tenían que haber hecho con el regalito los troyanos, destruirlo). En las taquillas del yacimiento un letrero impagable advierte: “Trojan horse is being renewed for your information”. No vayas a pedir que te devuelvan el dinero de la entrada.

Aunque el paisaje ha cambiado ―el mar ha retrocedido por los aluviones de los ríos vecinos, entre ellos el legendario Escamandro (Karamenderes) de manera similar a como lo ha hecho en las Termópilas― te sientes en Troya como si te fueran a poner las grebas, la armadura y el casco y estuvieran a punto de endosarte la lanza y el escudo y lanzarte al combate por las Puertas Esceas.

El museo es un cubo metálico de tres plantas unidas por rampas (alusión a la famosa rampa del yacimiento) en el que se explica la historia y la leyenda de Troya y se subraya que la primera, que cubre 3.500 años, es tan interesante como la segunda. La ciudad de Troya, Ilión o Wilusa (como se la denominaba en hitita), en la colina de Hisarlik (la ciudadela) y su ladera (la ciudad baja), es en realidad una sucesión de nueve ciudades superpuestas que se sucedieron cronológicamente unas encima de las otras, desde la primera Edad del Bronce hasta época romana (se puede añadir una Troya X bizantina) hasta formar un intricado palimpsesto, un galimatías de piedra y sueños. El museo desvela la importancia de esas otras Troyas anteriores y posteriores a la homérica, que sería presumiblemente la Troya VI y concretamente su nivel VII, del 1300 al 1180 a. C. (para liarlo más, identificado anteriormente como Troya VII a). Son todas Troyas que merecen que se las excave e investigue y tener su espacio en la Historia.

Representación artística del Caballo de Troya ya dentro de la ciudad, obra de Henri Paul Motte, 1874.
Representación artística del Caballo de Troya ya dentro de la ciudad, obra de Henri Paul Motte, 1874. Rischgitz (Hulton Archive/Getty Images)

En el museo, con una tienda estupenda, se exhiben objetos encontrados en el yacimiento (incluidos una gran escultura de Adriano y un pequeño sello de bronce que es la única evidencia de escritura, en jeroglíficos anatolios usados por los hititas de los que eran aliados o vasallos los troyanos, hallada en Troya) y en los alrededores (la región de la Tróade), y se explica pormenorizadamente la historia de las excavaciones. Entre ellas las modernas y esclarecedoras de la Universidad de Tubinga, dirigidas por Manfred Korfmann (fallecido en 2005), y la gran aventura iniciática, a partir de 1870, de Heinrich Schliemann, que identificó el monte HIsarlik con Troya aunque se equivocó al creer que Troya II era la homérica y bautizó como “Tesoro de Príamo” las joyas que encontró y que eran 1.200 años más antiguas. El museo critica a Schliemann por los destrozos que causó en otros niveles y su actitud, en buena parte de “buscador de tesoros”. El centro tiene (a la manera del nuevo museo de la Acrópolis de Atenas) un espacio dedicado a reivindicar el regreso de los diversos “tesoros de Príamo”, robados por Schliemann y desperdigados tras la Segunda Guerra Mundial.

Más lúdica es la instalación interactiva en la que te hablan personajes de la Ilíada como Helena o Héctor (con un rostro muy parecido al del Eric Bana de Troya). En una vitrina se exhiben puntas de flecha halladas en Troya VI y VII y se comenta la leyenda del talón de Aquiles. La azotea del museo es un gran mirador que permite observar toda la zona. Uno de los puntos señalados, a unos dos kilómetros, es la “tumba de Aquiles”, un túmulo que tradicionalmente se asocia con el enterramiento de las cenizas del héroe (lo visitaron Alejandro Magno y Caracalla) y donde se ha excavado un monumento helenístico consagrado al héroe, un Achilleion. Es tentador visitarlo y correr a su alrededor desnudo como Alejandro; por suerte queda lejos.

Panel informativo en el recorrido por las ruinas de Troya.
Panel informativo en el recorrido por las ruinas de Troya.

El yacimiento arqueológico de Troya (inscrito en la lista de Patrimonio de la Humanidad de la Unesco desde 1998), un verdadero parque en la colina con cipreses, pinos, encinas e higueras que arrojan una sombra muy de agradecer, se visita en un trayecto circular que permite recorrer las diferentes fases de las ruinas por unos senderos y pasarelas. Está cuidadísimo y hay bancos estratégicamente colocados por si tienes un desfallecimiento o un exceso de síndrome de Stendhal versión Atrida. En diferentes puntos se ofrece información en paneles y existe una guía muy útil del propio Korfmann. Es difícil describir la emoción que provoca acceder a las ruinas tras pasar un bar, un letrero que da la bienvenida a “Troya, la legendaria ciudad de Príamo” y el gran Caballo desmontado, que recuerda a otros caballos, los inmortales y salvajes, ¡y habladores!, Janto y Balio de la biga de Aquiles (que conduce su auriga Automedón), y su reserva mortal, Pedaso, nombres aprendidos de niño antes que los de Furia, Silver o la mula Francis. Uno se siente en shock al topar de entrada con restos de la muralla este de Troya VI y de la puerta sur de la VI-VII. Otro punto de mucha emoción es la rampa de Troya II donde Schliemann creyó identificar las Puertas Esceas, gran escenario de la Ilíada (y donde posteriormente, como contaba otro poema, la Etiópida, muere Aquiles alcanzado por la flecha de Paris), y donde cerca el excavador alemán halló el Tesoro de Príamo.

Estatua de Aquiles herido en la exposición sobre Troya en el British Museum.
Estatua de Aquiles herido en la exposición sobre Troya en el British Museum.

Seguimos (luego nos damos cuenta de que hemos hecho el recorrido al revés, Homero y Korfmann nos perdonen) por los restos de edificaciones de las Troyas griega y romana (VIII y IX), incluido el Odeón y los baños (más adelante está el famoso templo de Atenea Ilios, de la misma época), y el megarón protegido por un llamativo techo moderno en forma de vela… Y llegamos a las puertas de la VI-VII que conducían a la llanura y al puerto. Ya es un remolino de emociones: por aquí habrían salido los héroes troyanos, entrado el Caballo, se habrían precipitado los aqueos para la última orgía de sangre y destrucción (como cuentan otros relatos, no la Ilíada), incluidos el asesinato de Príamo, el del bebé Astianacte arrojado desde esta misma muralla por Neoptólemo o por Odiseo, el sacrificio de Polixena, la violación de Casandra… Y es en un área vecina, con grandes vistas a la planicie, en la que no cuesta imaginar el campamento de los griegos, de broncíneas armaduras, las naves varadas, el duelo de Menelao y París, el desbordamiento del Escamandro asqueado de tanto cadáver, donde abro el ejemplar de la Ilíada para echar el resto. Y volver a empezar, una y otra vez: “Canta, oh diosa, la cólera de Aquiles, hijo de Peleo”.

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Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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