La espada del sultán que decapitó a su amante
No es buena idea tratar de pasar una réplica del sable de Mehmed II por el control de seguridad del aeropuerto de Estambul
Entre las cosas más raras que me han incautado en un control de aeropuerto está la espada del sultán Mehmed II el Conquistador. Era una réplica, claro, porque la de verdad, un arma preciosa, uno de los mejores ejemplos de espada otomana del siglo XV, con una leve curvatura que recuerda el perfil de una (letal) bailarina, se exhibe en el Museo de Topkapi en Estambul, y sería difícil llevársela, si no eres Peter Ustinov a las órdenes de Jules Dassin (aunque ellos preferían las dagas). La espada real mide 126,5 centímetros y luce guarda cruciforme y una empuñadura espléndida, más larga de lo normal, compuesta por dos piezas de marfil de morsa (vaya usted a saber cómo se hicieron los turcos con una morsa). La hoja, de un solo filo, está decorada en sus dos caras con inscripciones en caligrafía thuluth grabadas en oro y que mencionan a su propietario y loan a Alá el Misericordioso etcétera recordando no obstante no solo la luz de los versos sino el brillo de la espada.
La mía, la que me quitaron alevosamente, era una copia muy buena en miniatura, autentificada y adquirida por 40 euros en el tenderete de los museos turcos en Santa Sofía, que ya es sitio adecuado para comprarte la espada de Mehmed II, el sultán que tomó Constantinopla y entró en esa misma basílica a caballo. Es cierto que no había tenido una vida muy fácil Mehmed, como no lo era para los hijos de los sultanes pues es sabido que en cuanto moría el padre el sucesor lo primero que hacía era estrangular a sus hermanos. Mehmed además había visto cómo su progenitor, Murad II, se retiraba y luego el tío volvía (afortunadamente los posibles rivales ya habían sido estrangulados previamente) a hacerse con el poder, provisionalmente, para derrotar a los húngaros en Varna (1444). Murat que se había jubilado para vivir la vida en Anatolia, volvió a retirarse luego, así que Mehmed II le sucedió de nuevo, un extraño caso en el que parece que el que confeccionó la lista de sultanes estuviera borracho. Mehmed tuvo el gran éxito de lograr expugnar las murallas de Constantinopla y hacerse -contando solo 21 años- con la ciudad, la ambicionada históricamente “manzana roja”, y de ahí lo de Conquistador y que para los turcos y buena parte del mundo musulmán sea un personaje heroico.
Tomar la antigua capital bizantina le procuró un gran placer y un subidón, pero tuvo sinsabores en su reinado y enemigos tan poco recomendables como los serbios, Hunyadi, los Paleólogos supervivientes y Vlad Dracula (!), al que uno no querría tener de malas. Fue en cambio muy amigo de Radu el Guapo, príncipe de Valaquia. Pasó buena parte de su vida guerreando, así que no es raro que tuviera cara de malas pulgas, como le retrataron Bellini y Veronese. Es un hecho que las tenía, las malas pulgas. En una ocasión, en los prolegómenos del asedio a Constantinopla, hizo decapitar a toda la tripulación de una galera veneciana y a su capitán, Antonio Rizzi, lo mandó empalar, desollar (no sabría decir qué duele más) y montar relleno de paja como un espantapájaros para advertencia de navegantes por el Bósforo. También hizo decapitar tras la caída de Constantinopla a Lucas Notaras y a sus hijos porque el megaduque no quiso entregar al pequeño, un chaval de 14 años, para el harén del sultán, al que le morbeaba el retoño bizantino.
Uno de los episodios más dramáticos que se atribuyen a Mehmed II y que refleja su carácter es el que se refiere precisamente a su (mi) espada, y su amante de turno. En realidad es una leyenda que tiene que ver con la forma turbia en que Occidente ha contemplado el mundo de los sultanes, los eunucos y los serrallos. Cuenta la historia que Mehmed se encaprichó de una hermosísima esclava cristiana griega (llamada en algunas versiones Irene o Hyrin) y que eso le hizo descuidar sus deberes militares. Los jenízaros, su temida infantería de élite, siempre a punto de revuelta, se le amotinaron y volcaron sus ollas (era la forma tradicional en que demostraban su descontento: véase para todo lo otomano el extraordinario Los señores del horizonte, de Jason Goodwin, Alianza, 2016). Mehmed compareció ante ellos frente a su palacio aparentemente ebrio de placer y con una rosa en la mano. Ante los pitos y la rechifla, hizo salir a la chica, tan bella que dejó a los jenízaros patidifusos. La desnudó para que entendieran aún más porqué había estado tan ausente. Entonces, la puso de rodillas, lanzó al suelo la rosa, mandó traer su espada y le cortó la cabeza de un tajo rociando de sangre a los soldados de las primeras filas. “Mi espada puede segar hasta los lazos del amor”, dijo el sultán a los jenízaros enmudecidos de espanto. “¡Confiad en mi espada!”.
En esa escena tremenda, que ha cautivado la imaginación europea sobre los tenidos por crueles y libidinosos turcos hasta nutrir obras de dramaturgos isabelinos como George Peele o Gilbert Swinhoe, o al mismísimo Doctor Johnson, y que recreó magistralmente Mika Waltari en El ángel sombrío, pensaba cuando compré la réplica del arma. Y también cuando describí el episodio con toda su intensidad ante los guardias de seguridad en el control al señalarme que no podía llevarla en el equipaje de cabina (que es el único que portaba). Parecieron impresionados pero siguieron sin dejarme pasarla. Apelé entonces a su condición de turcos para que me permitieran llevar lo que en puridad era, recalqué, un símbolo de su poder y su pasada ascendencia sobre Europa, y canté las excelencias de Mehmed el Conquistador. Nanai y páseme de una vez hombre que me está haciendo cola. Miré y era cierto que mi narración y mi defensa de la espada habían creado una gran audiencia, más que nada porque bloqueaba el paso. La mayoría del público eran hombres con la cabeza como si les hubieran arrancado el cuero cabelludo; parecía que estuviéramos en Little Bighorn y no en Estambul. Algunos sangraban y todos estaban impacientes. Resignado, rendí mi espada. Pero en un último gesto de rebeldía, doblé la hoja hasta partirla. Con tan mala suerte que me hice un pequeño corte en la mano. Los guardias, los trasplantados de cabello y yo nos quedamos mirando en silencio la sangre que resbalaba por la pequeña hoja rota...
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