Aventura en Galípoli: viaje a los escenarios de la sangrienta campaña de la Primera Guerra Mundial en la península turca
El lugar es hoy un gran espacio de memoria consagrado a recordar la victoria otomana y el valor y sufrimiento de los soldados de ambos bandos, entre ellos los australianos de la célebre película de Peter Weir con Mel Gibson
Estamos en Turquía cruzando los Dardanelos, el antiguo Helesponto, que ya es aventura, rumbo a una vieja guerra. No nos dirigimos (esta vez) a Troya y de hecho hemos dejado atrás en el muelle de Canakkale el famoso caballo —la copia que se hizo para la famosa película con Brad Pitt: casi me quedo en tierra por acercarme a verlo—. Atravesamos en dirección contraria, de Asia a Europa. Hacia la península de Galípoli y los lugares donde se desarrolló la famosa campaña de la Primera Guerra Mundial (19 de febrero de 1915 al 9 de enero de 1916) durante la que se realizaron desembarcos de tropas del imperio británico y de Francia, la mayor operación anfibia de la historia hasta entonces, detenidos por los turcos (aliados de los alemanes y con decisiva ayuda militar de ellos), que acabaron obligando al enemigo a volver por donde había venido.
Este teatro bélico, bastante olvidado, periférico en la Gran Guerra (centrada en las trincheras de Francia), tiene su versión cinematográfica más conocida en la famosa película Gallipoli (1981), de Peter Weir, con un jovencísimo Mel Gibson encarnando el drama de las bisoñas tropas australianas y neozelandesas (Anzac: Australian and New Zeland Army Corps), parte de las fuerzas combinadas invasoras (30.000 de un total de 75.000 efectivos). A señalar que “anzac” suena sombríamente como la palabra turca “ansac”, que significa “casi”. En uno de los episodios más tremendos de los combates, dos regimientos de soldados australianos fueron lanzados en cuatro oleadas el 7 de agosto de 1915 y masacrados en un inútil ataque a la bayoneta contra los turcos, bien atrincherados en las alturas. Fue la conocida como batalla del Nek, que es lo que se cuenta en el filme.
Hace un día resplandeciente y mucho calor y el ferry avanza a buen ritmo por el brazo de agua que en 1810 Lord Byron atravesó a nado (imitado luego por otros como Paddy Leigh Fermor) tras descolgarse de la fragata HMS Salsette, que debía ser un navío muy animado. El cruce hoy es bastante prosaico, el estrecho está calmado y no ha habido que azotarlo, como mandó hacer Jerjes cuando una tempestad destruyó el puente de barcas con el que hizo pasar a su gran ejército en el 480 antes de Cristo para invadir Grecia (son aguas muy historiadas: Alejandro Magno pasó luego en dirección contraria). El ferry carga junto a nuestro coche y otros vehículos una excavadora y un extravagante Volkswagen Escarabajo amarillo. Frente a la proa, en la costa a la que nos dirigimos, puede verse una contundente fortaleza, el castillo de Kilitbahir (“cerrojo del mar”) y a la derecha, en una colina, bajo una inmensa bandera turca, un gigantesco dibujo de un soldado con su fusil en la mano y la inscripción en grandes letras “Dur Yolku”, “detente viajero”, una exhortación heroica de aires espartanos, parte de un poema de Necmettin Halil Onan (un poeta solitario), emotivo recordatorio de la guerra que se libró en la península. Es un avance del gran baño patriótico turco que nos aguarda en la visita.
Galípoli (véase el sentido y documentado Viaje por Galípoli, la batalla sobre el tiempo, del escritor y periodista sevillano Javier González-Cotta, Pre-Textos, 2016) representa la gran victoria del imperio otomano tras un largo tiempo de derrotas y decadencia, y en la memoria colectiva turca se alza como un episodio capital, épico y conmovedor, símbolo de la voluntad de pervivencia de la nación y cuyo recuerdo ha sido exaltado y aprovechado por el régimen de Erdogan. La península, de gran riqueza natural y sorprendentemente preservada a nivel paisajístico (la zona es un Parque Nacional Histórico), está llena de memoriales, museos y monumentos, y de cementerios de ambos bandos, además de rutas a pie para reseguir las batallas. En cualquier sitio encuentras cañones, recuerdos de la guerra y hasta te puedes topar con un aeroplano (un antiguo Albatros alemán, aparcado frente al Canakkale epic promotion center, un moderno museo que ilustra con objetos y espectaculares dioramas los combates). Toda la zona atrae especialmente muchísimo turismo turco entusiasta, aunque también bastantes visitantes australianos y neozelandeses, para los que Galípoli es asimismo un hito forjador de la identidad nacional. Si no eres turco ni antípoda, parecería que Galípoli tiene que movilizarte (y valga la palabra) menos, pero el lugar es impresionante y la campaña un episodio histórico realmente apasionante y lleno de sucesos y personajes sensacionales.
Del lado británico, como cuenta Alan Moorehead en su clásico (de 1956) e imprescindible Gallipoli (Inédita, 2010), el inicio de la campaña estuvo marcado por una febril excitación: era una gran aventura envuelta en el brillo del nombre de Constantinopla y con ecos de los clásicos (Homero). El sentimiento romántico de la empresa guerrera lo representaba el poeta Rupert Brooke, el epítome de joven poeta soldado (y guapo), que se alistó en agosto de 1914 al empezar la Primera Guerra Mundial y fue enviado como oficial en la expedición a Galípoli en febrero de 1915 (“blow, bugles, blow!”). Pero sufrió una septicemia a raíz de una picadura de mosquito infectada mientras estaba estacionado en Egipto y murió, “soñador al borde de la refriega”, a bordo de un buque hospital anclado en la isla de Skyros camino de desembarcar en Galípoli. Llevar a la excursión un volumen de The Wordsworth Poetry Library con la poesía de Brooke choca a los turcos con que te encuentras, pero pone la nota adecuada en los cementerios aliados: “Hay algún rincón en un campo extranjero/ que es ahora Inglaterra para siempre”.
El entusiasmo inicial por ir a pelear a Galípoli dio paso al desastre. La fracasada campaña casi hace que Alemania ganara no ya la Primera sino la Segunda Guerra Mundial: la derrota supuso tal desprestigio para Churchill —a la sazón Primer Lord del Almirantazgo y uno de los impulsores de la idea de conquistar los Dardanelos para llegar a Constantinopla y sacar a Turquía de la contienda— que estuvo a punto de retirarlo definitivamente de la política, con lo que no hubiera podido dirigir a su país luego en la empecinada resistencia contra Hitler.
El primer plan de los atacantes era puramente naval y consistía en forzar los estrechos en una galopada estilo Balaclava con barcos: meter desde el Egeo en los Dardanelos una poderosa escuadra, entrar en el Mar de Mármara y de ahí arribar a cañonazo limpio a la capital turca (Constantinopla está a 250 kilómetros). El estrecho de los Dardanelos mide 61 kilómetros de largo, mientras que de ancho varía entre 1 kilómetro y 6,2 kilómetros. Los turcos tenían poderosas defensas en los dos lados de esa ratonera, fortalezas y artillería (más de cien cañones), además de minas por doquier y redes. La flota franco-británica, con numerosos acorazados (18) y bajo el almirante Roger Keyes, que se afeitaba leyendo el If de Kipling y cuyo hijo trataría de matar a Rommel en una acción de comandos en la Segunda Guerra Mundial, realizó varios intentos de franquear el paso. Pero las fuerzas turcas y cierto grado de falta de confianza, impidieron el éxito de la empresa, que tenía mucha contestación en Gran Bretaña: los detractores consideraban que no se debía desviar esfuerzo de guerra de Francia y Flandes, el verdadero frente donde se ganaría o perdería la guerra. “Malditos sean los Dardanelos, serán nuestra tumba”, vaticinó el almirante Fisher (tan querido por la historiadora y escritora Jan Morris, por cierto).
Tras no dar resultado la opción de la flota, se ideó lanzar una serie de desembarcos de tropas en la punta y la parte externa de la península para, avanzando hacia el centro, dominar los Dardanelos desde arriba y conquistar las defensas por tierra. La primera tanda de desembarcos se realizó el 25 de abril de 1916 y hubo otra, un segundo intento, el 6 de agosto siguiente. La férrea resistencia de las tropas turcas (al sufrido soldado turco se le llamaba genéricamente Mehmet como al británico Tommy) y los errores de mando (algunos sonadísimos) hicieron fracasar ambas ofensivas y la situación se convirtió en unas tablas con los turcos atrincherados en las alturas y los invasores confinados en sus cabezas de playa; los segundos lanzando ataques y los primeros contrataques. Todo muy sangriento y tremendamente incómodo: los combatientes de a pie de ambos ejércitos las pasaron canutas. Murieron unos y otros como moscas y entre moscas. Sedientos y con disentería. Asfixiados por el hedor a putrefacción de los muertos sin enterrar. Luchando por tomar o mantener pequeñas franjas de terreno. Finalmente, los aliados atacantes se marcharon en una operación de retirada tan exitosa (en condiciones dificilísimas) como desastrosa había sido la invasión, y que prefiguró Dunkerque.
Nuestro propio desembarco nos lleva primero al extraordinario castillo de Kilitbahir, “cerrojo del mar”, en forma de hoja de trébol, de donde pasamos a ver el fuerte Namazgah, uno de los objetivos principales de la flota aliada, y más allá, en una zona llena de tenderetes y autocares que se atalaya sobre el mar, una escultura muy visitada del heroico cabo Seyit, icono turco, en el acto de cargar a brazo uno de los pesados obuses con los que alimentó los cañones que disparaban contra los barcos atacantes. En los tenderetes puedes adquirir banderas, armas de juguete y las características gorras y cascos tipo salacot del ejército turco de la época (en cambio no hay sombreros australianos).
El lugar más espectacular de la península es sin duda el Memorial de los mártires, consagrado a las 255.000 bajas, de ellas 56.000 muertos, del contingente turco que combatió en Galípoli (el enemigo tuvo pérdidas similares) y presidido por un monumento colosal de 41,7 metros, un arco en forma de cuatro pilares ciclópeos formando un cuadrado y rematado horizontalmente por una losa de hormigón. Inaugurado en 1960, el contundente monumento, con una enorme bandera a juego, está instalado en una gran plaza rodeada de jardines en la colina donde había una antigua fortaleza. Se alza vigilante sobre la bahía de Morto, una de las áreas de desembarco aliado en la punta de la península, en el cabo Helles, lugar de violentísimos combates. Al Memorial, bajo el que hay un museo militar, se accede por un bosque en el que te encuentras cientos de lápidas con los nombres de combatientes turcos y, al salir al gran espacio abierto, unos grandes frisos con relieves heroicos, y un grupo escultórico con oficiales y soldados turcos en acción. Los turcos pelearon con gran bravura ante los invasores, aunque estos tuvieron la peor papeleta, desembarcar, avanzar y enfrentar lo desconocido, que es “el verdadero destructor del coraje”, como resalta Moorehead con ecos de Lord Moran.
Las masas de visitantes, que se hacen selfies y fotos de grupo, quedan empequeñecidas ante las dimensiones del lugar. Se respira un ambiente festivo (y un recuerdo directo de las letrinas de la campaña en los descuidados lavabos masculinos), pero también de solemne emoción. El conductor turco con el que hemos venido, Seljuk, se contagia del ambiente y al rato está explicando entusiasmado cómo sus compatriotas ametrallaron de enfilada a los británicos en la playa vecina —S Beach, una de las cinco (V, W, X e Y), de la zona del cabo—.
En W Beach —ríete tú de Omaha—, donde desembarcaron los Fusileros de Lancanshire y se ganaron seis Cruces Victoria, la más alta distinción al heroísmo (en Rorke’s Drift, contra los zulúes, se concedieron 11), algunas barcazas llegaron a la playa con todos sus ocupantes muertos. El aviador británico Charles Samson (el primero en despegar un avión de un portaviones y ávido cazador de zepelines), observó desde su aeroplano al sobrevolar el área de desembarco que el mar, desde la playa hasta 50 metros adentro, estaba absolutamente rojo de sangre: “the red sweet wine of youth”, que hubiera dicho Brooke de no estar ya muerto.
Samson es de esos personajes sensacionales relacionados con Gallipoli. Está también, y el propio aviador lo tuvo a tiro, el mismísimo Mustafa Kemal Atatürk, el reverenciado padre de la Turquía moderna, el fundador de la república y entonces teniente coronel (binbasi) de las tropas turcas de la península. Samson, que ya había atacado un submarino alemán durante la campaña, disparándole con su rifle al quedarse sin bombas (hay muy buenas historias de submarinos en la campaña), se lanzó sobre el coche de Estado Mayor en el que se trasladaba Kemal pero sólo consiguió romperle el parabrisas. Kemal, de un valor incontestable y salvaje, fue decisivo en el combate contra los invasores. Se le consideró “el salvador de Galípoli” y esa victoria le catapultó para su posterior ascenso político. Otro personaje fundamental es el mariscal de campo Liman von Sanders, el alemán al mando del ejército turco en Galípoli, un tipo bronco pero efectivo.
En las cercanías de las playas del sur se encuentran lugares muy emotivos, como el cementerio francés, con muchos miembros de las tropas coloniales (y el soldado Pierre Chapeau), y el de la Commonwealth de Skew Bridge, con 607 tumbas, entre ellas la del soldado británico más joven muerto en Galípoli, el tamborilero Joseph Aloysius Townsend, del East Lancashire Regiment, abatido a los 15 años; abundan las abubillas.
Pero en general para los visitantes extranjeros el punto más emocionante de la visita es la “Ensenada Anzac” (Anzac Cove), la legendaria zona de desembarco de los australianos y neozelandeses en la agreste región de Gaba Tepe, al norte de los primeros desembarcos británicos. Cuando después de recorrer un largo trecho de carretera llegamos a esos parajes, la emoción desborda. Bajas a la playa, sorteando el largo plinto del sobrio monumento (un monolito horizontal) con la inscripción “ANZAC” y te colocas en la perspectiva del soldado Frank Dunne (Mel Gibson). Detrás tienes el mar y enfrente un terreno empinado que sube hasta un promontorio rocoso denominado La Esfinge, porque a los anzac, que habían estado estacionados en Egipto, les recordaba la Esfinge de Giza. Hoy cuando quien firma está en la playa buscando restos de la vieja batalla (se encuentran muchos trozos de metal oxidado: Gregorio encuentra uno y me lo cede generosamente), un autocar desembarca a un grupo de escolares turcos que ajenos a los letreros que piden guardar las formas por respeto, se ponen a corretear y jugar a grito pelado. La película (pese a su lema promocional “from a place you may never have heard of, a story you’ll never forget”, “de un lugar del que no has oído hablar llega una historia que nunca olvidarás”) no se rodó aquí, en los escenarios naturales del drama, sino en una recreación de la playa Anzac en la costa australiana al oeste de Port Lincoln —que ya es lejos— y que desde entonces se llama popularmente Playa Galípoli (¡y tiene un monumento!).
Las tropas desembarcadas en Anzac Cove debían avanzar por las colinas y asegurar las alturas. Cuando estaban a punto de lograr sus objetivos apareció Kemal y comandó decisivamente la resistencia turca, con un contrataque a la bayoneta. Bajo su mando se hizo famoso el 57 º regimiento de infantería. Lo envió bajo la animosa consigna: “No les ordeno que ataquen. Les ordeno que mueran”. Fueron diezmados. El regimiento, que tuvo otros combates terribles, nunca fue reconstruido tras la Primera Guerra Mundial y sigue sin haber un 57 º en el ejército turco. Un Memorial/ cementerio de la unidad puede visitarse cerca de las posiciones que defendieron sobre Anzac Cove (barranco Ariburnu y cima Russell), y del gran monumento a Atatürk en Chunuk Bair.
Los anzac permanecieron meses atascados en la cabeza de playa, atrincherados (les llamaban los diggers, los excavadores), resistiendo el fuego continuo de los turcos y lanzando esporádicos ataques para avanzar. En la actualidad se pueden recorrer numerosos senderos que llevan a posiciones otrora célebres y a las alturas que ocupaban los turcos (llegar entonces era más difícil). En el arranque de una de esas pistas, está el cementerio de Shrapnel Valley (elocuentemente “Valle de la metralla”), donde están enterrados bajo lápidas blancas 683 jovencísimos soldados, sobre todo australianos. Hasta el de natural escéptico José Luis se conmueve con el ambiente en este lugar de vidas malogradas. Un cartel te avisa de que vayas con cuidado pues toda la zona, aunque ya no hay francotiradores, es predio de los animales salvajes, entre ellos, se enumera zorros, “coyotes” (!) y la peligrosa víbora cornuda (vipera ammodytes). En el camposanto reposan numerosos miembros de la caballería ligera australiana (infantería montada, en Galípoli desmontada pues dejaron los caballos en Egipto), la unidad más emblemática de los anzac en la campaña.
El terrible episodio que cuenta la película Gallipoli no tuvo lugar en el primer desembarco del 25 de abril, sino en el del 7 de agosto siguiente, el segundo intento de conquistar la península, la última jugada. Entonces, la 3rd Light Horse Brigade, sin experiencia como infantería, fue lanzada en la antes mencionada batalla del Nek en paralelo a los nuevos desembarcos británicos más al norte (en la bahía de Suvla), que fracasaron por la notable incompetencia del general sir Frederick Stopford, incapaz de aprovechar el éxito inicial (como describe Saul David en su Military Blunders, Constable, 2012). Avanzaron los australianos a pecho descubierto, colina arriba contra las trincheras y ametralladoras turcas, con sus propios rifles descargados (para priorizar el ataque a la bayoneta) y doble ración de ron. La primera oleada fue exterminada. La segunda siguió dos minutos después y tuvo el mismo resultado. La tercera corrió a cargo del 10º regimiento de la brigada. Algunos mandos trataron de cancelarla visto que iba a ser otra inútil escabechina. Y aquí es donde se inscribe el momento culminante del filme de Weir, con Mel Gibson corriendo como un poseso con el mensaje de suspender el ataque. Este se produjo de todas formas y fue otra matanza. Las bajas superaron el 50 %, mientras que las pérdidas turcas (a cuyo frente volvía a estar Kemal Atatürk) fueron mínimas. En medio del espantoso calor, los cuerpos de los muertos y heridos australianos quedaron sobre el terreno en tierra de nadie, imposibles de recuperar.
“¡Recordad quiénes sois, brigada ligera!”, les arenga el mayor Barton a sus hombres antes de encabezar la carga suicida revólver en mano mientras los soldados escriben una última nota y dejan sus pertenencias clavadas con las bayonetas en las trincheras. Y allá vamos. Suenan el adagio de Albinoni y el Oxígeno de Jean Michel Jarre (parte de la banda sonora de la película) entre el silbido de las balas. Cae un sol inmisericorde que arranca destellos de plata en el mar a nuestras espaldas. El terreno sube progresivamente hacia las colinas. Corre Frank Dunne (Mel Gibson) desesperado con la orden de detener el ataque, corre resignado su amigo Archy Hamilton (Mark Lee) hacia las ametralladoras turcas, “fast as a leopard”, y corremos nosotros, pues para eso en el fondo hemos venido hasta aquí, resoplando, henchidos de épica y tristeza en este antiguo terreno legendario: Galípoli.
Babelia
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