Schliemann: las mil caras del hombre que ‘descubrió’ Troya y casi la destruyó
Berlín celebra con una gran exposición a su arqueólogo más famoso, un millonario sin estudios que con 40 años dedicó su fortuna a excavar en Grecia y Turquía en busca de los héroes de Homero
Heinrich Schliemann tenía un sueño: estaba convencido de que la Troya que cantaba Homero existió de verdad y de que él podría encontrarla estudiando a fondo la Ilíada y la Odisea. Poco le importó que sus contemporáneos se burlaran de que usara poemas épicos de dudosa verosimilitud como guía para emprender una campaña arqueológica. Tenía dinero y determinación. El rico hombre de negocios prusiano descartó el lugar en el que hasta entonces se sospechaba que podría hallarse la mítica ciudad, Bunarbashi, en la actual Turquía, porque estaba demasiado lejos del mar y a los soldados griegos no les habría dado tiempo a recorrer la distancia seis veces en un día, como relataba la Ilíada.
La colina de Hisarlik, en cambio, tenía la topografía adecuada. Allí ordenó Schliemann a su equipo ponerse a excavar, con escaso miramiento, una zanja hasta llegar a la última de una serie de capas superpuestas de vestigios milenarios. Entonces apareció un fastuoso tesoro de oro y plata que solo podía pertenecer al rey Príamo. O eso creyó Schliemann, que en 1873 asombró al mundo con el fabuloso hallazgo. La célebre foto que hizo a su esposa Sofía engalanada con una rica diadema de oro, cual Elena de Troya, contribuyó a darle fama instantánea.
Coincidiendo con el 200 aniversario de su nacimiento, Berlín dedica una amplia exposición a la poliédrica personalidad de este pionero de la arqueología moderna y a sus controvertidos métodos de trabajo. Los mundos de Schliemann, repartida entre la Galería James Simon y el Neues Museum, repasa, a través de 700 objetos —muchos de ellos préstamos internacionales—, la increíble historia de un aventurero que tuvo, como dice Matthias Wemhoff, comisario de la exposición, “una vida en la que caben varias vidas”. Comerciante en Rusia, banquero en California, autor de guías de viaje sobre el Lejano Oriente… Todo eso fue Schliemann hasta que, pasados los 40, decidió reinventarse y volcar su fortuna en su auténtica pasión: la antigüedad griega.
La exposición empieza con un suceso de película, el naufragio en el que casi se ahoga un Schliemann de 19 años que emigraba a Venezuela para ganarse la vida. Hijo de un pastor que abusaba del alcohol y maltrataba a su madre, nació en Neubukow, en Mecklenburgo, en 1822, donde no pudo acabar la educación secundaria porque la familia carecía de medios. El relato del naufragio es el primero en el que se aprecia la tendencia a adornar y dramatizar que después le llevaría a inventar, o al menos exagerar, algunos de sus logros. Se conservan tres narraciones de lo sucedido frente a las costas de la isla de Texel, en Países Bajos. Y ninguna coincide. A su hermana le mandó el relato más dramático en una carta. “Entendía su vida como una aventura, y la describía como una aventura”, señala Wemhoff.
Tras el accidente cambió de planes. Se trasladó a Ámsterdam, donde empezó a llevar la administración de una empresa dedicada al comercio. Gracias a su increíble facilidad para los idiomas, lo destinaron a San Petersburgo, y poco después se estableció por sí mismo. El comercio de índigo y otros productos —armas entre ellos— durante la guerra de Crimea (1853-1856) lo convirtió en un hombre rico. De esa época es la famosa fotografía de un Schliemann treintañero con sombrero de copa y ostentoso abrigo de pieles, tomada en verano, con la que quería dejar constancia de su buena posición. Obsesionado por el reconocimiento, llegaría a ser premiado por el gremio del comercio y a conseguir la nacionalidad rusa.
Sus múltiples negocios —también fundó un banco en California durante la fiebre del oro— le proporcionaron una fortuna suficiente para jubilarse a los 36 años. Se dedicó entonces a viajar por el mundo: exploró partes de América y Asia y publicó su primer libro, sobre China y Japón. Decidido a completar la formación que no pudo permitirse de joven, se instaló en París y se matriculó en la Sorbona. Mientras tanto se divorció de su esposa rusa. Aprendió latín y griego. Su primera campaña de investigación le llevó en 1868 a Grecia, donde buscó el palacio de Odiseo en Ítaca. Pero su objetivo era Troya.
Wemhoff cuenta que en sus memorias Schliemann fantasea con el origen de esa obsesión. De niño, su padre le habría regalado por Navidad un libro de historia universal en el que aparecía un grabado de Eneas frente a las murallas Troya que le fascinó: “Padre, estoy seguro de que Troya existe y que yo seré el hombre que la encuentre”. Entre risas, Wemhoff explica que es obvio que ese diálogo es inventado, pero no descarta que leyera ese libro —se muestra un ejemplar en alemán de la época— y Troya le causara gran impresión.
La segunda parte de la exposición se centra en sus descubrimientos arqueológicos. Pese a su fama de charlatán y farolero, Schliemann fue un hombre hecho a sí mismo también en lo académico. Llegó a escribir una tesis y a obtener un doctorado por la universidad de Rostock (Alemania). Pero lo hizo a los 47 años y la mayoría de los académicos de la época nunca le tomaron en serio. Aunque Troya y el tesoro de Príamo le dieron fama mundial, mucho más importante es su descubrimiento de la cultura micénica, la primera civilización avanzada de Europa, mil años más antigua que la conocida hasta entonces.
En Micenas, donde empezó a excavar en 1876 en busca de más héroes homéricos, halló los restos de una ciudadela, la célebre puerta de los leones, y varias tumbas reales, entre las que pensó que estaba la de Agamenón. El hallazgo más espectacular es una máscara funeraria de oro que atribuyó al rey micénico pero que según estudios posteriores es unos 300 años anterior. Schliemann la bautizó como “la máscara de Agamenón” y así se sigue conociendo hoy en día. En la muestra se exhibe una copia de la original, que se encuentra en el Museo Arqueológico de Atenas.
El excéntrico millonario, que llegó a dominar 12 lenguas y patentó su propio sistema de aprendizaje de idiomas, dedicó el resto de su vida a la arqueología. Tras Micenas, excavó en Tirinto, donde descubrió las impresionantes pinturas murales del palacio micénico, y en Orcómenos, donde encontró el conocido como tesoro de Minias.
La exposición no ahorra críticas a los controvertidos métodos de Schliemann, que algunos historiadores califican de brutales incluso para los estándares de la época. Como estaba convencido de que la Troya homérica se hallaba en los estratos más profundos de Hisarlik, cavó rápidamente una zanja vertical que destruyó buena parte de los vestigios. “Troya no fue destruida por los aqueos, sino por Heinrich Schliemann”, se lee en uno de los paneles, que atribuye la frase a un anónimo.
Investigaciones posteriores han determinado que la ciudad que se correspondería con la de la Ilíada está mucho más arriba, en la capa conocida ahora como Troya VII. Schliemann se dio cuenta de ello después y acabó contratando a un arqueólogo profesional, Wilhelm Dörpfeld, para dirigir las excavaciones, que fueron mucho más cuidadosas. “Su falta de experiencia y su impaciencia” resultaron fatales para el asentamiento, aunque Wemhoff llama a recordar que las críticas a los métodos de Schliemann se han hecho desde la perspectiva del siglo XX. El también director del Museo de Prehistoria e Historia Temprana de Berlín recuerda que Schliemann preservó y catalogó hasta la última pieza de cerámica que encontró en sus excavaciones.
Muchos de esos objetos pueden verse en la muestra todavía con las etiquetas escritas a mano por Sofía, la segunda esposa del aventurero, 30 años más joven que él y que le acompañaba en las campañas. El estallido de la guerra en Ucrania ha impedido que otras piezas del tesoro de Príamo, que iban a viajar a Berlín para la muestra, abierta hasta el 8 de enero, puedan exhibirse. Alemania ha cortado la colaboración con Rusia, donde se conservan las joyas de oro después de que el Ejército rojo las expoliara al final de la II Guerra Mundial. En su lugar pueden verse réplicas de gran calidad.
Se conservan miles de las cartas que se intercambió con decenas de expertos de todo el mundo, a los que trató de convencer de la validez de sus teorías organizando conferencias académicas en Hisarlik. Dejó escrito que quería que el tesoro de Príamo, que donó a los entonces Museos Imperiales de Berlín —tras comprárselo a las autoridades del imperio Otomano después de que le pillaran llevándoselo de extranjis—, nunca se separara. Durante décadas nadie supo dónde acabaron las joyas, hasta que en 1994 emergió que las tenía el Museo Pushkin. Berlín exige su restitución a Moscú desde entonces.
El arqueólogo murió el 26 de diciembre de 1890 en Nápoles, a los 62 años. “La vida de Schliemann daría para una gran película”, asegura Wemhoff: “Aquí hemos intentado presentarla así, con sus contrastes y todas las cosas sorprendentes que le pasaron y que emprendió este hombre que medía 1,56 metros. Fue una persona incansable que tuvo la voluntad inquebrantable de diseñar su vida y llevarla al éxito”.
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