Toda cultura es crisis y toda lengua nace de la corrupción de otra
Ni nuestra lengua anda maltrecha ni la cultura vive un momento de crisis
Hay una entrada antológica en los diarios de Julien Green en la que el autor más francés de la literatura estadounidense recuerda que, con siete años, le dijo a su hermana Anne: “Era mejor antes”. Con siete años.
Más allá de la anécdota del autor de Adrienne Mesurat —un clásico desaparecido de la conversación—, esas tres palabras ―”era mejor antes”― resumen bien el mantra de que nuestra lengua “anda muy maltrecha” ―como dijo el lunes Rafael Cadenas en su discurso del Cervantes― y que la cultura vive un momento de crisis inédito. No tanto. Mejor dicho, la cultura es una perpetua crisis: no olvidemos que “nuestra lengua” es una corrupción del latín. Lo único inédito es, tal vez, la velocidad a la que se produce ahora. En 2011 Mario Vargas Llosa afirmó en La civilización del espectáculo que habíamos tocado fondo. Justo lo mismo que había decretado T. S. Eliot en Notas para la definición de la cultura en… 1948. Es decir, aproximadamente un siglo después de que Georg Simmel reflejara una opinión similar en El futuro de nuestra cultura, ensayo recogido en El individuo y la libertad.
Puede que estemos viviendo una versión acelerada de la Edad Media, otra época de mala reputación en la que no existían los géneros literarios, mandaba la oralidad, nacían las lenguas romances y triunfaba el corta y pega
Lo propio de cada época es anunciar el Apocalipsis, ese instante de pánico que el tiempo termina confundiendo con el Génesis. Basta recordar que términos como impresionismo o minimalismo nacieron como insultos. Lo mismo que manierismo, lastrado por una connotación negativa contra la que nada pudo hacer E. H. Gombrich cuando propuso llamarlo “estilo postclásico del Renacimiento”. Demasiado largo. Puede que la única excepción al recurrente “vamos a menos” se diera en 1550. Ese año Giorgio Vasari publicó su Vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos para consagrar a los genios de su tiempo y celebrar que había quedado atrás la “tosca” pintura medieval, ejecutada siguiendo, según él, “la manera griega fea”, o sea, la bizantina.
Durante siglos la cultura se construyó a favor de la historia o contra ella. A lo primero lo llamamos tradición. A lo segundo, vanguardia. Pero hasta eso saltó por los aires cuando Octavio Paz anunció que existía una “tradición de la vanguardia”. Revolverse contra el pasado supone un ejercicio de memoria cuyo contrapeso no siempre es la bíblica decadencia sino el mero desgaste. Puede que —¡éramos tan cristianos!— estemos a dos visitas a la Capilla Sixtina de olvidar quién fue san Bartolomé. También nuestros bisabuelos dejaron de reconocer a Marsias, otro desollado. ¿Debemos llamarlos ignorantes?
Hoy, es cierto, hay una cultura desmemoriada que no se mide con la historia ni se enfrenta a ella: se sitúa al margen. Sin orgullo pero sin complejo. Al margen de lo que hasta ahora se consideraba un concierto de música en directo, una obra de arte tangible o incluso una novela bien escrita. Puede que estemos viviendo una versión acelerada de la Edad Media, otra época de mala reputación en la que no existían los géneros literarios, mandaba la oralidad, nacían las lenguas romances y triunfaba el corta y pega (el sampler de la época). Eso sí, nadie echará de menos el temor de Dios. Los impacientes pueden esperar al enésimo neoclasicismo.
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