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Tribuna
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El esperpento

Deberíamos cuidar más a los artistas vivos y no solo hacerlo con limosnas, con algún que otro festival y de vez en cuando algún que otro premio

'El nacimiento de Venus', de Sandro Botticelli.
'El nacimiento de Venus', de Sandro Botticelli.getty

Y un día volvemos a nacer. De manera inesperada, matamos la muerte. Eso ha hecho Bach, desaparecido durante casi cien años y que, de pronto, resurgiendo de la nada, agarrado, atrapado por los puños, es sacado fuera de la fosa, del olvido. Lo mismo ha ocurrido con Botticelli, dejado de lado durante siglos, tirado en la cuneta, hasta que algunos lo han vuelto a despertar de entre los muertos y, de pronto, con nombre y apellido, se ha hecho inmortal.

El arte es lo único que nos salva del olvido. De nada sirven las medallas ni las criptas, menos todavía los algoritmos o las criptos. Si no fuera por un bardo ciego, Aquiles no estaría todavía con nosotros. Los príncipes pueden ocupar su lugar, subirse al trono, berrear en los parlamentos, pero de ellos no quedará ni el ruido de sus cascabeles ni el tintineo de sus panderetas, no habrán durado más que una mariposa en el jardín. Ya nadie recuerda quién batallaba en los tiempos de Manrique o de Garcilaso, ni quién reinaba en los de Vuillon o de Ronsard. Lorca se ha tragado de un bocado los apellidos de los que lo balearon. Y no importa que no demos con sus tumbas o que incluso dudemos que hayan existido: Homero, Cervantes, Shakespeare, siguen ahí, más vivos que nunca, en todos los colegios, en todos los escenarios.

Los patinetes eléctricos se quedarán en las calzadas, los coches voladores conseguirán despegar, pero todos ellos, en menos de un puñado de siglos, serán objetos obsoletos. Ahí, en el basurero, están los casetes, las cafeteras, las carcasas de los móviles, las tabletas, todos ellos cada vez más efímeros, ahí estarán las redes, las nubes, todas las inteligencias artificiales, las que no sean de sangre, que no son ni de carne ni de hueso. Y, sin embargo, más duraderos que las catedrales, que los monasterios, los sonetos, las sonatas, ellas, ahí siguen, más reales que nunca. Virgilio ha destronado a Augusto, Antígona a Creón, Freund ha desbancado a todos los primeros ministros, y Bacon a todos los arzobispos. Los ingleses todavía tutean a Hamlet, y los españoles seguimos dudando eternamente si arrastrar nuestras vidas con Sancho o dárselas al Quijote, contra vientos y molinos.

En Francia ya nadie recuerda quién ha sido presidente de la república en tiempos de Proust, como si se tratara de otra mariposa más, clavada, espetada, en la madera del olvido. Si no fuera por Goya, la duquesa de Alba apenas valdría para una telenovela, ni siquiera para un culebrón. Y ahí están ellos, ilesos, tan panchos, los Nabokov con su cazamariposas, dando brincos por los montes, como si fueran todavía mozuelos, dejando mal parados, rajados, a todos los zares, todos ellos ahora diminutos, achicados, reventados por todas las reyertas de historia. Ellos ahora son apenas una coma, una verruga, en un renglón que ya no se acuerda de su papel en el guion, casi como si nunca se hubieran subido al escenario, a la leyenda del tiempo.

Vermeer Rijksmuseum
Una visitante observa 'La lechera' de Vermeer en una exposición dedicada al pintor en el Rijksmuseum.Rijksmuseum / Henk Wildschut

Y no creas que se necesite ser pletórico. A veces eso pasa: una sola palabra suya basta, un mero, un escueto, puñado de versos, tipo a la tarde te examinarán en el amor, solo eso, y San Juan se sube a la cruz, trepa hacia la eternidad. Subiendo más hacia el norte, en Delft, Vermeer ha sido más que parco, casi bordeando lo tacaño, apenas medio centenar de obras, pero ahí está él, también, subido en lo más alto del altar. Modigliani, con apenas veintisiete obras, se ha subido al podio de la eternidad. Poco ruido, y todavía menos nueces, ni pajares, ni palacios, pero ahí están ellos, por encima del barullo, de las broncas, de las estridencias, ahí están por los siglos de los siglos. A veces solo necesitas eso, un solo disparo, no más, para dejarla tiesa, a la muerte, para que el olvido te olvide.

Deberíamos tomar nota. Los nuevos mundos podrían bien borrar el viejo, el nuestro. Pero Europa, y con ella España, posee algo que perdura y que es más que viejas piedras. Nosotros ya no dominamos el espacio, pero sí todavía el tiempo. Tenemos los archivos, las catedrales, los libros. No importa que no buceemos por el ciberespacio, o visitemos todos los planetas a tiro de lapo. Deberíamos cuidar más a nuestros futuros monumentos, a los artistas que están ahora, aquí, vivos, y no solo hacerlo con limosnas, con algún que otro festival, y de vez en cuando algún que otro un premio, una palmada en la espalda, para que nos dejen tranquilos, de una vez.

Tenemos alguna institución cultural de primer nivel, como el Prado o el Reina Sofía, donde nuestros artistas vivos deberían tener más cabida. Deberíamos atrevernos, como lo hacen nuestros vecinos franceses, a hacer política cultural de alto vuelo, es decir, colocar, por ejemplo, a un Pierre Soulages nacional en plena galería del Louvre, al lado de los Giotto y todos los renacentistas, sin pestañear, sin dudar ni un instante, porque así estaban satelizando a uno de sus máximos artistas vivos, colgando los ultranegros al lado de oros renacentistas. Deberíamos darle cabida a la poesía, en una casa que fuera digna de Vicente Aleixandre, pero que ahora se cae a pedazos. A eso también la literatura le ha dado un nombre: el esperpento.

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