Vermeer revela el misterio de su luz en vísperas de su mayor retrospectiva en Ámsterdam
El Rijksmuseum presenta una investigación que desvela que los jesuitas mostraron al pintor el uso de la cámara oscura, el instrumento óptico que marcó su estilo realista
Los jesuitas influyeron de manera decisiva en la vida y obra de Johannes Vermeer (1632-1675), uno de los grandes maestros del Siglo de Oro holandés. El artista, protestante en origen y casado con una joven católica, Catalina Bolnes, no solo bautizó en la fe de su esposa a sus 15 hijos, sino que él mismo tuvo una estrecha relación con esa religión. Según una nueva investigación hecha pública este viernes, fueron los jesuitas los que le enseñaron el uso de la cámara oscura, el instrumento óptico que marcó su estilo realista y que facilitó el desarrollo de la fotografía. El descubrimiento lo ha presentado el Rijksmuseum de Ámsterdam, mientras ultima la gran retrospectiva que dedicará a Vermeer a partir del próximo 10 de febrero. Podrán verse 28 cuadros de colecciones y museos internacionales y presentará al maestro de la luz a nuevas generaciones. Una figura reconocida en su época, pero que murió agobiado por las deudas y cuya familia tuvo que declararse en ruina y vender sus obras para sobrevivir.
El hallazgo sobre la cámara oscura ha sido posible gracias a la investigación de Gregor Weber, conservador jefe de Bellas Artes del Rijksmuseum, que publica también ahora una nueva biografía del pintor. Admirado por su habilidad para plasmar el intimismo de la vida doméstica, de Vermeer solo quedan sus cuadros. No hay diarios o documentos de su puño y letra, y tampoco se sabe cómo fue su vida en los 21 años transcurridos entre su nacimiento y su matrimonio, en 1653. De ahí la relevancia del trabajo de Weber, apoyado en el descubrimiento de un dibujo del sacerdote jesuita Isaac van der Mye donde se muestran las características del uso del aparato óptico.
“Los jesuitas asociaban la luz así observada por el ojo humano al aspecto moral de la luz divina entrando en el alma, y había incluso ejemplos de sermones alusivos”, explica Weber en conversación telefónica con EL PAÍS. Aunque no hay documentos que demuestren que el pintor la utilizó para sus cuadros, el experto considera muy probable “que se inspirara en los efectos que producía su uso”. Pero puntualiza: “No creo que se pusiera detrás de la cámara oscura para trabajar. Era un artista con dominio de la perspectiva, el color y la composición. No se ha demostrado que hubiese una en Delft, y creo que supo cómo funcionaba y lo aplicó a su obra creyendo que esa era la forma en que el ojo percibe la luz”, asegura sobre el autor de la célebre La joven de la perla.
Vermeer nació y murió en Delft, una próspera ciudad de 21.000 habitantes en su tiempo. Con un ritmo pausado de trabajo —su producción total no debió superar los 50 cuadros y hoy se le atribuyen entre 35 y 37—, fue una figura conocida y respetada. Su madre se llamaba Digna y su padre, Reynier, tenía una taberna que acogía huéspedes y era también marchante de arte. No se sabe si el pintor estudió en su ciudad natal, en Ámsterdam, o tal vez en Utrecht, y a la muerte de su progenitor alquiló el local. Vermeer mismo ejerció de marchante de arte y lideró en dos ocasiones el Gremio de San Lucas. Estuvo en contacto con otros pintores de su época porque Delft atrajo durante unos años a muchos de su generación. “Tenía fuentes de inspiración y Delft era además un centro científico importante: el microscopio más antiguo de Países Bajos se encontró allí y había gente interesada en la óptica y la geometría. Plasmó a un geógrafo y a un astrónomo, y el ambiente artístico local fue muy importante al principio de su carrera”, asegura por teléfono David de Haan, conservador de colecciones de arte del Museo Prinsenhof de la ciudad.
La sala presentará una muestra sobre el contexto histórico y cultural en el que estuvo inmerso el pintor, que coincidirá con la retrospectiva del Rijksmuseum. Según De Haan, “habrá ejemplos de piezas de sus contemporáneos en los que pueden verse las influencias mutuas”. Vermeer trabajaba desde el primer piso de su casa, en una habitación que daba a la calle, “con luz del norte, y creo que su magia es la capacidad para crear una atmósfera propia”, comenta.
De Haan indica que el artista tuvo la suerte de contar con el favor de un coleccionista local, Pieter van Ruijven, “que le compró 21 obras, entre ellas, La lechera, La vista de Delft y La callecita; durante muchos años tuvo una buena posición económica”. A pesar de que los matrimonios interreligiosos eran poco frecuentes y de que su suegra, la católica María Thins, se opuso al principio al enlace, “sabemos que acabó confiando en él porque le enviaba a Ámsterdam en su nombre y se fiaba para que cobrase las rentas de la tierra que ella poseía”, afirma.
Tras su matrimonio con Catalina Bolnes, el artista se instaló en una zona de Delft donde había muchos católicos y los jesuitas disponían de una iglesia oculta en un ático junto a su casa. En ese momento del siglo XVII, la República de las Provincias Unidas de Países Bajos garantizaba la libertad de culto, pero los creyentes que no fuesen protestantes debían ser discretos. “El templo servía a una comunidad de unas 700 personas, y aunque todo el mundo conocía su existencia, eran tolerados”, indica el conservador Gregor Weber. Si bien no hay escritos que demuestren que Vermeer se convirtiera, “la Iglesia católica no era muy permisiva y debió hacerlo, de otro modo no habría podido bautizar a sus hijos ni llevar a sus niñas a la escuela jesuítica”. En su casa había una habitación privada con un cuadro de grandes dimensiones sobre la Crucifixión y otro mostrando el rostro de Cristo en el paño con el que Santa Verónica le limpió el sudor y la sangre, según la tradición cristiana. Las obras no llevaban la firma del pintor, pero este tipo de arte devoto era propio de una sala de rezos, y él ejecutó un lienzo titulado Alegoría de la fe católica.
De los 15 hijos del matrimonio, cuatro murieron en la infancia, y hay un solo documento histórico que revela la intimidad del artista. Lo presentó su viuda poco después de la súbita muerte de su esposo, a los 43 años. “Había dejado tantas deudas, que ella tuvo que declararse en la ruina y atribuyó el óbito al estrés causado por el hundimiento de los mercados durante la guerra franco-neerlandesa”, señala De Haan. La contienda estalló en 1672 y Vermeer no pudo vender sus cuadros, y tampoco los que tenía de otros colegas en su calidad de marchante.
En la misiva, la viuda explicaba a sus acreedores que él se puso malo viendo que no podía mantener a su familia, y en cuestión de dos días falleció. “¿Fue un ataque al corazón, un derrame cerebral? No lo sabemos. La familia del coleccionista Van Ruijven les había prestado dinero, pero Catalina se quedó en la ruina, incluso le debían 600 florines de la época al panadero. Acabaron vendiendo los cuadros”, relata De Haan. “Cuando Vermeer fue enterrado, sobre su ataúd se puso el de uno de sus hijos, muerto en la infancia”, explica. Fue un triste final para un artista al que este febrero se dedica una muestra que espera hacer historia.
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