Memoria de guerra y dictadura en el cine de Saura
El cineasta desafió a la censura y a la miseria intelectual durante el franquismo
La dictadura de Franco amparó el enfoque distorsionador y tendencioso de los vencedores de la guerra y durante esas décadas resultó muy difícil elaborar interpretaciones alternativas. En esos años de silencio historiográfico, la literatura y el cine encendían de vez en cuando la llama del recuerdo. Entre los cineastas, el que más lo hizo, desafiando a la censura y a la miseria intelectual, fue Carlos Saura.
En sus películas, desde La caza, de 1965, hasta ¡Ay, Carmela!, de 1990, siempre hubo un lugar para el recuerdo, “todos son recuerdos”, que decía la mamá que cumplía 100 años. Recuerdos de la guerra, de su violencia e intolerancia. Recuerdos del franquismo, de su represión, doble moral e hipocresía. “Utilizar la cabeza para introducir el pasado”, esa era su intención. Y para ello había que utilizar la imaginación, captar una realidad más amplia de lo que aparentemente se percibía, algo que, según él, aprendió de Luís Buñuel.
Saura tenía cuatro años en 1936. Hasta el comienzo de la guerra su vida transcurrió en la “ignorancia infantil”, con “escasas imágenes”, sin demasiada historia. Pero todo cambió, de repente, con la guerra, como bien se muestra en una escena para el recuerdo que aparece en La prima Angélica (1973). La familia se parte en dos, como España. La de derechas, antes de saber qué rumbo van a tomar los acontecimientos, cierra las ventanas, baja las persianas, reza el rosario, temerosa de la revolución, a la espera del ejército salvador. Escuchan la radio y el padre, Anselmo (Fernando Delgado), dice: “¡Son los nuestros! ¡Abrid las ventanas, que entre la luz del día!”. La mujer comienza a tocar el Cara el Sol con el piano, mientras Anselmo le dice a su sobrino Luisito (José Luís López Vázquez): “Ahora va a saber lo que es bueno tu padre y los de su ralea”.
Desde sus primeras películas, a Saura le interesó mucho reflejar el pasado violento de una sociedad que vivía todavía fracturada bajo la represión y miseria de la dictadura. La caza (1965), la película que además le abrió caminos de fama, por los prestigiosos premios que obtuvo, es el mejor ejemplo. Sabemos desde el primer instante que en el escenario donde los cuatro protagonistas van a cazar conejos murió mucha gente en la Guerra Civil. “A montones murieron aquí”, le dice José (Ismael Merlo) a Enrique (Emilio Gutiérrez Caba), enseñanza y recuerdo del mayor al joven. “Buen sitio para matar”.
Saura recuerda y los que vemos su cine recordamos cómo era esa España de Franco, de los años sesenta y setenta, entre la tradición y la modernidad. Es un viaje a través de la memoria y el tiempo. Hay una España que ha desaparecido, pero no del todo, miserable y primitiva, “de hambruna y pobreza”, que Saura capta en sus fotos, “parece la prehistoria”, dice, y otra moderna que nace, aunque no puede dominar todavía y matar a la vieja, que sale una y otra vez a través del recuerdo de los protagonistas de sus películas.
La Guerra Civil atrapó a la mayoría de la población española, a millones de ciudadanos, les hizo tomar partido, aunque algunos se mancharan más que otros, e inauguró un período de violencia sin precedentes en la historia de España.
Una guerra de aniquilamiento, necesaria para los que la provocaron con sus armas, pero inútil en el recuerdo de la mamá centenaria. Así acaba esa maravillosa película, que resume el cine de Saura, que utiliza la cabeza y la imaginación “para introducir el pasado”, para recordar la persistente tensión entre tradición y modernidad que presidió la historia de España de la mayor parte del siglo XX. “Cuánta crueldad, cuánta estupidez, cuánta mezquindad”, dice mamá-Rafaela Aparicio al recordar la guerra. “Cuánto sufrimiento inútil, cuánto sacrificio inútil”.
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