Recuerde a su madre si gana usted el Premio Cervantes
Pese a contribuciones antológicas como las de J. M. Coetzee, el capítulo de los agradecimientos está por explorar en la historia de la literatura
Este será, me temo, un artículo sentimental. El otoño es la estación de los premios culturales, y uno de los minutos más sensibles de tanto fallo es el apartado de los agradecimientos. El momento se supone tan emotivo que incluso quienes critican la geopolítica literaria incurren a veces en una gratitud hacia su tierra, sus paisanos o su lengua digna de Candela (María Barranco) en Mujeres el borde de un ataque de nervios, ya saben, aquella malagueña con la que se portó fatal “el mundo árabe” porque un noviete pasajero resultó ser “terrorista chiita”.
No obstante, lo habitual es acordarse de la familia. Incluso de la imaginaria. Hasta esa sociedad limitada que ha dejado de ser anónima llamada Carmen M.O.L.A. dedica la novela del Planeta “a mi madre”. Este miércoles se falla el Cervantes y uno de los candidatos, el chileno Raúl Zurita, cuenta en sus memorias de infancia ―El día más blanco― que siempre le pedía a Dios tres cosas: que se le pasaran los dolores a su abuela, que no los echaran de la casa alquilada y que, llegado el caso, se murieran a la vez “los cuatro”. Es decir, su hermana, su madre, la abuela y él. El padre y el abuelo habían muerto con dos meses de diferencia y la pena le resultaba insoportable.
Las madres son, con toda justicia, las destinatarias de los mayores reconocimientos oficiales. Para Catalina Sintes fue el primer pensamiento de su hijo Albert (Camus) cuando ganó el Nobel y a la “ternura indirecta” de su progenitora dedicó su precioso discurso Herta Müller. Al contrario que en la mayoría de actos parecidos, los ganadores no hablan en la entrega del Nobel. Lo hacen días antes ―en la academia de cada gremio― y horas después ―con más chispa y menos subordinadas― durante la cena en el Ayuntamiento de Estocolmo. Esa segunda intervención suele pasar inadvertida, pero ha dejado brindis inolvidables.
Entre ellos, el de J. M. Coetzee, el escritor más serio de la Tierra, “uno de esos tipos que se pondría bañador para suicidarse en el mar”, según su propio autorretrato. Por eso resultan tan especiales sus palabras del 10 de diciembre de 2003 (pueden verse en YouTube). Aquella noche recordó lo que Dorothy, su pareja, le había dicho días atrás: “¡Qué orgullosa estaría tu madre!”. Respuesta del novelista: “Si viviese, tendría 99 años y, probablemente, demencia senil. No se enteraría de nada”. Más tarde, reconoció, dio la razón a Dorothy: “Mi madre explotaría de orgullo. ¿Por quién hacemos las cosas que llevan al Nobel sino por nuestras madres?” Al instante, dramatizó un anuncio ―”¡Mami, mami, gané el premio!”― y la respuesta materna: “Estupendo, mi amor, ahora cómete las zanahorias antes de que se enfríen”. Para dar las gracias, lanzó la pregunta definitiva: “¿Por qué nuestras madres han de tener 99 años y llevar tiempo en la tumba antes de que nosotros podamos llegar corriendo a casa con el premio que compensa todos los disgustos que les dimos?”.
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