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Graham Vick, fascinante historia del teatro musical

El gran director de escena inglés, que murió a los 67 años, demostró compromiso cívico y una inagotable y curiosa pasión

Graham Vick, en Madrid, en 2014.
Graham Vick, en Madrid, en 2014.Carlos Rosillo

“La relación entre la interpretación y la audiencia es el arte... Una obra de arte no tiene sentido hasta que se percibe y se responde, y su calidad y valor residen únicamente en esa respuesta”.

En estas pocas pero efectivas palabras, Graham Vick (que murió el sábado 17 de julio en Londres a los 67 años) supo recoger los rasgos esenciales de sus más de cuarenta años de experiencia, que lo vieron como el protagonista absoluto en las salas teatrales más importantes del mundo con los directores más calificados: de Seiji Ozawa a James Levine, de Lorin Maazel a Zubin Mehta, de Gennady Rozhdéstvensky a Riccardo Muti, de Daniele Gatti a Antonio Pappano, de Bernard Haitink a Valery Guérgiev, y con los más grandes compositores contemporáneos, de Luciano Berio a Giorgio Battistelli, de Georg Friedrich Haas a Jonathan Dove.

Pero la dirección de escena de una ópera, que a finales de los años veinte del siglo pasado sentó las bases teóricas de su desarrollo precisamente en los países de habla alemana, no es ni puede ser considerada como una obra, por elegante y refinada que sea, de simple invención escenográfica, o creatividad en el vestuario.

Al contrario, dirigir es otra cosa. Y si el teatro en prosa ha elaborado una serie de reflexiones teóricas y experiencias concretas sobre los protocolos de su modus operandi (desde Stanislavski o desde Antoine hasta la corriente más reciente), esto no siempre le ha sucedido a la ópera que, todavía hoy en la mayoría de los casos, parece vivir como en los ensayos del dramma giocoso de Donizetti, Le convenienze ed inconvenienze teatrali, aunque actualizados.

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Si pensamos en el método de trabajo de Walter Felsenstein en su Komische Oper sobre algunos textos más o menos famosos, con cantantes ciertamente no famosos (Carmen, 1949; Flauta mágica, 1954; Traviata, 1955; La zorrita astuta, 1956; Les contes d’Hoffmann, 1958; Otello, 1959), nos encontramos ante una verdadera labor de dirección de escena. Labor que sin duda comenzó con un largo período de ensayos y donde ciertamente sus cantantes no fueron las estrellas discográficas que vuelan de un teatro a otro de una manera demasiado despreocupada. Solo cuando los directores de escena piden a los directores de los teatros largos periodos de ensayo con los cantantes, solo en este caso creo que podemos hablar de verdadero Regietheater.

Solo tiempos de ensayo serios garantizan la posibilidad de liberar al espectáculo de esos estereotipos de actuación lírica que, como apuntaba Heinrich Ströbel a finales de los años veinte, significaban que el término Opernhaft (operístico), era sinónimo de polvoriento, casposo, repetitivo, viejo. Exactamente lo contrario de esa gran fuerza emocional que Monteverdi atribuía al stile rappresentativo.

Estoy profundamente convencido de que Graham Vick (que nació en 1953 en Birkenhead, Reino Unido), junto con algunos grandes colegas, ha contribuido de manera esencial a definir unos protocolos claros sobre el significado y la importancia del trabajo de dirección de escena en el campo de la ópera durante los últimos cincuenta años.

Conocimiento profundo de la partitura musical y conocimiento profundo del canto, conciencia crítica de los problemas de nuestra contemporaneidad y conciencia de la distancia histórica que nos separa de los textos operísticos del pasado, capacidad de diálogo entre la modernidad y el sistema de convenciones del género, percepción sensible de la dramaturgia interna de la música, trabajo en equipo con directores musicales, escenógrafos, diseñadores de vestuario, diseñadores de luces, coreógrafos, tiempos de ensayo adecuados y compartir la elección de los cantantes/intérpretes son solo algunos de los aspectos del trabajo serio que siempre han acompañado a Vick en la preparación de sus espectáculos. Ya sea la inauguración de la renovada Royal Opera House o la inauguración de la temporada del teatro Alla Scala en Milán, o una simple reposición en el Palacio de la Ópera de A Coruña.

Graham Vick fue, en su reconexión con la gran tradición del Regientheater, una de las figuras más interesantes del panorama teatral contemporáneo, un director que con sus lecturas supo hacernos reflexionar, emocionar, conmover, como escribía Claudio Monteverdi, y supo hacerlo precisamente en su capacidad de conjugar una sensible sabiduría de la música con un profundo conocimiento del oficio del teatro en el más pleno sentido de la palabra, incluso atreviéndose felizmente a traicionar a la presunta originalidad de la obra, optando por ser brillantemente infiel al texto operístico, en la conciencia de que tal fidelidad no existe, es solo una palabra sin sentido que esconde solo desinterés, si no más, hostilidad, hacia la música.

El redescubrimiento de un texto fundamental

Cuando lo invité a la Zarzuela de Madrid, para dirigir la versión completa de una partitura de Ruperto Chapí, Curro Vargas, Graham estudió con detenimiento esta magnífica partitura de 1898 (el importante texto literario de Joaquín Dicenta y Manuel Paso), recuperó y vio la película muda de José Buchs de 1923 y solo después de unas pocas semanas de trabajo aceptó el encargo que realizó en el 2014. Fue un momento muy importante, porque gracias a Graham, redescubrimos el valor del fundamental texto teatral de Chapí y Dicenta, una obra central en la historia no solo del teatro español, sino también europeo. Ruperto Chapí, que después de Madrid también había estudiado en Milán y París, sin duda tuvo que conocer la edición de canto y piano de Boris Godunov de Mussorgsky de la que hay un claro eco en las extraordinarias páginas corales de Curro Vargas, que Vick, junto a Ron Howell, coreógrafo, colaborador y compañero de vida, lo logró de una manera teatral absolutamente extraordinaria.

Sin Graham corremos el riesgo de envejecer todos un poco, incluso un poco más, porque sin él, sin sus brillantes propuestas teatrales, sin su compromiso cívico, nos falta esa inagotable y curiosa pasión por el teatro musical y por la vida que no lo ha abandonado nunca en el transcurso de toda su carrera.

Paolo Pinamonti, exdirector Teatro de la Zarzuela, Madrid – Università di Ca’ Foscari Venecia.


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