El cielo de Claudio Monteverdi
El director Thomas Hengelbrock traduce 'Las Vísperas' con claridad y calidez meridional en el Auditorio Nacional
Quien piense que lo nuevo debe arrumbar necesariamente lo viejo, o que ambos no pueden seguir conviviendo armoniosamente, hará bien en empaparse de la música de las Vísperas de Monteverdi, un ejemplo prodigioso en el que pasado y futuro se dan la mano en una convivencia feliz y, nunca mejor dicho, armoniosa. Las Vísperas, una criatura jánica que mira a un tiempo hacia atrás y hacia delante, aparecieron publicadas en Venecia en 1610, tres años antes de que el compositor fuera nombrado maestro de capilla de la Basílica de San Marcos, compartiendo edición con una soberbia misa a seis voces concebida en la mejor tradición renacentista. No consta que Monteverdi las interpretara entonces, ni siquiera más tarde, en las más de tres décadas que le quedaban de vida, como un todo unitario. De la dedicatoria al papa Pablo V y del texto latino de la portada solo cabe colegir que el cremonés debía de estar buscando trabajo lejos de Mantua, probablemente en Roma. Y la extraordinaria música que contiene el volumen parece proclamar a los cuatro vientos: “Estos son mis poderes”.
Claudio Monteverdi: Vespro della Beata Vergine. Coro, Solistas y Ensemble Balthasar Neumann. Dir.: Thomas Hengelbrock. Auditorio Nacional, 3 de diciembre.
De un músico vital y luminoso como Thomas Hengelbrock cabía esperar una traducción de las Vísperas llena de claridad y calidez meridional, a la manera en que ha sabido recrear, por ejemplo, algunas de las obras escritas por Haendel durante su estancia formativa en Italia. Sin embargo, su lectura es sorprendentemente septentrional y decididamente intimista, mucho más adecuada para las “cámaras de los príncipes” que para las “capillas”, por retomar la dicotomía que aparece en la cubierta de la primera edición, y mucho más hija del orden que de la fantasía. Con un cantante por parte, una gran contención en el uso de los instrumentos y un bloque de bajo continuo más delicado que rotundo, la música nos llega muy bien equilibrada, excepción hecha quizá de los numerosos canti fermi que prestan el sustento melódico último a la mayoría de las piezas y que casi nunca sonaron con la imprescindible nitidez: cuando mejor se plantearon fue en el Magnificat final, excepción hecha de la sección “Suscepit Israel”, con el tenor demasiado agazapado por debajo de las dos sopranos.
Las 12 voces del Coro Balthasar Neumann (una creación personalísima del propio Hengelbrock) cantaron mucho mejor que con Pablo Heras-Casado en las tres entregas de la Selva morale e spirituale ofrecidas este mismo año en la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional, aunque no pudo disimularse la ostensible diferencia de calidad entre el primer coro (integrado por la mayoría de los solistas) y el segundo. Hengelbrock bordó algunas transiciones (como la previa a “ut collocet eum” en Laudate pueri) y todas las cadencias conclusivas, y acertó de llano al encomendar sucesivamente a cada una de las cuatro sopranos las nueve primeras apariciones de la letanía en la Sonata sopra Sancta Maria, reservando las dos últimas para las cuatro voces conjuntamente. No dirigió, o lo hizo muy levemente, los conciertos espirituales, pero decidió echar el resto en Audi coelum, donde se alcanzó quizás el momento de mayor emoción y calidad interpretativa de la noche, gracias en buena parte a la prestación solista del veterano Hans Jörg Mammel, más que ducho en estas arduas lides monteverdianas. Del excelente conjunto instrumental destacaron la violinista Chouchane Siranossian, el tiorbista Michele Pasotti y la habitual imaginación que sabe desplegar la arpista Margret Köll.
Es imposible no echar de menos la acústica y la arquitectura de una iglesia cuando las Vísperas se interpretan fuera de ella, pero Hengelbrock supo crear un clima continuado de recogimiento y contención coronado por un larguísimo silencio antes de que estallaran los aplausos. Incluyó breves antífonas monódicas como pórtico de los salmos para conferir mayor entidad y congruencia litúrgica al conjunto, e incluso tras el Amén final sonó un último fragmento monódico, dejando así que fuera el canto llano ‒origen y razón de ser última de toda la obra‒ y no Monteverdi el que tuviera la última palabra. Lástima que ese buen sabor de boca quedara empañado poco después por el sencillo villancico anónimo Veni, veni Emmanuel, ofrecido por el coro a cappella como propina, un bajón repentino y un regalo navideño perfectamente prescindible después de que todos hubiéramos escalado, paso a paso, conmoción a conmoción, semejante cima. Hasta rozar el cielo.
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