‘Una traviata in maschera’
El Teatro Real supera con altísima nota lo que parecía a todas luces una misión imposible
Violetta Valéry muere de tuberculosis en el tercer acto de La traviata. Imitaba también en esto a Marie Duplessis, la cortesana real –amante del propio Alexandre Dumas (hijo) y de Franz Liszt, entre muchos otros– que inspiró el personaje de ficción de La dama de las camelias, Marguerite Gautier, fallecida con tan solo 23 años y cuya madre e hijo fueron víctimas de idéntica enfermedad. La tuberculosis solía cebarse en miembros de la misma familia (causó estragos entre los Brontë, por ejemplo), por lo que se pensaba que era una afección de carácter hereditario. El microbiólogo alemán Robert Koch demostró, sin embargo, que la infección tenía un origen bacteriano, identificando el bacilo que la provocaba. Para entonces, Verdi estaba ya componiendo Otello. Koch obtendría el premio Nobel por su descubrimiento y el prestigioso instituto que escruta la evolución de la covid-19 en Alemania lleva su nombre. No parece tan descabellado, por tanto, representar La traviata en estos tiempos.
LA TRAVIATA
Música de Giuseppe Verdi. Con Marina Rebeka, Michael Fabiano y Artur Ruciński. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Dirección musical: Nicola Luisotti. Concepto escénico: Leo Castaldi.
Teatro Real, hasta el 29 de julio.
Mientras que muchos teatros de ópera han decidido aplazar el comienzo de sus próximas temporadas a 2021, el Teatro Real, no contento con haber anunciado hace unos días el contenido de la suya a partir del próximo mes de septiembre, como si no pasara nada, se ha empeñado en poner fin a la actual con el mismo título que tenía originalmente previsto: el que la sigue la consigue. Pero son tantas las cosas que han cambiado, no ya desde que hiciera públicas sus intenciones respecto a la presente temporada en abril del año pasado, sino desde que se representara La valquiria en febrero, que poder ver y escuchar ahora La traviata raya en lo milagroso. De las dos tandas de funciones inicialmente previstas, la primera (en el mes de mayo) hubo de cancelarse, por supuesto, al igual que las cuatro óperas anteriores o posteriores. Y en ella iba a haber cantado, por cierto, Plácido Domingo. La segunda, irremediablemente corregida y aumentada, con un estrepitoso total de 27 funciones por la forzosa reducción del aforo, acaba de iniciar su curso. Intentamos atar cabos de aquí y de allá, recordar y augurar, y la conclusión es que días, meses y años, e incluso pasado, presente y futuro, han devenido en un magma misterioso e indistinto. Una de las pocas certidumbres es que, después de haber vivido una sobredosis de virtualidad artística durante muchas semanas, esta Traviata nos reconecta por fin con el teatro de verdad, con la ópera auténtica, con el teatro real.
Habrán podido hacerse probablemente tan solo un puñado de ensayos, aunque más a buen seguro de los que eran habituales en el frenético sistema operístico italiano de hace dos siglos. Habrá sido también necesario que los intérpretes llegados de fuera hayan pasado las obligadas cuarentenas, todo ello en medio de un control draconiano de la salud de dos centenares largos de personas, pues un solo contagio haría desplomarse al frágil castillo de naipes. En foso y escenario deben guardarse las preceptivas distancias, con pantallas para aislar a los instrumentistas de viento en el primero (hacer música produce efluvios, sí) y con los espacios delimitados nítidamente con líneas rojas en el segundo. Ello contribuye a dejar a los tres personajes principales atrapados simbólicamente en sus propias prisiones: Violetta, en sus excesos; Alfredo, en sus rencores; Germont, en sus rígidas convenciones burguesas. Puede que las cuadrículas, los centímetros, rijan ahora nuestras vidas, pero La traviata, y muy especialmente esta versión semiescenificada con acierto por Leo Castaldi, recurriendo simplemente al fondo de armario (y fondo de atrezo) del Real y a una sobria iluminación de Carlos Torrijos, nos enseña que se resisten a ser distanciadas y cuadriculadas por imposiciones llegadas desde fuera.
Cualquier gran teatro de ópera firmaría un reparto con estos tres cantantes, en plena madurez vocal y artística, en los papeles protagonistas, no digamos ya en estos tiempos. Marina Rebeka es una soprano muy técnica, muy respetuosa con la partitura, aunque el control tiende a frenar su emotividad. La voz es de enorme calidad, belleza y homogeneidad en todos los registros y, curiosamente, su mejor momento llegó quizás en el lugar más insospechado: su escena con Germont en el segundo acto. Dando por buena la dualidad y la coincidentia oppositorum que, según Susan Sontag en La enfermedad como metáfora, caracterizaba a los tuberculosos (“blanca palidez y rojo rubor, hiperactividad alternando con languidez”), Rebeka transmite mejor a la mujer vestida de blanco que vive en el campo o agoniza y se apaga en su cama que a la femme à parties que consume su vida irreflexivamente entre fiestas y camas ajenas. Su Sempre libera, atacado con sorprendente falta de viveza, abundó en esa sensación de contención emocional. Pero, como ya hiciera en Faust en 2018, la soprano letona ha causado en general una excelente impresión, dejando una imagen de cantante muy completa, con mención obligada para su extraordinario registro en piano. Con más ensayos y más aleccionada por el director musical, su expresividad habría ganado quizá varios enteros.
Michael Fabiano es un tenor con aromas de tiempos pasados y canto muy natural, aunque sonó casi siempre cohibido con respecto a Rebeka en sus dúos y menos elocuente que en anteriores ocasiones (I due Foscari en 2016) en sus solos. Cantó un poco a ráfagas, quizás aún no hecho del todo a la “nueva normalidad” (un mal que debe de estar muy extendido), y su gestualidad y sus intenciones retrataban a menudo a Alfredo mejor que su canto. A los pies de la cama de Violetta, en el tercer acto, dejó apuntes de gran artista. Artur Ruciński, el más canónicamente belcantista de los tres y el de mejor dicción italiana, fue el más aplaudido de la noche y dibujó con trazo seguro su personaje, un lobo con piel de cordero. En el Teatro Real se presentó con Lucia di Lammermoor en 2018 y su Germont –un papel incómodo y no siempre grato– no ha hecho más que reforzar sus credenciales. El resto del reparto, como es habitual en la última etapa del Real, rayó a un muy buen nivel, al igual que el coro, a cuyo empaste no afectó su propia distribución cuadriculada en unas tarimas situadas a diferentes niveles.
Pero en esta Traviata hay un nombre que debe destacarse por encima de los demás: por lo que se oye y por lo que se intuye. Con cinco Violettas, cuatro Alfredos y otros tantos Germonts, amén de dos orquestas que se turnan a lo largo de la maratón, poner en marcha esta Traviata contra reloj y echarla a rodar con funciones casi diarias durante todo el mes ha debido de ser cualquier cosa menos fácil. Pero Nicola Luisotti, que dirigirá nada menos que 21 de ellas, no parece ser de los que se arredran ante los inconvenientes, que ha debido de haberlos de todos los colores. La orquesta que ocupa el foso grande del teatro, y que ha de entrar y salir de él escalonadamente y utilizar atriles individuales, es casi idéntica a la que estrenó la obra en La Fenice en 1853. En vez de 12 primeros violines y 10 segundos, hay 10 y 8; las violas son las mismas (7) y la proporción de violonchelos y contrabajos es más racional en Madrid (6/4) que en la muy llamativa de Venecia (3/7). Se ha ubicado con buen criterio el arpa en un lateral muy cerca del proscenio al final del primer acto y se ha respetado el uso del cimbasso (o bombardone) que prescribe Verdi, sin sustituirlo por tuba o trombón bajos.
Aun parapetado en el podio tras un muro de metacrilato, Luisotti hizo de puente perfecto entre escenario y foso, dejando que fueran más bien los cantantes quienes marcaran la pauta: ellos proponían y el italiano disponía, con la orquesta –magnífica toda la noche– muy pendiente de él. Ya el excelente y arriesgadísimo preludio del primer acto, fraseado con delectación y sin gota de almíbar, auguraba una gran noche de ópera. A partir de ahí, arias, dúos, coros, el no menos quebradizo preludio del tercer acto: todo fue concertado con Luisotti con maestría, sin efectismos hueros, sin excesos, y con matrícula de honor obligada para el final concertante del segundo acto. Se introdujeron algunos de los cortes tristemente consagrados por la tradición, aunque esta vez realizados con más tino que en La traviata que dirigió Renato Palumbo en 2015. Allí también se omitieron, como ahora, secciones repetidas de las cabalette (las de las arias de Alfredo y Germont del segundo acto, las del dúo de Violetta y Alfredo del tercero). Mucho más discutible resulta la supresión de las segundas estrofas del Andantino y la Romanza de Violetta en el primer y tercer actos, respectivamente, ya que aquí se nos está omitiendo parte del texto, que no se repite. Pero al menos Luisotti ha utilizado la tijera con el mismo criterio en ambos actos (las piezas son rigurosamente simétricas, especulares, augurio y confirmación, y por eso ambas están concebidas como couplets), mientras que Palumbo cortó en el primero, pero no en el tercero, provocando una absurda asimetría. Aun así, este lunar no empaña lo importante: ver dirigir a Nicola Luisotti, dibujando la música y exhalando espíritu verdiano, sacando de la orquesta la sonoridad justa en cada momento, es una fiesta. Ya veníamos avisados de magníficos precedentes en esta misma sala (Rigoletto en 2015, Aida y Turandot en 2018 y Don Carlo en 2019), y es que una de las mejores decisiones del Teatro Real en los últimos años ha sido afianzar su relación con el gran director italiano.
El siguiente estreno en el Teatro Real llevará a escena el 18 de septiembre otra ópera de Giuseppe Verdi, Un ballo in maschera, que volverá a reunir a varios de los héroes de estas representaciones (Michael Fabiano, Artur Ruciński, Nicola Luisotti). Es imposible saber ahora si los deseos se harán realidad, ni cómo, porque la incertidumbre ha poblado nuestras vidas de interrogantes. La ya citada Susan Sontag exploró las ramificaciones de la tuberculosis como metáfora y es difícil resistirse a la tentación de conectar también metafóricamente una y otra ópera, la omega actual y la alfa futura, y pensar que, de alguna manera, esta Traviata se encuentra asimismo enmascarada (enmascarillada, cabría decir, a la vista del panorama que ofrecen el foso, el escenario, el anfiteatro, los palcos, el patio de butacas y el personal de sala). Porque, por detrás de lo que vemos y oímos, estas representaciones esconden, en realidad, un mensaje en una botella y un grito de auxilio. Aun en medio de tantas restricciones, representar una ópera en un espacio cerrado sí es posible, siempre y cuando se tengan el coraje, el arrojo, la determinación y, por qué no, la fortuna para hacerlo. El Teatro Real (léase cualquier otra institución cultural detrás del artículo) proclama así que nos necesita para no ahogarse, desfallecer y, forzosamente, morir por consunción, como la desdichada –mejor que descarriada– Violetta Valéry.
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