‘Faust’: Con Goethe en la distancia
Un Faust notable en lo musical y difuso en lo escénico inaugura la nueva temporada del Teatro Real
Tan solo dos obras del catálogo de Charles Gounod (tres si, siendo generosos, convertimos el díptico en trilogía con la adición de Roméo et Juliette) siguen interpretándose con cierta asiduidad: su Ave Maria y la ópera Faust. Tal como caracterizó ladina e ingeniosamente Carl Dahlhaus una y otra, un sacrilegio de Bach (en concreto, del preludio inicial del primer libro del Clave bien temperado) y una profanación de Goethe. Que esto último es algo más que una metáfora parece avalarlo el hecho de que Faust se rebautizara y camuflara en Alemania como Margarete, el nombre con que ha seguido representándose, en alemán, hasta hace muy poco.
Faust no es el único caso de una ópera con un pasado triunfal y un presente mucho más grisáceo. Con ella ‒cantada en italiano‒ abrió sus puertas en 1883 la Metropolitan Opera de Nueva York, en 1894 alcanzó ya el millar de representaciones tan solo en París, es la ópera francesa más representada después de Carmen y entre 1863 y 1924 estuvo presente en todas las temporadas, excepto una, del Covent Garden londinense, interpretada siempre en italiano. Y nada es casual. Luego cayó en desuso, casi podría decirse, y hoy es una visitante mucho menos asidua de los grandes teatros.
'Faust'
Música de Charles Gounod. Marina Rebeka, Piotr Beczala, Luca Pisaroni y Stéphane Degout, entre otros. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Dirección musical: Dan Ettinger. Dirección de escena: Àlex Ollé. Teatro Real, hasta el 7 de octubre.
En Ámsterdam aterrizó en 2014 tras 45 años de ausencia, en el estreno de la producción que ahora repone el Teatro Real, y dentro de unos meses volverá otra vez a Londres, en el controvertido montaje de David McVicar, con algunos de los cantantes y con el mismo director musical que están reviviéndola en Madrid. ¿Cómo puede explicarse el favor ininterrumpido de antaño? ¿Por la calidad de su libreto? Imposible. ¿Por su solidez dramatúrgica? De ninguna manera. ¿Por la originalidad con que aborda y condensa el drama de Goethe? Antes al contrario. Son solo un puñado de excelentes melodías las que le han granjeado la benevolencia del público. Y esas virtudes permanecen intactas cual siemprevivas, pero sus carencias, sus debilidades, sus inconsistencias han acabado por pasarle factura.
Si los libretistas de Gounod –los ubicuos Jules Barbier y Michel Carré− no parecen tomarse muy en serio a Goethe y dejan su prodigio poético, filosófico y dramático reducido a una fina cáscara casi ornamental, otro tanto podría decirse de lo que hace con ellos Àlex Ollé, responsable de la puesta en escena que inaugura la nueva temporada del Teatro Real, que opta por hacer chanza de muchas de las convenciones, hijas inequívocas de la Francia del Segundo Imperio, que aprisionaron a los libretistas y al propio Gounod. Su producción lleva el marchamo característico de La Fura dels Baus: potencia visual, un afán didáctico un tanto pueril, parca dirección de actores, vestuario llamativo con toques posmodernos (ese pelo y manos azules de Marguerite) y un barniz high-tech para acercar la historia a nuestro tiempo. Pero resulta más que dudoso que esto acentúe el disfrute de la obra o, lo que es más importante, disimule sus fallas. La deslocalización espaciotemporal, por sí misma, sin sólidos cimientos conceptuales, no es garantía de nada.
La pertinaz iluminación oscurantista y monocorde ciertamente no ayuda. En la escena inicial, por ejemplo, cuando un Fausto ajado medita sobre la futilidad de su existencia, la música cambia bruscamente de carácter al tiempo que empieza a amanecer y ese contraste día/noche, luz/oscuridad, conocimiento/ignorancia, joie/ennui, vida/muerte, debería tener también algún correlato visual. Pero nada sucede. Ollé malgasta, en cambio, muchas balas inútiles con proyección de rótulos supuestamente definitorios de los personajes: “Marguerite, la intocable”, “Valentin, el perdedor” (también “el hostil”), "Siebel, el ingenuo", “Marthe, la disponible” o “Wagner, el peón”. O con ese Proyecto Homúnculo apuntado al comienzo y que apenas halla desarrollo o continuidad posteriormente. Lo más sugerente es, quizá, que la última de las múltiples metamorfosis de Mefistófeles (que pasa de ser un sosias de Daniel Boone con mallas y pelo anaranjado al principio a convertirse en un Cristo crucificado en el cuarto acto) converge en el propio Fausto, del que remeda sus ropas y al que usurpa finalmente el sillón en que lo vimos cavilando al comienzo. De lo demás ‒las prótesis de las matronas con enormes pechos, las enfermeras que semejan barbies con largos postizos rubios, los estudiantes mudados en hooligans o jugadores rojiblancos, los soldados con aspecto de geos de última generación (los modernos directores de escena sienten debilidad por ellos), las maniquíes falsamente desnudas‒, casi todo parece prescindible. Es vistoso, caricaturesco, fugazmente divertido, pero convierte una ópera ya de por sí discontinua en una amalgama de retazos y ocurrencias desgalichadas.
Musicalmente, en cambio, las cosas van mucho mejor encarriladas gracias a la solidez que muestra desde el podio Dan Ettinger, una presencia cada vez más habitual en los grandes teatros europeos (París, Milán, Viena, Múnich, Londres) y que, a tenor de lo visto y oído, derrocha seguridad y está sobrado de recursos. Con pequeños borrones puntuales (el trío del cuarto acto, vigoroso pero demasiado confuso) y destellos de genio (el etéreo pianissimo de la cuerda con sordina cuando se rememora el vals del final del segundo acto en el dúo conclusivo de Fausto y Margarita), el israelí concierta con enorme musicalidad y está siempre atento a los cantantes, encabezados en esta ocasión por un cuarteto de primerísima fila, aunque con dispares prestaciones: Piotr Beczala parece a veces desubicado y su canto es desigual en emisión y color, con cierta tendencia a la insulsez, grandes momentos puntuales y agudos brillantes; Marina Rebeka dibuja líneas irreprochables y se esfuerza por ajustar con cuidado su generoso volumen vocal, utilizado sin compuertas en el trío final y un lastre en otros momentos para poder transmitir el candor y la ingenuidad adolescentes de su personaje; Luca Pisaroni realiza un esfuerzo descomunal, si bien brilla más como artista del transformismo y como un factótum cínico y omnímodo de todo cuanto sucede que como cantante, ya que su Mefistófeles abusa de la inexpresividad y no acaba de resultar imponente vocalmente, casi una condiciónsine qua nondel personaje; Stéphane Degout, uno de los grandes barítonos actuales, compone un Valentin modélico, por timbre, estilo, dramatismo y dicción (su francés es el mejor con mucho de la representación), y eso que no debe de ser nada cómodo cantar embutido en ese uniforme (cuya alta tecnología no protege, sin embargo, a su dueño del embate de un pequeño puñal, una de las muchas incongruencias de la puesta en escena). A muy buen nivel todos los personajes secundarios, comandados por el magnífico Siebel de Serena Malfi, y mucho mejor que bien las copiosas intervenciones del coro, una exigencia impuesta por el París del estreno.
A quienes quieran disfrutar de grandes melodías, y comulguen con los incongruentes presupuestos de Àlex Ollé, aquí más cerca de su insustancial montaje de El holandés errante para el Real que del mucho más perspicaz de Oedipe para el Covent Garden, les aguarda un espectáculo cuando menos modélicamente ejecutado, del que cabe también augurar buenos resultados en el segundo reparto, ya que Irina Lungu lo estrenó en Ámsterdam, Erwin Schrott parece un Mefistófeles nato e Ismael Jordi es un valor al alza. De Goethe, como ya se sabía de antemano, apenas hay noticias: su sombra, desdibujada, solo se intuye en la lejanía. Pero, en una glamurosa inauguración de temporada, con presencia real incluida, ¿quién repara en esas minucias?
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