El romanticismo, desguazado
La leyenda de Wagner pierde buena parte de su razón de ser en esta clara muestra de populismo escénico
El holandés errante comienza con una gran tormenta marina, al igual que sucede en Otello, la ópera que inauguró la presente temporada del Teatro Real, que iniciará el nuevo año con el largamente ansiado estreno madrileño de Billy Budd, protagonizada íntegramente por marineros y, asimismo, con una avasalladora presencia del mar. Cuesta creer que sea casual, como tampoco lo es que los tres compositores (Wagner, Verdi, Britten) nos hayan dejado, por medios diferentes, instrucciones precisas de cómo querían ver representadas sus creaciones. Cosa muy diferente es, por supuesto, que se les haga caso, o que se piense que aquellas han dejado ya de tener vigencia y deban trascenderse o remozarse.
La Fura dels Baus ha cimentado su fulgurante carrera en el mundo de la ópera justamente en la modernización de todo cuanto toca, que se imbuye en sus manos de un inequívoco aire contemporáneo, sea cual sea el punto de partida. Para ello suele buscar un asidero —una rendija, un pequeño resquicio o un enorme boquete— por el que introducir su arsenal ultratecnológico, sus opulentas escenografías y su estilete deconstruccionista. Aquí lo ha encontrado en Chittagong, una franja costera de Bangladés en la que, en condiciones miserables y arrostrando riesgos físicos indecibles, adultos y adolescentes desguazan grandes barcos ya inservibles, fantasmas de metal fáciles de entroncar con ese “fantasma de madera” —la expresión es de Heinrich Heine, inspiración directa para el libreto de Richard Wagner— que capitanea el Holandés Errante.
El holandés errante
Música de Wagner. Kwangchul Youn, Ingela Brimberg y Evgeny Nikitin, entre otros. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Dirección musical: Pablo Heras-Casado. Dirección de escena: Àlex Ollé. Teatro Real, hasta el 3 de enero.
La propuesta es visualmente impactante, como exige la marca de la casa, con toneladas de arena en el escenario, descarga de tormentas videográficas y el progresivo desguace del mascarón de proa que domina la escena. Sin embargo, hay una gran vía de agua en este cadáver varado de Àlex Ollé, que sitúa a todos los personajes en un mismo plano, convertidos todos ellos por igual en desechos humanos perdidos en un gran espacio escénico compartido, cuando Wagner y, sobre todo, su música dibujan con claridad dos niveles —y dos mundos— diferentes: el humano (Daland y su gente) y el sobrenatural (el Holandés y su tripulación, cuyos pintarrajos blancos parecen un recurso en exceso primario).
Lo mejor que puede decirse de la dirección de Pablo Heras-Casado, que se enfrenta a un desafío imponente, es que tiene momentos magníficos, casi todos más escorados hacia los pasajes líricos. En los de mayor pujanza rítmica, la orquesta tiende a sonar demasiado domesticada y con pocos arranques verdaderamente personales. Lo peor, que la prestación instrumental es desigual y, si se opta por la interpretación ininterrumpida de los tres actos que alentó Cosima Wagner cuando la ópera llegó por primera vez a Bayreuth en 1901, el director debe esforzarse en imprimirle ese aire unitario del que carece como obra imperfecta que es, ingenua a ratos, vacilante estilísticamente, con nítidas costuras que solo cabe disimular desde el foso.
El Coro del Teatro Real supo estar a la altura, dando lo mejor de sí en el tercer acto, donde se produjo una lucha desigual entre la tripulación espectral y el coro noruego, mucho más numeroso, por lo que el efecto de la genial superposición de ambos se pierde casi por completo. Evgeny Nikitin apenas transmite esa imagen de “ángel caído” que quería el compositor. Canta rutinaria y asépticamente, casi con desgana y con lo que aparenta ser una mínima implicación emocional, todo lo contrario de Ingela Brimberg, la más aplaudida de la noche con toda justicia, pues su Senta es tierna, valiente y obsesiva en el grado justo. La soprano sueca encarna a la perfección esa dulce reciedumbre de una “robusta muchacha septentrional” (Wagner de nuevo), a pesar del atuendo indio. Excelente y flexible el Daland de Kwangchul Youn y loable el arrojo de Nikolai Schukoff, que le jugó una mala pasada justo al final. Antes cantó un sueño modélico y es el personaje “tempestuoso, impulsivo y sombrío” que imaginó su autor.
La ambientación bangladesí no ayuda en absoluto a comprender mejor la obra, de la que no es nada fácil despegar la etiqueta de “romántica” que le adhirió su autor, no como una simple pegatina de quita y pon, sino como expresión de su naturaleza esencial.
Este Holandés tiene algo en común con el Mahagonny con que Ollé y Heras-Casado inauguraron la época Mortier en el Real. La basura de entonces es la arena y los despojos de ahora, pero la alegoría de Brecht y Weill tiene poco que ver con la desnuda leyenda romántica de Wagner, que pierde buena parte de su razón de ser en esta clara muestra de —valga el uso de un término hoy tan denigrado y manoseado— populismo escénico. La redención, también ausente aquí, nos llegará, quizás, en enero con Billy Budd.
Babelia
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