Rojo y negro
Con la sustitución de la anunciada Patrizia Ciofi por Ermonela Jaho en el personaje protagonista se ha ganado en frescura y calidad vocal, pero se ha perdido en dicción y, sobre todo, en credibilidad teatral
Alfredo recuerda: el día en que consiguió a la mujer que amaba en secreto desde hacía un año, el tiempo en que vivieron felices lejos del mundanal ruido, el día en que la perdió irremediablemente para que su padre salvara —o creyera salvar— el buen nombre de su familia, el día en que, tras reencontrarse, murió en sus brazos.
La Traviata
Música de Giuseppe Verdi. Con Ermonela Jaho, Francesco Demuro y Juan Jesús Rodríguez. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real.
Dirección musical: Renato Palumbo.
Dirección escénica: David McVicar.
Teatro Real, hasta el 9 de mayo.
Antes de que suenen los primeros acordes del Preludio, Violetta Valéry ya está muerta: el negro invade la escena, varios hombres, al fondo, inventarían sus enseres antes de ser subastados y Alfredo pasea cabizbajo ante su tumba. A partir de ahí, reconstruimos la historia de esta mujer en un escenario que parece renunciar a sus dimensiones reales para convertirse en uno mucho más reducido, opresivo a ratos, el que van construyendo a su antojo los fogonazos de la memoria para repasar el tránsito de una Violetta de vida disoluta (los cortinajes negros tienen tanto de presagio fúnebre como de refinado ambiente prostibulario), que se redime por amor y que acaba siendo mártir de este mismo sentimiento en un París que no es el que vio nacer las obras de Dumas y Verdi, sino uno alrededor de treinta años posterior, aún más podrido e hipócrita que el de los comienzos del Segundo Imperio, coetáneo de la falaz Vetusta de Ana Ozores.
Pero no se trata, claro, solo de amor: también de sexo, y uno de los aciertos puntuales de McVicar es mostrarnos a Violetta desnuda sobre la cama al comienzo del segundo acto. Ella sabe del tema y Alfredo ha sucumbido también a esos encantos. La pena es que esta imagen apenas encuentra desarrollo en el curso posterior de la acción y, en este sentido, resulta difícil comprender cómo, tras el reencuentro tan anhelado por ambos al final del tercer acto, Alfredo irrumpe en la habitación en que su amada se consume de tisis y, sin apenas cruzarse sus ojos, a su espalda, apoya levemente las manos sobre sus hombros mientras una y otro cantan Amato Alfredo y Oh mia Violetta mirando al público, en lugar de arrobarse en la contemplación mutua.
Con el cambio en el papel de Violetta se ha ganado frescura y se ha perdido dicción
Con la sustitución de la anunciada Patrizia Ciofi por Ermonela Jaho en el personaje protagonista se ha ganado en frescura y calidad vocal, pero también —a tenor de lo visto— se ha perdido en dicción (terrible la de la albanesa, casi siempre incomprensible) y, sobre todo, en credibilidad teatral, ya que el montaje parece adecuarse mejor a una Violetta mucho más hecha y experimentada que la joven Jaho, parca al revelar la compleja y comprimida metamorfosis vital que se ve obligada a representar en un par de horas.
Su vestuario —negro en el primer acto con una pequeña flor roja en el escote, blanco al comienzo y rojo al final del segundo, blanco apagado de nuevo en el tercero— comenta sin palabras esa transformación que ella hizo poco por resaltar y matizar. Musicalmente, se acomodó con habilidad la partitura a sus capacidades y reservó lo mejor de su arsenal para el tercer acto, el que desata la empatía del público y garantiza un triunfo seguro a la protagonista. Salvó con astucia sus insuficiencias en el registro grave y se recreó, a veces en exceso, en las notas agudas en que la voz luce su timbre más atractivo.
Francesco Demuro, que también debutaba en el teatro, dio vida a un Alfredo un tanto plano, timorato a ratos, aunque en lo musical fue mucho más respetuoso con la escritura de Verdi. Juan Jesús Rodríguez, aplaudidísimo al final, compuso un Giorgio Germont altivo y hierático, con cuidada línea de canto, pero emisión vocal un poco estrangulada. Desde el foso, Renato Palumbo se mostró imprevisible y caprichoso: entre una dirección detallista y otra abiertamente teatral, no pareció decantarse por ninguna y se limitó a concertar con desparpajo, eficacia, escaso refinamiento (ya los cruciales sforzandi del Preludio sonaron bastos) y muy pobre emotividad.
Desde el foso, Renato Palumbo se mostró imprevisible y caprichoso
Es una lástima que, por enésima vez, ambos directores hayan sucumbido a la nefasta tradición interpretativa de esta ópera, que dicta cortes implacables y absurdos casi por doquier. Jaho no cantó, por ejemplo, la segunda estrofa (A me, fanciulla) de su aria del primer acto, lo que desequilibra —entre otras cosas— el buscado paralelismo con su Addio del passato del tercero, en el que sí que cantó las dos. Se mutilaron asimismo parte de la cabaletta de Germont y del dúo final de Violetta y Alfredo, y tampoco sonaron las exclamaciones finales tras la muerte de Violetta. ¿Cómo puede una tradición irreflexiva y equivocada imponerse a las convenienze intrínsecas al género y al diseño de tiralíneas de un compositor puntilloso y un cabal hombre de teatro como Verdi?
Con los ingresos por taquilla garantizados, las quince funciones restantes servirán para poner a prueba a otros debutantes (y vivir, por tanto, otras Traviatas) y para escuchar en tres de ellas el Giorgio Germont de Leo Nucci, toda una invitación a los amantes de la nostalgia, el mismo sentimiento que se apodera de Alfredo Germont al recordar todo aquello que pudo ser y no fue.
Babelia
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