Atrapados en El Escorial
El Teatro Real inaugura su nueva temporada con una sobria producción de 'Don Carlo' de Verdi protagonizada por un gran reparto vocal
Aida en 2018, Otello en 2016 (también para inaugurar la temporada), Falstaff en 2019 y, ahora, pocos meses después, para cerrar el círculo con su trazo inicial, Don Carlo. En los cuatro últimos años ha podido verse en el Teatro Real, con saltos atrás y adelante, la tetralogía operística final de Giuseppe Verdi: dos lucrativos encargos llegados del extranjero y sus dos sosegadas colaboraciones con Arrigo Boito inspiradas en Shakespeare. Son óperas muy diferentes entre sí, cuyo principal nexo de unión es un creador libre, que ya ha dejado venturosamente atrás la esclavitud constante de lo que él mismo calificó en 1858 de sus “años de galeras” en una famosa carta a Chiara Maffei. El último Verdi, con una sólida posición económica que le permite, por un lado, elegir y espaciar sus proyectos y, por otro, dedicarse a otros menesteres privados, escribe, cada vez en mayor medida, lo que quiere, cuando quiere y como quiere.
En relación con el cómo habría que precisar, sin embargo, que, en el caso concreto del Don Carlos original en francés, su voluntad hubo de amoldarse a la rígida horma impuesta por la Ópera de París, escenario de su estreno en 1867. Allí la obra se preparó durante nada menos que 133 ensayos a lo largo de siete meses exactos y el hecho de que Verdi introdujera cambios y cortes hasta el momento mismo de alzarse el telón definitivamente el 11 de marzo indica que, a pesar de la profusión de medios, su criatura nació envuelta en inseguridades. La versión que puede escucharse en Madrid representa, quizá, su última palabra en la larga serie de los diversos avatares franceses (Don Carlos) e italianos (Don Carlo) de una ópera con diversas lagunas dramatúrgicas y, quizá por ello, musicalmente irregular en igual medida. Se trata, como la definió gráficamente Ricordi, su editorial, de la “terza edizione” (italiana, tras las de Nápoles y Milán), “in cinque atti”, sin el ballet demandado férreamente por París (“senza ballabili”) y, para disipar cualquier posible duda, “consentita e approvata dall’illustre autore”, lo que apunta entre líneas a que no fue él personalmente quien preparó el collage. Tan solo cinco semanas después de darse a conocer esta versión en Módena, se estrenaba Otello en el milanés Teatro alla Scala.
'Don Carlo'
Música de Giuseppe Verdi. Maria Agresta, Marcelo Puente, Ekaterina Semenchuk, Dmitri Belosselskiy y Luca Salsi, entre otros. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Dirección musical: Nicola Luisotti. Dirección de escena: David McVicar. Teatro Real, hasta el 6 de octubre.
Inaugurar con Don Carlo una temporada es una decisión valiente, porque estamos ante una ópera extremadamente larga y compleja, que requiere un buen número de grandes voces y, si se opta por una producción tradicional, que no siga la senda modernizadora de la caja de los truenos abierta en 2001 por Jossi Wieler y Sergio Morabito en la Ópera de Stuttgart, un director de escena sensato que no incurra en grandilocuencias innecesarias y sepa dotar de unidad y sentido a un argumento en ocasiones disperso. Pero Madrid es, sin duda, el lugar apropiado para una apuesta así y se ha acudido para ello a una producción ya testada de la Ópera de Fráncfort. Para dar lustre a esta jornada inaugural, y tratando la ópera de lo que trata, la representación fue presidida por los reyes y, en consonancia con lo que en ella se dilucida, asistieron numerosos políticos y embajadores. Al comienzo se tuvo el detalle de que la orquesta interpretara el himno nacional en Si bemol mayor, la misma tonalidad del coro de cazadores con que se inicia la ópera.
David McVicar vuelve con Don Carlo al Teatro Real después de su soberbia Gloriana, otra ópera de ambientación regia y fácil de emparentar con esta, ya que ambas están protagonizadas por monarcas coetáneos y directamente enfrentados: Felipe II e Isabel I. El escocés ha trabajado con los mismos escenógrafo y figurinista de entonces, otra vez con resultados sobresalientes. Robert Jones plantea de nuevo un escenario único transformable, mucho más sencillo ahora, pero también más opresivo, porque las justas y las danzas festivas de Britten dan paso aquí a un enorme incensario y al temible auto de fe de Verdi. Grandes muros desnudos, columnas cuadradas y formas geométricas que se esconden o resurgen al calor de la acción, todo en un indistinto color grisáceo, se asemejan casi a una claustrofóbica arquitectura de Piranesi, pero sin sus laberintos o recovecos. Nada tienen que ver tampoco los palacios de Nonesuch y Whitehall con el monasterio de El Escorial. La mayor virtud de la escenografía es que simboliza muy bien no solo la austeridad escurialense, sino que convierte el espacio en una suerte de prisión, sin salidas visibles, de la que nadie parece poder escapar. Mínimos elementos y una cuidadísima iluminación apuntan a Fontainebleau (la nieve), Yuste (la tumba de Carlos V) o la cárcel en que está recluido Don Carlos (la reja que cae desde lo alto), del mismo modo que, en el cuarto acto, bastan un gran telón negro que acota y reduce el espacio visible, una mesa, una corona, una cruz, una esfera armilar y la tenue luz de una vela para, al igual que sucedía en la última escena de Gloriana, retratar al rey o a la reina más poderosos del mundo en la temible soledad de sus aposentos privados: seres humanos como nosotros contraponiendo sus sentimientos íntimos a la razón de Estado.
Como debió de hacer luego en la ópera de Britten, Brigitte Reiffenstuel parece haber estudiado a fondo la iconografía de los Austrias y su magnífico vestuario católico –para entendernos– contrasta abruptamente con el anglicano que diseñó para Gloriana. Ahora domina el negro de forma abrumadora (la herencia borgoñona) y sus trajes, unidos a las disposiciones rígidamente geométricas con que McVicar hace cantar al coro en las escenas colectivas, transmiten en silencio un ambiente tétrico y represor en el que la alegría de vivir parece estar fuera de lugar o, peor aún, penada. Se siente el peso abrumador de la religión, por supuesto, pero sin incurrir en las exageraciones al uso, con el fuego que cubre la inmensa cruz al final del auto de fe como única licencia visual de impacto.
Marcelo Puente se ha incorporado al reparto tras la postrera cancelación de Francesco Meli, y aunque su actuación muestra una progresión ascendente, desentona no poco respecto a sus compañeros. Tiende a cerrar en exceso las vocales, los agudos le suenan estrangulados y la voz no posee un gran esmalte, aunque el mayor déficit, a pesar de su entrega, es el emotivo. Estuvo incomodísimo en el primer acto, donde se pusieron pronto de manifiesto sus carencias técnicas, pero poco a poco fue ganando confianza y fue en el quinto acto donde cantó con más desparpajo y convicción. Maria Agresta, con medios vocales mucho mejores, agudos más vibrantes y línea verdiana más canónica, también va haciendo crecer a su personaje, que sabe transformar de la princesa enamorada a la esposa resignada. Alcanzó su cenit en la gran escena en solitario del quinto acto, dificilísima técnicamente, que afrontó con un aplomo admirable en una debutante en el papel y que concluyó sorprendentemente a la octava alta (“reca a’ pie’ del Signor”) sin aparente justificación. Luego, en su posterior dúo con Don Carlos, nos regaló una maravillosa media voz, una de sus grandes bazas técnicas y expresivas, y un valiente y rotundo Si natural agudo en “sospirato”. Las efusiones amorosas de ambos en sus dúos fueron, eso sí, muy comedidas, como es habitual en las producciones de McVicar (recordemos la frialdad extrema de Violetta y Alfredo tras su reencuentro en el tercer acto de La traviata): separados físicamente en su primer dúo, cuando aún no hay obstáculos aparentes para su amor, es solo al final cuando por fin se abrazan fugaz y modosamente. En su reencuentro en el último acto cantan, asimismo, a varios metros de distancia.
Ekaterina Semenchuk, una cantante de raza, como demostró recientemente en este mismo escenario en su arrebatadora Azucena en Il trovatore, es una princesa de Éboli intensa, más creíble en un dominador y magníficamente cantado “O don fatale” que en la liviana canción del velo, impecable también desde el punto de vista vocal (aunque alargó la última nota mucho más de lo indicado en la partitura). No obstante, alcanzó su cenit en el trío del tercer acto, el momento de mayor intensidad emocional de toda la representación, en el que supo extraer además lo mejor de sus dos compañeros. A uno de ellos, Luca Salsi, solo le ha perjudicado el recuerdo reciente del conde de Luna de Ludovic Tézier, también en Il trovatore. Aunque muy bien cantado, a su Posa le faltan la nobleza, el suave lirismo y el dibujo impecable de las frases que caracterizan el canto del barítono francés. Pero Salsi posee una voz recia que nunca se esconde (magnífico el Fa sostenido agudo en “tornerà” en su Romanza del segundo acto), la mejor dicción del reparto, un sostén segurísimo en los dúos, tríos y cuartetos en que participó, y una musicalidad sin altibajos: sin comparaciones de por medio, fue uno de los más destacados de la noche. Todos ellos, con excepción de Semenchuk, ya muy consolidada (cantó este mismo papel junto a Jonas Kaufmann, Anja Harteros y bajo la dirección de Antonio Pappano en el Festival de Salzburgo de 2013), tienen en común que son cantantes que están visitándonos en plena eclosión internacional. Lo mismo puede predicarse del bajo ruso Dmitri Belosselskiy, un Felipe II de grandes medios que prosigue la tradición de grandes voces eslavas para este papel, magnífico en su gran aria del cuarto acto (aunque es posible una mayor expresividad si se pone más énfasis en insuflar humanidad a un personaje que esconde muchas aristas) e imponente en su posterior cara a cara con el Gran Inquisidor, un también poderoso Mika Kares, ataviado con hábito blanco y muceta de armiño para acentuar el contraste con el omnipresente negro circundante. Orquestado de forma prodigiosa, este duelo de bajos, junto con algún pasaje de Otello, es quizá lo más cerca que se situó nunca Verdi de la música de Richard Wagner.
David McVicar y Nicola Luisotti ya habían colaborado juntos en el Teatro Real hace cuatro años en Rigoletto. Una vez más, ver las evoluciones del segundo, de gesto fácil, plástico, preciso y siempre elegante, regalando sonrisas permanentes a los cantantes y a sus instrumentistas por igual, es una fiesta visual en sí misma. No cabe esperar del italiano apuntes de heterodoxia o arranques imprevistos de originalidad, porque huye de efectismos fáciles y prima por encima de todo ofrecer seguridad y arropar a los cantantes, de los que está pendiente en todo momento. Es justamente en pasajes en los que la orquesta toca en solitario, como al final de la primera parte del segundo acto o en la introducción del tercero, cuando se permite licencias y libertades mayores, siempre enormemente musicales. Que la orquesta produzca una sonoridad y toque en un estilo inequívocamente verdianos es mérito suyo, pero tiene en sus manos mimbres muy moldeables y de gran calidad, como quedó de manifiesto en los solos o en las intervenciones puntuales de violonchelo, flauta, oboe, corno inglés, trompa o fagot. Luisotti es un maestro de la concertación e irradia tal sensación de autoridad y conocimiento que todos parecen cantar y tocar muy a gusto bajo su égida. Resaltó siempre, con la importancia que tienen, esas apoyaturas ascendentes, “una letanía de segundas menores dolorosas y persistentes” al decir de Denis Gaita, que aparecen en varios momentos capitales de la obra: la romanza de Isabel del segundo acto, el aria de Felipe y la muerte de Rodrigo, al comienzo y al final del cuarto. Este ha sido el mejor y más completo Verdi de los que ha dirigido hasta ahora Luisotti en el Teatro Real, con el único lunar de un primer acto en exceso contenido y falto de nervio e intensidad. El coro, como siempre que se le exige, también responde al máximo nivel y no cabe un solo pero a ninguna de sus intervenciones, un dechado de empaste, afinación, fuerza y equilibrio, también cuando canta fuera de escena.
Por enésima vez, los sobretítulos no han estado a la altura, bien por acción o por omisión. Ya en Capriccio se hurtó la traducción de uno de los versos del soneto que escribe Olivier (el crucial que contrapone vida y muerte) las tres veces en que se canta o se recita, y algo parecido sucede aquí en varios momentos. Como botón de muestra vale la traducción de una frase del gran dúo entre Rodrigo y Felipe II del segundo acto (que tantos quebraderos de cabeza le dio a Verdi). El primero canta: “Io parlerò, Sire, se grave non v’è” Y leemos en el sobretítulo correspondiente: “Hablaré, señor, si ello no os incordia”, una traducción basta, coloquial y muy poco plausible si el interlocutor es un rey.
Pero cerremos recapitulando lo muy positivo: un gran reparto vocal y una sobria pero excelente y muy bien ejecutada producción escénica, que McVicar decide rematar con la sorprendente muerte de Don Carlo delante de un padre filicida, doblemente atravesado por una espada (en el original huye de sus perseguidores, de forma un tanto fantasiosa, con el espectro de su abuelo, Carlos V), lo que añade aún más betún a la Leyenda Negra y se hace eco quizá de lo que escribió Verdi a su amigo Opprandino Arrivabene el 22 de marzo de 1863 tras visitar El Escorial: “È feroce, terribile come il feroce sovrano che l’ha costruito”. El escocés se sitúa con ello más cerca también, por tanto, de la Imperiofobia de María Elvira Roca Barea que de la Imperiofilia de José Luis Villacañas. Aunque Don Carlo es inmortal por su música, no por sus lecciones de veracidad histórica.
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