Un ‘Trovatore’ impoluto en el Real
El director italiano Maurizio Benini conduce a la orquesta desde la prudencia y el buen hacer de quien ha crecido con este repertorio
Il trovatore es un título sustentado en la oralidad, entre una peripecia que prácticamente se cuenta más que se actúa y el despliegue de pasiones y desgarros. Y como ópera de la oralidad, precisa de voces de alto voltaje. Se ha dicho que Il trovatore solo necesita a los cuatro mejores cantantes del mundo, algunos lo atribuyen a Caruso, otros a Toscanini. Pero más que un elogio, parece una maldición, montar una producción ambiciosa de esta ópera parece imposible, ¿quiénes son los cuatro mejores? ¿Existe algo así?
En todo caso, montar Il trovatore se sale, en nuestros días, del canon al uso: mucho teatro, cantantes excelsos pero lo suficientemente despersonalizados y una buena dosis de actualización de la historia generalmente plúmbea. La historia de esta ópera, con su gitana de Vizcaya, su conde de Aragón, su correspondiente maldición gitana, su intercambio de niños que, al crecer, se enfrentan por una mujer que, obviamente, se da muerte sin saber, ni ella ni nadie salvo la gitana, que son hermanos... todo esto tiene una actualización muy problemática y casi tan inconsistente como la historia original. Pero es que aquí todo es escuchar y disfrutar de una de las óperas más sabiamente vocales del Romanticismo.
El director de escena, Francisco Negrín, ha optado por un espacio abstracto, un cubo vacío, un poco al modo de los venerables montajes de Wieland Wagner, y en él evolucionan los personajes como guiados por el canto. Es una solución elegante que libera toda la potencia vocal de la obra.
IL TROVATORE
El obligado repaso al reparto podría ser encabezado por Azucena, la gitana, el gran descubrimiento dramático de la ópera. Su voz, una mezzo de amplio registro con cavernosos graves e incursiones al agudo que parecen pedir lo imposible a su registro, tiene en su misteriosa sonoridad la clave del drama. En el primer reparto de esta producción, el del estreno al que asisto, destaca la bielorrusa Ekaterina Semenchuk, una mezzo que se está adueñando del personaje en distintos teatros internacionales. Excelente, misteriosa y dominadora de los recovecos vocales exigidos, Semenchuk da una buena lección de cómo domar tan difícil papel.
Manrico, el trovador y falso hijo de Azucena, es otro de esos roles cargados de equívocos. Tiene mucho de belcantismo y esa situación comienza a ser hegemónica, ya que un buen belcantista, con un par de gestos de bravura, se hace con el papel sin traicionar al espíritu verdiano ni dejarse la glotis en el empeño. Ese es el perfil del tenor italiano Francesco Meli y se maneja muy bien en tan paradigmático papel. Leonora, la soprano, tiene un rasgo de delicadeza y dulzura que no pide registros vocales contradictorios, aunque sí elegancia y buena técnica. La italiana Maria Agreste los tiene y se hace con el interés del público desde medidos alardes de musicalidad y equilibrio.
El cuarteto de ases lo completa el barítono francés Ludovic Tézier, que aquí se lleva el papel del malo, el Conde Luna. Sus momentos de brillo los resuelve con entereza y no deja resquicio a la debilidad. En suma, un cuarteto vocal de gran altura que deja esta producción como una referencia para esta problemática ópera.
El director italiano Maurizio Benini conduce a la orquesta desde la prudencia y el buen hacer de quien ha crecido con este repertorio y la orquesta le sigue tanto como el coro que, en sus celebres momentos, se convierte en protagonista. En resumen, una producción vocal y musicalmente excelente, marcada por la sobriedad y un poco de sosería en lo escénico, pero que cumple con lo que se le pide. Un buen trabajo para mostrar que también el repertorio verdiano mantiene la nota alta que ha alcanzado la temporada que finaliza en el Teatro Real.
Babelia
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