Noche oscura del alma
Es posible que Otello sea la ópera con la gestación y el estreno más y mejor documentados de la historia, desde la primera redacción del libreto de Arrigo Boito en 1879 hasta los “aplausos frenéticos” (así los describió su editor, Giulio Ricordi) que coronaron su primera representación en el Teatro alla Scala en 1887. En una correspondencia a tres bandas que se prolongó durante casi una década, compositor, libretista y editor elaboraron lo que también este último, en otro contexto, denominó “un vero corso di Arte drammatica”. No hay detalle de Otello que escape a su escrutinio, a sus cábalas, a sus disensos, y sus desiderata acabaron plasmándose en las 111 páginas de la Disposizione scenica publicada por Ricordi, en la que quedaron registrados con precisión coreográfica movimientos, gestos, emociones, miradas.
David Alden ha comprendido bien que Otello exhala, sobre todo, violencia. La ópera se abre con un súbito despliegue de violencia natural (una feroz tormenta), que luego da paso a diversas manifestaciones de violencia militar, física, verbal y moral, explícita o larvada. Por eso no cambia de escenario, un único espacio lóbrego y opresivo, de paredes desconchadas y tonos grisáceos, que parece simbolizar el alma negra de Yago, un lugar claustrofóbico, a un tiempo público y privado, exterior e interior, poblado de sombras amenazantes y luces monocromas, decrépito, de una negrura contagiosa, del que nadie parece ser capaz de escapar. La propuesta nada intervencionista de Alden va creciendo en interés y alcanza su cenit en el final del tercer acto y en todo el cuarto, con el estrangulamiento planteado casi como un ritual religioso tras la oración de Desdémona junto a lo que fuera una llama de amor vivo.
Si cantar el personaje de Otello —dulce y colérico, amante y asesino, despótico e inseguro, fuerte y vulnerable, un musulmán trasplantado a una cultura extraña— es ya una proeza al alcance de pocos tenores, lo que ha hecho Gregory Kunde este año con apenas unos meses de diferencia (cantar el mismo personaje en los Otellos de Rossini y Verdi) parece un imposible: es como ser a un tiempo Andrea Nozzari (o nuestro Manuel García) y Francesco Tamagno, los primeros en encarnar uno y otro. El estadounidense posee, sin embargo, realmente esa condición dúplice, si bien no puede disimular sus orígenes y se queda alicorto en el retrato de los momentos más dramáticos del personaje o en sus notas más graves.
Otello
Música de Giuseppe Verdi.
Gregory Kunde, Ermonela Jaho y George Petean, entre otros. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real.
Dirección musical: Renato Palumbo.
Dirección de escena: David Alden.
Teatro Real, hasta el 3 de octubre.
Cuando cantó La traviata en Madrid, Ermonela Jaho dio lo mejor de sí en el tercer acto, y ahora ha hecho lo propio en el cuarto, ideal para sus cualidades vocales. Se luce en la media voz y en el registro agudo en pianissimo, además de su talento natural para retratar el desvalimiento de un mujer sola, ya sea moribunda o condenada a una muerte inminente. La infidelidad puede demostrarse, pero no su contrario, y Desdémona muere como consecuencia de esa imposibilidad. La que compone Jaho posee la “nobleza, mansedumbre, ingenuidad y resignación” que Boito anhelaba para su personaje. Lástima que, al igual que su Violeta, se vea lastrada a veces por una dicción defectuosa que no deja entender con claridad el texto.
En el Yago de George Petean pesa, sin embargo, mucho más el debe que el haber. Le falta empaque vocal y, actoralmente, no peca por magnificar su maldad, como es tristemente habitual, sino justo por lo contrario: más que un artero maquinador, es una figura gris y envidiosa. Ni él ni Palumbo resaltaron los trinos —vocales e instrumentales— y cromatismos que Verdi escribió como símbolo de su papel desestabilizador. El segundo, como en La traviata, ha ratificado ser un concertador eficaz, poco personal, con destellos de nervio teatral, pero también con altibajos y descuidos, sobre todo cuando tapó a sus tres principales cantantes, todos poseedores de voces delicadas que requieren ser mimadas desde el foso. Rotundo el coro y excelente el Cassio de Alexey Dolgov.
Casi tres meses después del estreno en Milán, Verdi, tras rememorar todo cuanto le había insatisfecho entonces, escribió a Ricordi: “¡Pobre Otello! Deploro que haya venido al mundo. ¡El éxito? ¡Qué me importa! Amén”. A pesar del inmenso celo con que se habían aplicado todos, no estaba contento. Él y Boito habían traído al mundo a una criatura tan perfecta como compleja e irrealizable. Un Otello redondo es casi un milagro. Tampoco en Madrid, con aplausos más corteses que frenéticos, se ha producido, pero sí ha sido un dignísimo arranque de temporada.
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