El 'Rigoletto' de Nucci: el peso del dolor
El barítono vuelve a ser ovacionado por el público del Teatro Real hasta llegar al bis
El dolor pesa. Y se acumula, poso sobre poso. Rigoletto parece cargar con todo él en su joroba, como un gran lastre de hiel que lo aplasta hacia el suelo. En su giba almacena afrentas, ignominias, desprecios, oprobios. “El rico se ríe con el bufón, y el bufón se ríe del rico, porque hace caso de lo que lisonjea”, nos recuerda Quevedo en El mundo por de dentro: las preposiciones sí importan. Pero en la ópera de Verdi apenas hay espacio para la risa: más bien se odia, se maldice, se mata. El alma de Rigoletto es negra, repara muy pronto para sí el conde de Ceprano, y no es casual que en la producción de David McVicar, muy rodada en la Royal Opera House de Londres desde su estreno en 2001, abunde la negrura, el color de la podredumbre espiritual de unos y otros.
Rigoletto ha llevado sus burlas demasiado lejos o, por decirlo con palabras de quien conociera bien la corte de Mantua, Baldassarre Castiglione en su Il Cortegiano, traducido por nuestro Juan Boscán, acaba por ser “tan pesado o mofador” que se hace “tener por maligno, mordiendo sin causa o con odio manifiesto, y a personas muy poderosas, que es mal seso, o muy miserables, que es crueldad, o muy malvadas, que es vanidad, o diciendo cosas con que ofenda a quien no querría, que es ignorancia”. De todo ello peca Rigoletto, principal espoleta de una tragedia que se presiente ya en los ominosos acordes iniciales en Do menor del Preludio, en el que, pese a los pequeños deslices del trompetista, Nicola Luisotti mostró claras sus cartas. Fue una versión con poso y con peso, de dinámicas graduadas con tino y acordes compactos y rotundos.
A partir de ahí, el italiano tomó las riendas de una versión cuyos deméritos se originaron siempre fuera del foso. El principal responsable de buena parte de ellos fue su compatriota Leo Nucci, que se empeña en seguir al pie del cañón con unos medios objetivamente admirables para su edad, pero a todas luces insuficientes para no desentonar con su entorno. Su Rigoletto estuvo muy pobre y rutinariamente actuado –parecía casi siempre un cuerpo extraño en medio del conjunto–, los mil dobleces de su personalidad nos llegaron desvaídos y cantó su exigentísima parte con más maña que arte. El perfil de las frases se resiente de excesivas tomas de aire y se ve obligado a reservar fuerzas para llegar incólume hasta el dúo final: poco antes de este último, por ejemplo, apenas fue audible en el cuarteto, la mayor joya musical y psicológica de la ópera, y en su “Cortigiani, vil razza dannata”, sus gritos de “Assassini” no fueron ni desesperados ni amedrentadores. A su lado, en cambio, se sucedía implacable y “agitato”, como manda la partitura, el oleaje de semicorcheas y los arpegios descendentes de la cuerda.
Dos cantantes jóvenes –el estadounidense Stephen Costello y la rusa Olga Peretyatko–compusieron un duque de Mantua y una Gilda creíbles escénicamente y muy bien perfilados vocalmente. Verdi escribió para el primero arias previsibles y respetuosas con la convención y el viejo orden operístico, en contraposición a la música de Rigoletto, mucho más libre, declamatoria y con claros visos de futuro. Gilda empieza cantando como el primero y acaba haciéndolo –la vida le enseña rápidamente– como el segundo, en lo que un crítico de la época bautizó como “canto spezzato”, que, casi más que partido o roto, podríamos traducir ahora como “canto deconstruido”. Costello fue, pues, un perfecto tenor belcantista, de precioso timbre y alta escuela, mientras que Peretyatko fue ganando enteros conforme su personaje iba ganando sustancia dramática y sus líneas transitaban de la antigua ortodoxia (“Caro nome”) a sus frases agitadas y entrecortadas del cuarteto y el dúo del tercer acto.
Rigoletto
Música de Giuseppe Verdi.
Con Leo Nucci, Stephen Costello y Olga Peretyatko, entre otros.
Orquesta y Coro Titulares del Teatro Real.
Dirección musical: Nicola Luisotti.
Dirección escénica: David McVicar.
Teatro Real, hasta el 29 de diciembre.
Del resto del reparto, destacaron la sólida Maddalena de Justina Gringyte y el Sparafucile sobrio y rotundo de Andrea Mastroni. La mejor virtud de la puesta en escena, tan eficaz como irrelevante, es mostrar el mundo privado de Rigoletto como el reverso exacto de la depravación y los fulgores de la corte mantuana. Igual que el tiempo tal como pasa a percibirlo Hamlet tras ver al espectro de su padre, también los espacios público y privado de Rigoletto se descoyuntan (“out of joint”)desde el momento en que el duque profana su ámbito doméstico y traslada a Gilda, su hija recluida en casa e iglesia, al mundo cortesano.
Con quince funciones por delante, será apasionante oír cómo Luisotti moldea su interpretación, plagada de pequeños y formidables detalles de gran músico, para adecuarla a los restantes repartos, ya sin lastres: con él y su certero instinto teatral, nada parece poder repetirse tal cual. Y ojalá que no vuelva a bisarse, como se hizo en el estreno en versión casi concertante, la cabaletta que cierra el segundo acto, una joroba gratuita e innecesaria en el perfecto cuerpo musical de Rigoletto.
Babelia
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