Murakami y Ozawa: pasión mahleriana
Dos de las figuras japonesas más importantes de las últimas décadas entretejen sus lenguajes en una conversación que llevan a cabo desde 2009 y que ahora ve la luz en el libro ‘Música, solo música’
Beethoven fue motivo de su primer encuentro. Pero Gustav Mahler ocupa la mayor parte de Música, solo música (Tusquets), el libro que recoge la extensa y por ahora inconclusa conversación que durante años han mantenido el escritor Haruki Murakami y el director de orquesta Seiji Ozawa. El autor acudía a sus conciertos cuando vivía en Boston en los años ochenta. Pero entonces nunca abordaron el asunto que apasionaba a los dos. Fue en 2009, después de que a Ozawa le diagnosticaran un cáncer de esófago, cuando comenzaron a engarzar esos diálogos sin fin. “Tenía mucho tiempo libre”, comenta Ozawa en el libro.
Tiempo para recordar los ecos de sus comienzos: el impacto cultural temprano de ambos entre su pasión por una forma de expresión artística occidental apreciada como en pocos lugares desde la otra orilla del puente, allá, en Japón. La relación con los dos principales maestros de Ozawa —Karajan y Bernstein, el yin y el yan en la dirección de orquesta mundial—, su análisis penetrante de las partituras, la consecuencia de aprendérselas e integrarlas en el cuerpo y la memoria como resultado del trabajo, no como fin. La pasión por diversos compositores con Mahler, como rey de la luz y de las sombras. La ópera o sencillamente el contraste cultural que para un japonés supone recibir abucheos en Italia.
Lo último ocurrió en la Scala de Milán, con una Tosca de Puccini que contaba con Luciano Pavarotti en el reparto durante la temporada de 1980. Karajan le había advertido de que no aceptara el reto: “Te van a matar”. Conocía el ceño fruncido de la bancada radical milanesa, poco dispuesta a escuchar la música de uno de los suyos en manos de un oriental. Durante tres días seguidos le pitaron. Al cuarto, no. Resistió, quizás, gracias al consuelo de Pavarotti: “Seiji, si te abuchean es porque has alcanzado la cumbre”. O puede que por el efecto de la comida que le preparaba su madre. Ella lo acompañó en el viaje y se mostró tan confusa que pensó que los gritos en su contra eran bravos. A la mujer no le hubiera entrado en la cabeza una falta de respeto semejante. En cualquier caso, tal como Ozawa confiesa a Murakami: “Fue la experiencia más horrible de mi vida”.
Nada que ver con su camino de iniciación hacia Mahler. Gracias tanto a Karajan como a Bernstein, pero por razones completamente contrarias. El director neoyorquino adoraba al compositor: de hecho, su redescubrimiento a nivel mundial 50 años después de su muerte, se debe, sobre todo, a él. El austriaco, en cambio, lo despreciaba. No tenía ningún interés en dirigir sinfonías de Mahler. Si acaso, algún ciclo de sus canciones de vez en cuando. Por eso, cuando alguien se lo proponía se las pasaba a su asistente japonés, el propio Seiji Ozawa.
Bernstein sentía por Mahler, según Ozawa, una triple identificación: como director de orquesta, como compositor y como judío. Pero si el empeño del estadounidense en resucitarlo se ha consolidado ya en todo el mundo hasta convertirse en el creador más interpretado es, cree Ozawa, porque a los músicos les apasiona tocarlo. Para ellos se convierte en un reto que les coloca en otra dimensión.
Un pasadizo a la lengua materna
Murakami comulga también con la religión mahleriana. Le fascina el influjo judío de aquel emigrante checo a Viena desde muy joven. Ambos comprenden su grandeza en el viaje de lo ínfimo a lo inabarcable, de la raíz de la música popular a su dimensión sinfónica, hoy, aún, no superada. Puede que el propio Murakami se decidiera a leer partituras —algo que no hacía antes de conocer a fondo a Ozawa— para sentir lo que el músico ve y experimenta en ellas. Para el escritor, vivir la música directamente desde la fuente del papel es, dice, “como leer en lengua materna”. Nada de traducciones. Y agradece a su amigo Ozawa que se encargue de abrir para él, como dice, “ese pasadizo”.
Conexiones que calan en ambos sentidos. La literatura de Murakami cree en el ritmo, como explica el propio escritor. Ozawa no tenía ni idea de que un texto literario pudiera contener esos ingredientes simplemente adaptándolos del lenguaje musical. “Yo escribo como si compusiera”, dice Murakami. Y escuchar música de la mañana a la noche, como asegura que hace el autor de Tokio Blues, “agudiza el oído para las palabras”.
Bernstein sentía por Mahler, según Ozawa, una triple identificación: como director de orquesta, como compositor y como judío
Los dos caminos, los dos lenguajes se entretejen en esta fascinante conversación entre dos de las figuras japonesas más importantes de las últimas décadas. Junto a Mahler y Beethoven, del mundo del piano y el sinfonismo a la ópera, pocas cosas se dejan sobre el tintero. Los creadores y los intérpretes. La importancia que para que los primeros no caigan en el olvido tienen los segundos al reivindicarlos.
También la mística de pianistas como Mitsuko Uchida o Martha Argerich, la naturalidad de Rubinstein frente a la rareza maniática pero esencial de Krystian Zimerman. También la indómita informalidad de directores heterodoxos como Carlos Kleiber, la radical espontaneidad de Bernstein y el sentido de superioridad germánica de Karl Böhm o Karajan, tan conocido al detalle por Ozawa y espoleado en su incesante curiosidad, desde el otro lado, por el escritor.
Una personalidad, la de Karajan, con visos de gurú y demonio, que a él lo trató con cariño. Ejercía una atracción a veces incomprensible. Como la última vez que Ozawa lo vio dirigir. El caballero de la rosa, de Strauss. Los cantantes atendían a sus indicaciones aun cuando este marcaba la música con los ojos cerrados: “Lo seguían como si se dejaran llevar por un hilo invisible”, recuerda.
El mismo con el que ambos sabios guían en su diálogo las reflexiones de Música, solo música, un libro tan cálido como enjundioso, uno de esos encuentros inesperados y esenciales en los que merece la pena detenerse y leer para poder escuchar.
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