La solidez del producto
La película, hasta su último trecho en la cueva, quizá insalvable y al borde del sonrojo, se ve con interés
Cuando se estrenó El guardián invisible, primera adaptación a la gran pantalla de la trilogía del Baztán, exitosas novelas de Dolores Redondo alrededor de unos crímenes seriales en el valle navarro, comentamos en este mismo ejercicio de la crítica cinematográfica la pulcritud de la narración visual de Fernando González Molina, el empaque de la producción y, casi como único reparo, las dificultades para ilustrar en una película ambientada en el siglo XXI los pasajes más discutibles de las novelas: los relacionados con la magia, la brujería y las leyendas en entornos naturales con personajes contemporáneos.
LEGADO EN LOS HUESOS
Dirección: Fernando González Molina.
Intérpretes: Marta Etura, Imanol Arias, Susi Sánchez, Leonardo Sbaraglia.
Género: thriller. España, 2019.
Duración: 119 minutos.
De Legado en los huesos, segunda entrega de la serie, continuación del relato a la espera de la culminación con Ofrenda a la tormenta, de pronto estreno, en abril de 2020, se puede decir prácticamente lo mismo. Sobre las virtudes y sobre los defectos. De hecho, como en esta continuación de la historia la presencia de la brujería en directo solo aparece en los últimos minutos, la credibilidad y la solidez del producto aguantan durante más tiempo y todo es más plausible dentro de su evidente artificio. Algo en lo que tiene mucho que ver el formidable trabajo interpretativo de Susi Sánchez, en un papel peligrosísimo que se puede escapar en cada gesto, en cada mirada, y que ella borda con su personalísimo rostro, su voz profunda y preciosa y una presencia terrorífica, sobre todo en el enfrentamiento visual en el hospital psiquiátrico con su hija. Un lugar donde además se acaba configurando el subtexto más interesante de la historia: el de los miedos de la maternidad en todas sus épocas y vertientes.
La película, hasta su último trecho en la cueva, quizá insalvable y al borde del sonrojo, se ve con interés, tiene consistencia en las interpretaciones principales (Marta Etura, Imanol Arias…), gusto en la producción y el arte, y unos logrados efectos especiales durante el desbordamiento del río. Todo ello comandado por el pulso y la artesanía habitual de González Molina. Y únicamente rechina (bastante) donde ya lo hacía la primera entrega: esas conversaciones entre policías donde se acumulan las deducciones y las posteriores certezas. Un “ahora hablo yo, luego te toca a ti y por último tú lo rematas”, chirriante por un problema que parece provenir de tres fuentes: la confección de los diálogos en el guion; la dirección interpretativa, y el equivocado tempo de la charla, el ritmo con el que se van pisando unos a otros con las frases.
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