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Españoles: Colón no ha muerto

La llegada a América enfrenta a dos facciones de historiadores, divididos por los métodos y la reconstrucción del pasado

'Primer desembarco de Cristóbal Colón en América
'Primer desembarco de Cristóbal Colón en América

Cristóbal Colón clava la rodilla derecha en la tierra intuida. Viste de rojo, tiene el estandarte en la mano izquierda, espada rendida en la derecha y la mirada dirigida al cielo. Está rodeado por sus compañeros, que van llegando en barcas. Ignora a un grupo de nativos desnudos y sorprendidos a su izquierda. En 1862, Dióscoro Puebla pintó inmacu­lados a los recién llegados, sin atisbo de cansancio ni registro doloroso en sus expresiones. Un esfuerzo impoluto que hoy cuelga en el Ayuntamiento de A Coruña, por préstamo del Museo del Prado, y que recuerda que la historia reconstruye los hechos del pasado, como si se tratara de un lienzo en blanco.

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Los historiadores y pintores interpretan cómo llegó Colón y lo que pasó después. Aunque unos ilustren el trabajo de los otros, la objetividad es un paraíso artificial que ha originado dos posturas enfrentadas ante la conquista de América, rehecha con retrovisor. En ese paso, ni el arte ni la historia se libran del uso político de sus conclusiones. De hecho, el americanismo fue la mejor arma de propaganda durante el franquismo, que vio en el acontecimiento el relato perfecto para levantar el mito de una nación imbatible y para insistir en el paralelismo entre la épica del descubrimiento de 1492 y el alzamiento militar de 1936.

El culto de lo hispánico fue la piedra angular de la construcción de un imaginario nacionalista al servicio del régimen, que se prolongó durante la dictadura y una década más. Pero hace unas semanas el mito de la hispanidad ha vuelto a este lado del Atlántico. Mientras el líder del PP, Pablo Casado, rescata la gesta como “el hito más importante de la humanidad”, “sólo comparable con la romanización”, en Latinoamérica y EE UU se desmonta desde hace décadas el relato y los mitos fundidos en acero. Bolivia tiene un Viceministerio de la Descolonización, más empeñado en la hagiografía que en la historiografía y con sobresalientes réditos políticos. Esta es la madre de las guerras culturales hispanas, y la academia no está al margen de la pelea por la apropiación de los símbolos.

En la Facultad de Historia de la Universidad Complutense, el departamento que estudia esta época estaba dividido hasta hace un año en América I y América II. Unos miran los hechos desde, España, y otros desde allá. Ahora, la falta de presupuesto ha unido en una única área a conservadores y progresistas, dos visiones antagónicas por tradición que comparten despacho codo con codo —las disputas por el control ideológico surgirán cuando haya que crear nuevas asignaturas—. Sólo en la Universidad de Sevilla permanecen separados.

Para unos, los que defienden la versión oficial de la hispanidad, los nativos fueron capaces de minimizar el papel conquistador, como asegura la catedrática de Historia de América de la Complutense Rosa María Martínez de Codes. Es decir, no siempre hubo imposición, porque lograron defenderse y proteger sus territorios de los invasores. No creen en la imagen de una guerra implacable y cruel, que consideran producto de la leyenda negra.

Occidente perdió la hegemonía del relato cuando la globalización permitió que los estudiados se estudiaran a sí mismos

Las dos escuelas chocan en las fuentes. Los no progresistas sólo usan fuentes primarias (escritas) para recrear. Dejan fuera del debate a los pueblos dominados y ágrafos. Sus centros de información son Simancas y el Archivo de Indias, donde se halla documentación escrita de los españoles, no de la población indígena. Los indigenistas la toman en cuenta, pero añaden la memoria oral (relatos que permanecen vivos), además de la escritura prehispánica (en imágenes), desde los aztecas hasta los incas. Y son partidarios de la etnohistoria, historia de las minorías desde su propia voz.

En este enfrentamiento académico, los más clásicos prefieren líneas tradicionales y generales de investigación (como la historia económica). Los otros enfocan sobre asuntos muy concretos (como la historia de las prostitutas en la Lima del siglo XVIII) y asumen la incorporación de nuevas voces. El rechazo de la perspectiva eurocentrista ya no es exclusiva de historiadores marxistas, sino una opción científica. La globalización permitió que los sujetos estudiados emergieran como protagonistas y que se estudiaran a ellos mismos. Cuando el otro no necesitó a nadie para contarse, Occidente perdió la hegemonía del relato. Esa incorporación fue decisiva para alterar el eje de la historia oficial. Una reconquista. “Es normal que haya dos posturas. Son hechos que no conocemos y se interpretan. El debate es bueno”, apunta Óscar Muñoz Morán, profesor de la Complutense y doctor en Antropología Social por la Universidad de Salamanca.

Otro punto caliente de disensión: revisión frente a inmovilismo. Según los progresistas, intentar fijar la historia es la antítesis de lo que pretenden. Pero si la revisión de lo escrito es un proceso inherente a la disciplina, ¿por qué hay historiadores que lo califican de “agresión cultural”?

“No lo es. Revisar el pasado una y otra vez es la obligación del historiador”, opina por teléfono Isabel Burdiel, premio Nacional de Historia 2011. “La revisión es una actitud intelectual. Revisar lo que sabemos del pasado a través de la ciencia histórica es la labor de todo científico”, apunta el premio Nacional de Historia 2015, Roberto Fernández. Y distingue entre la revisión y el revisionismo. Fernández coincide con Pablo Fernández Albaladejo, premio Nacional de Historia 2010, en que la revisión de los acontecimientos de la historia “no es revanchismo político”.

Con todo, las investigaciones tienen repercusiones políticas. Los especialistas en el pasado se arriesgan a hacer favores tratando de hacer historia, porque todas las ideologías buscan un mito con el que legitimar su relato. Son conscientes de que el acoso y derribo de viejas leyendas puede servir para levantar nuevos pedestales. “La mitomanía no es buena, o es buena en pequeñas dosis”, reconoce Enrique Moradiellos, premio Nacional de Historia 2017. “Por eso citar a Colón como genocida es una barbaridad. ¿Por qué no se atreven a retirar estatuas de Jefferson o Washington por esclavistas?”, se pregunta. De hecho, Colón es uno de los pocos puntos de consenso entre los historiadores de un lado y de otro, porque ninguno lo considera genocida. Otra cosa es los que le siguieron en aquel wéstern castellano, la conquista.

Para los más clásicos, mirar a la “conquista” desde el presente es peligroso, pero para Moradiellos es una obligación. Porque sólo desde ahí se podrá acabar con el mito, “el oficial y el contraoficial”. Que la historia provoque más inquietud que seguridad —justo lo contrario que el mito y las banderas— no cuestiona el proceso permanente de revisión en el que viven sus especialistas. “No nos podemos mantener al margen ni ser correa de transmisión política”, zanja Isabel Burdiel.

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