La guerra empuja a Sudán a la hambruna
Alrededor del 40% del país, devastado por el conflicto, se enfrenta ya a una hambre aguda, y siete millones de personas podrían verse abocadas pronto a niveles catastróficos
Once meses después de que estallara en Sudán una encarnizada guerra civil entre el ejército regular y un poderoso grupo paramilitar, más del 95% de los sudaneses no pueden permitirse una comida completa al día. Las cocinas comunales surgidas en varias partes del país para paliar el golpe acusan cada vez más la represión y la falta de recursos. Y los relatos de personas, sobre todo niños, que padecen hambre severa o están muriendo por desnutrición o inanición en las zonas más castigadas se suceden ya a diario. Este mismo miércoles, la directora ejecutiva del Programa Mundial de Alimentos (PMA), Cindy McCain, alertó de que la guerra en Sudán podría desencadenar “la mayor crisis de hambre del mundo”.
Estas son algunas de las estampas que está dejando el conflicto en Sudán, donde se estima que alrededor de 18 millones de personas —en torno al 40% de la población— se está enfrentando a niveles agudos de hambre.
Más del 95% de los sudaneses no pueden permitirse una comida completa al día
“La guerra que estalló en abril de 2023 ha provocado la mayor catástrofe humanitaria del mundo, lo que actualmente aviva una hambruna de una magnitud que no habíamos visto en 30 años; y, aun así, se opta por mirar hacia otro lado”, lamenta Anette Hoffmann, una investigadora del centro holandés Clingendael que ha estudiado el hambre en Sudán.
El hambre que está padeciendo el país es especialmente alarmante porque se está registrando en el tramo final de su temporada de cosecha (desde octubre hasta febrero), un periodo en el que suele haber más alimentos en circulación. Esto hace presagiar una situación calamitosa a mediados de año, cuando algunos pronósticos anticipan que siete millones de personas se enfrentarán a niveles de hambre catastróficos.
Entre los factores que explican esta alarmante crisis alimentaria se cuentan los combates, el deterioro general de la seguridad, la caída de la producción agrícola, el aumento de la violencia intercomunitaria, una inflación desbocada y una respuesta humanitaria exigua.
Algunas de las regiones más castigadas por la guerra, como Darfur, Kordofán y Gezira, han sido tradicionalmente también zonas de gran producción agrícola, y es donde más dificultades hay para mantener la actividad en el campo. El desplazamiento de millones de personas y las campañas de reclutamiento, aceleradas en los últimos meses, han reducido drásticamente la mano de obra. Y la disrupción del sector financiero causado por la devastación de la capital ha dejado a muchos agricultores sin crédito para pagar la maquinaria, semillas y fertilizantes.
El hambre es especialmente alarmante porque se está registrando en el tramo final de la temporada de cosecha, un periodo en el que suele haber más alimentos
Los combates en Jartum y los saqueos también han paralizado a la industria agroalimentaria, concentrada en la capital. Y los precios de los alimentos están por las nubes. Aunque la tasa de inflación oficial no se actualiza desde febrero de 2023, el PMA calcula que se sitúa por encima del 300%.
La hambruna que viene
A partir de junio, el escenario más probable es que el país se vea asolado por unos niveles de hambre catastróficos, según un estudio reciente de Hoffmann, la investigadora de Clingendael. Según sus previsiones, cerca del 40% de la población, casi 19 millones de personas, tendrá entonces acceso a menos de la mitad de la cantidad de energía que necesita. Y alrededor de un 15%, o unos siete millones de personas, a menos de un tercio.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) subraya que la desnutrición debilita las defensas, lo que aumenta la morbilidad y la mortalidad y facilita la contracción de enfermedades, sobre todo entre embarazadas y niños. Entre mayo y septiembre del año pasado, más de 1.200 menores de cinco años murieron en campamentos del Estado de Nilo Blanco, en el sur de Sudán, por lo que Acnur calificó entonces de una combinación fatídica de desnutrición y un brote de sarampión.
Aunque la tasa de inflación oficial no se actualiza desde febrero de 2023, el Programa Mundial de Alimentos (PMA) calcula que se sitúa por encima del 300%
El aumento del hambre en Sudán se enmarca, además, en una de las crisis humanitarias que más rápidamente se está desencadenando en el mundo, según agencias de la ONU. Actualmente, 25 millones de personas —entre ellas más de 14 millones de niños— necesitan ayuda humanitaria, y más de seis millones han tenido que huir de sus casas desde el inicio de la guerra, lo que convierte esta en la mayor crisis de desplazados del mundo.
Entre el 70 y 80% de los hospitales en las zonas más golpeadas por el conflicto no están operativos, por lo que cerca del 65% de su población no tiene acceso a atención sanitaria. Y 19 millones de niños en edad escolar no están pudiendo continuar con su educación.
El Banco Mundial calcula que la economía sudanesa se contrajo un 12% el año pasado, y el Fondo Monetario Internacional (FMI) anticipa que este 2024 podría hacerlo un 18%, un enorme desplome si se considera que las economías de Yemen y de Siria se han contraído a lo largo de la última década alrededor de un 5% anual, de media.
Hasta la fecha, las grandes agencias humanitarias han podido distribuir alimentos a unas seis millones de personas, según datos del Fondo de Seguridad Alimentaria y Medios de Subsistencia (FSL). El PMA es la columna vertebral de estas operaciones, y ha llegado a más de cinco millones de personas en Sudán y a más de 1,2 millones en países vecinos.
Las agencias humanitarias han tenido que navegar un mar de obstáculos por parte de ambos bandos desde el inicio de la guerra, lo que ha dificultado mucho el envío y entrega de ayuda y ha impedido ampliar sus operaciones a los niveles necesarios. La falta general de garantías de seguridad, los ataques a trabajadores humanitarios, los saqueos, las trabas burocráticas y las repetidas interrupciones de la conexión telefónica e internet representan un escollo mayúsculo.
La coordinadora de asuntos humanitarios de la ONU en Sudán, Clementine Nkweta-Salami, aseguró el martes que ha recibido garantías del Gobierno sudanés, alineado con el ejército, para permitir de nuevo la entrada de ayuda al país a través de fronteras y zonas que permanecen fuera del control de los militares, una opción que hasta ahora estos habían bloqueado a pesar de afectar a regiones con algunas de las necesidades más elevadas.
La perturbación actual del tráfico marítimo en el mar Rojo es un obstáculo adicional para el envío de ayuda humanitaria al país, que en su mayoría accedía por Puerto Sudán. A todo ello se suma, además, la falta de fondos de la comunidad internacional, que en 2023 solo financió el 3,5% del plan de respuesta humanitaria diseñado por la ONU. Esto significa que solo una de cada 10 personas en situación de emergencia por hambre se halla en zonas de Sudán a las que pueden acceder agencias humanitarias, y solo una de cada cinco de entre las más necesitadas ha recibido ayuda del PMA.
Ayuda mutua
Un actor local que ha cobrado un protagonismo significativo desde el inicio de la guerra son las unidades de respuesta de emergencia (ERR, por sus siglas en inglés). Se trata de una red descentralizada de grupos de voluntarios muy bien arraigados en algunos barrios que surgieron de la sociedad civil y los grupos revolucionarios que ya existían en el país. Ahora, estos grupos han orientado su atención a la distribución de recursos y la organización y la prestación de servicios, incluidas cocinas comunitarias, en lugares a los que las agencias internacionales no llegan.
“En Sudán, el apoyo a las comunidades en apuros procede sobre todo de las comunidades mismas, no de donantes internacionales”, apunta la investigadora sudanesa Sara Abbas, que ha estudiado las ERR. “La comunidad internacional habla mucho de empoderar a comunidades y localizar la ayuda humanitaria, pero sigue viendo a los actores locales con recelo, los subestima y, en el mejor de los casos, colabora con ellos como subcontratistas, no como socios”.
Un portavoz de la coordinadora de estos grupos en el Estado de Jartum explica que las cocinas empezaron en el primer mes de la guerra y poco a poco se fueron extendiendo. Los alimentos se compran a comerciantes locales o en mercados, y los beneficiados se cuentan por miles. “Las cocinas son gestionadas por los mismos beneficiarios”, detalla. Sus fondos proceden sobre todo de la diáspora sudanesa y entidades locales. Y tanto la inteligencia militar como los paramilitares las han perseguido y reprimido bajo la acusación de colaborar con su rival y por su pasado politizado. Las ONG extranjeras, por su parte, se han mostrado cautas a la hora de canalizarles fondos por su poca institucionalización, aunque algunas lo han empezado a hacer sottovoce, ya que su autonomía e implantación, sobre todo en entornos urbanos, las hace muy efectivas.
Otro actor clave de esta apuesta es el sector privado, que, aunque se ha visto muy afectado por la guerra y los saqueos, ha mantenido una cierta actividad que resulta crucial. En este sentido, algunos expertos han recomendado idear y canalizar ayudas hacia agricultores y empresas que se encuentran operativas, en particular a pymes, para mantenerlas a flote.
Como parte de este replanteamiento de la respuesta humanitaria, el subdirector general de la Organización de la ONU para la Alimentación y la Agricultura (FAO), Adam Yao, explica que los mercados de algunas de las zonas del país que han quedado más aisladas mantienen cierta actividad, y recomienda transferir directamente dinero efectivo a personas vulnerables para que puedan comprar alimentos. Bajo esa misma lógica, la FAO distribuyó semillas a un millón de agricultores en regiones agrícolas de Sudán durante la segunda mitad de 2023, con el fin de que produjeran grano suficiente para cubrir las necesidades básicas de entre 13 y 19 millones de personas hasta diciembre.
“Ahora hay más predisposición a trabajar con estructuras [locales], simplemente porque hay pocas alternativas, pero no es suficiente”, considera Abbas. “Es necesario un cambio [de paradigma], porque los actores locales absorben la mayor parte del riesgo y también poseen los conocimientos sobre cómo aumentar la resiliencia de la comunidad”.
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