Las instituciones morales europeas
La UE debe reforzarse para defenderse, pero también reflexionar sobre la impotencia de la democracia, en regresión en todo el continente

1. ”En este inicio de milenio muchas cosas dependerán de cómo nuestra civilización recoja este dilema: combatir el nihilismo o llevarlo hasta sus últimas consecuencias”. Lo escribió Claudio Magris en 1996. Y ahí estamos y cada vez más cerca de la pérdida de la noción de límites que encuadra nuestra condición y que ahora mismo está en almoneda. Nadie podrá alegar ignorancia. Sus protagonistas están ocupando la escena pública armados con la vanidad, la arrogancia y una presunción de omnipotencia que crece en tanto que no encuentran límites. No son profetas ni líderes revolucionarios que expresan la irritación de una ciudadana agobiada. Son personajes construidos con moldes de arrogancia, de descaro, de mezquindad, apoyados sobre poderes tecnológicos y económicos de incidencia universal.
Mientras unos moldean las mentalidades a través del nuevo sistema comunicacional, estas caras públicas pasean la insolencia con desfachatez y arrogancia, como si su superioridad fuera una evidencia irrefutable. Con la llegada de Trump —personalización suprema de este delirio— este poder ha encontrado un icono que se está acercando a los límites de la sostenibilidad. Y, sin querer confundir los deseos con la realidad, podríamos pensar que en esta pérdida de la más elemental sensibilidad podría estar el principio de su fin. La negación del sentido de los límites también tiene su límite: el momento en que se hace evidente la dimensión del fraude y el personaje se convierte en un bribón. Y estamos cerca. Es probable que sean los que le han aupado los que le tumben cuando el espectáculo desborde su proyecto. Deberíamos en este sentido agradecer a Trump su infantil desatino, que podría hacer que dejara de ser útil para los suyos. En cualquier caso, esta hipótesis o este deseo no debería ser una excusa para disimular la lamentable impotencia de quienes deberían plantar batalla al matrimonio de interés de Putin y Trump.
La moda es interpelar a Europa, y esta muestra sus limitaciones hasta extremos patéticos. El miedo a ofender defendiendo lo que deberían ser sus valores, el aparentar preocupación sin osar plantar cara, son vicios instalados. Y es un momento en que Europa se la juega. Y, sin embargo, no pasa de las medias palabras, con personajes muy gastados que ya no están para segundas oportunidades. El caso de Macron roza el patetismo. Desahuciado por los franceses, busca ser el hombre del momento, pero se entrega sin haber concretado nada. Un indicio inquietante del estado de Europa es que, de pronto, ha encontrado su solución mágica: el gasto militar. Y Von der Layen se pavonea anunciando una inversión de 800.000 millones de euros en material militar, de manera que entra así directamente en la lógica de los nihilistas. Armarse hasta los dientes a lo sumo puede servir para consolidar el statu quo, hasta que alguien de otro salto.
Bien está que Europa se refuerce para defenderse, que sepan que no está dispuesta entregarse. Pero es situar el problema en la lógica de las relaciones de fuerza que los nihilistas imponen y en la que seguirán mandando. ¿A quién se compran las armas? Europa tiene que preguntarse por qué su gente gira a la extrema derecha y por qué la derecha liberal se instala en esta misma lógica. Y tiene que reflexionar sobre la impotencia de la democracia, en inquietante regresión en todo el continente. No dudo que hay que defenderse, que hay que hacer difícil la tarea de los nos amenazan, pero mal asunto si entramos en su propia lógica: la ley de la fuerza como imperativo supremo. Un principio incompatible con la democracia y las libertades básicas.
2. Trump nos ha dejado dos momentos icónicos de su ruptura con cualquier forma de sensibilidad humana y respeto a las personas. Sencillamente, para él, el otro no existe, en cualquier nivel de relación. El espectáculo de calculada humillación de Zelenski que montó le deja completamente fuera de los límites de una política digna de este nombre. En vez de echar una mano al presidente de Ucrania, lo que hace es hundirlo poniendo de manifiesto que pende de un hilo y que él no tendrá el menor interés en impedir que caiga, aunque sea para que Putin se lleve la victoria total. El otro icono es la promoción que Trump hizo del vídeo de Gaza convertida en paraíso para el regodeo de Netanyahu y del propio Trump, exhibiéndose sobre unas playas donde se han producido los inhumanos crímenes de destrucción de un pueblo. Un récord mundial de obscenidad.
Puede que tenga razón Ivan Krastev cuando dice que la revolución de Trump es subvertir la separación de poderes y relanzar a Estados Unidos hacia una nueva realidad global. En cualquier caso, a lo que estamos asistiendo es a la destrucción de las instituciones morales que dieron a Europa —y a Estados Unidos— el privilegio de ser portadores de la modernidad y que ahora están amenazadas: la intimidad, contra aquellas culturas totalitarias que, como denunciaba Kundera, pretendían que lo privado se hiciera público; la libertad de expresión, el reconocimiento del otro, el respeto a las minorías, la laicidad, la universalidad y el sentido trágico (el mal es el que funda). Son las instituciones morales de una Europa que ahora mismo es un mediador evanescente, en expresión de Fredric Jameson. Y tenemos el deber de defenderlas si queremos que tenga un sentido propio y un papel en el mundo. La advertencia de Magris nos interpela. No podemos condenarnos a la irrelevancia.
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