El oro y la insolencia
Trump reaparece como títere de un nuevo poder económico y mediático que considera que la democracia es un obstáculo para sus pretensiones
Una inquietante sensación de desconcierto y de inestabilidad generalizada. Este es el estado de ánimo que transmiten los medios de comunicación que cumplen religiosamente el ritual del balance del año que se va y de las expectativas del que empieza. Tan elevado es el nivel de confusión que un periódico de la solidez del Financial Times dibuja cinco escenarios posibles para el nacimiento de un nuevo orden mundial: una gran negociación del poder global, una guerra por accidente, la anarquía en un mundo sin líderes, una globalización sin Estados Unidos, o el triunfo del America first. Realmente un muestrario de amplio espectro, indicativo del desconcierto vigente, que tiene el valor de levantar acta de que estamos ante un proceso de ruptura con la arquitectura política y social de la segunda mitad del siglo XX, que empezó en 1989, con el hundimiento de los regímenes de tipo soviético y que cobró aliento después de la crisis de 2008. La fantasía de la expansión de la democracia en el mundo se desvanece de manera acelerada: el autoritarismo posdemocrático avanza cada vez más imparable.
La reelección de Donald Trump ha sido la última gran advertencia. Reforzada por el protagonismo de Elon Musk (Kekius Maximus) que abre el campo de visión y sitúa en primer plano los nuevos poderes económicos ante los cuales la política pierde entidad, quedando en evidencia que no es suya la última palabra. Ya no es un conflicto de clases, es la creciente hegemonía de una restringida élite que controla poderes clave: el financiero y el comunicacional. Y se multiplican los actores aplicados que mimetizan hasta el ridículo a estos nuevos protagonistas del poder para garantizarse un lugar en este cambio imperial: desde Javier Milei y demás tribunos del neoliberalismo fascista hasta Vladímir Putin, 25 años construyendo el autoritarismo postsoviético. Siempre con la sombra de China, como el otro gran poder todavía impenetrable, que suma influencia y jerarquía en medio mundo.
Dice con acierto Carme Colomina que ahora mismo “no se dan las condiciones necesarias para ir a la raíz de los conflictos”. Dicho de otro modo, que lo más probable es que este año que empieza siga en la fase de confusión de poderes y hegemonías, sin percibirse vías de salida del atolladero que impidan la consolidación autoritaria. Esta es la base de la amplitud y la inseguridad del paisaje descrito por el Financial Times. La fragilidad del mundo se expresa en la imprevisión con que, de pronto, estallan los conflictos, desbordando los marcos establecidos y evidenciando lo lejos que estamos de un orden mundial previsible.
Llegan los sobresaltos en sistemas políticos que parecían estables como el que está viviendo la Francia de un minimizado Emmanuel Macron, que perdió el pulso de su país y de su lugar en el mundo y que ahora mismo, desde el descrédito, lucha, como dice Michel Feher, para que “la cooptación progresiva del Reagrupamiento Nacional se imponga como su legado” y la extrema derecha pueda darse por normalizada. Y asistimos a la consolidación de personajes nihilistas que rompen con siniestro entusiasmo —y con tanta arrogancia como trágica frivolidad— los límites de lo razonable, como el caso de Benjamin Netanyahu con sus crímenes contra la humanidad que parecen ya asumidos por la opinión pública, o con los delirios del liberalismo autoritario de Javier Milei y compañía que ponen a las clases populares en almoneda.
De modo que lo peor que puede ocurrir en el momento presente es no querer ver lo que está pasando, optar por el eterno conformismo: intentar normalizar lo que ocurre, en este caso, naturalizar la claudicación democrática. Y apostar desde ya por el reconocimiento de los que intentan polarizar la nueva etapa para acelerar los cambios por la vía autoritaria y destructora de los equilibrios democráticos. Es una victoria para Trump, al que se le da ya pleno reconocimiento relativizando y legitimando los efectos de sus promesas y sus gestos. El presidente Macron, desbordado por un mundo que no le acoge como él se imaginaba, ha sido pionero en la normalización del futuro presidente americano al convertirle, aun antes de su toma de posesión, en invitado principal de la reapertura de Notre Dame. Y, como es natural, de Putin a Netanyahu, los que han hecho del despotismo virtud se alegran de compartir con el nuevo presidente estadounidense la pulsión destructiva de la cultura democrática mientras Europa le va dando reconocimiento.
Lo relevante del giro estadounidense es lo que hay detrás y que el ego sin control de Elon Musk ha puesto en evidencia sin recato alguno: el triunfo del oro y la insolencia. La validación electoral del presidente que intentó el golpe de Estado para permanecer en el poder cuando perdió ante Joe Biden y que ahora reaparece como títere de un nuevo poder económico y mediático que considera que la democracia es un obstáculo para sus pretensiones, marca el fin de una época.
Y en esta aceleración estamos, sin que se vislumbre reacción colectiva alguna para afrontar el envite. De momento, lo que está consiguiendo Europa es desteñirse día a día, con la extrema derecha ganando terreno mientras Alemania y Francia se ponen a remolque, renunciando a encontrar un sitio propio en el mundo, como si el Viejo Continente estuviera en edad de jubilación.
Si seguimos en esta línea, quizás el Financial Times acierte con la tercera de las posibles opciones de futuro que plantea: la anarquía de un mundo sin líderes. Porque si un personaje miserable como Trump es un modelo de liderazgo, y los diversos poderes del mundo le conceden normalidad y reconocimiento, la gran incógnita es a dónde podría llevar la nueva gran negociación del poder global a la que apunta el diario británico como la vía más razonable. ¿Permitiría salir del agujero regresivo actual o en realidad serviría para acabar de consolidar el autoritarismo postdemocrático, en un mundo en que un 72% de ciudadanos vive ya bajo regímenes autoritarios?
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